El autobús de la miel. Meredith May

El autobús de la miel - Meredith May


Скачать книгу
los dinosaurios, cuyos cuerpos se habían convertido en montañas tras su muerte.

      También reparé en que los árboles en California eran diferentes: robles solitarios y macizos con tentáculos extendidos que se torcían a unos pocos centímetros sobre el suelo, nada como los arces ardientes o los bos­ques atestados de abedules delgados de casa. Cuando finalmente comenzamos a descender, pude ver todo Carmel Valley bajo nosotros, una vasta cuenca verde con un río plateado que serpenteaba a lo largo de uno de sus lados. Mis oídos se destapaban camino abajo hasta que llegamos al fondo del tazón; las montañas ahora eran una fortaleza imponente que nos envolvía. Carmel Valley parecía un jardín secreto de uno de mis cuentos de hadas, aislado del resto del universo. Aquí hacía más calor, y el sol parecía frenarlo todo: las camionetas, los cuervos dormidos, el río sin prisas.

      Pasamos por un parque comunitario y una piscina pública, luego giramos a la derecha en Vía Contenta y pasamos una escuela primaria con canchas de tenis. El resto de la calle residencial estaba bordeado de casas de un piso separadas por setos de enebro y robles para su priva­cidad. La abuela disminuyó la velocidad frente a una estación de bom­beros donde algunos hombres lavaban los motores rojos, pasó por una pequeña calle cerrada con un puñado de idénticos bungalows con tejas de madera, y luego llegó a su destino: una pequeña casa roja encaramada en medio de un acre de tierra, delimitada de los cuatro lados por árboles crecidos.

      La abuela se saltó el camino de grava y tomó el camino trasero hacia la casa, girando sobre una pequeña vereda de terracería que recorría su cerca y que se encontraba cubierta por una hilera de nogales gigantes con ramas que llegaban hasta el suelo para envolvernos en un túnel de hojas verdes. Cáscaras de nogal tronaban por debajo de las llantas mientras seguíamos el camino curvo hacia el patio trasero. Se estacionó junto a un tendedero, donde sus enaguas bailaban con el viento.

      La abuela se ufanaba de vivir en uno de los lotes más grandes de su calle, y si alguien lo olvidaba, ella le recordaba rápidamente que había sido uno de los primeros residentes de Carmel Valley Village, al haber llegado en 1931 desde Pensilvania a los ocho años con su madre. Habían cruzado el país en un Nash Coupe convertible después de que su padre muriera inesperadamente de un ataque al corazón; su madre deseaba escapar de la tragedia en un lugar más cálido donde pudiera dar una buena nadada. Esta historia, creía la abuela, le confirió un pedigrí que le permitía quejarse de la llegada de gente nueva por los siguientes cuarenta años. Sin embargo, le reconfortaba que los robles, nogales y eucaliptos que demarcaban su propiedad habían crecido para bloquear la vista de los vecinos. Y los vecinos, a su vez, se salvaron de ver los montones de basura acumulados por el abuelo que ahora invadían el lote king-size.

      Bajé de la camioneta y vi varios montones de adornos de árboles del tamaño de un pajar, al menos tres cobertizos para herramientas, mon­tículos de grava y de ladrillos, dos jeeps militares oxidados, un remolque con plataforma, una retroexcavadora y dos camionetas aplastadas. Una hilera de vides dirigía en una línea inclinada desde la lavandería hasta la cerca trasera, donde había una pequeña ciudad de colmenas amonto­nadas que descansaban sobre bloques de cemento, cada uno de entre cuatro y cinco cajas de madera de alto. Desde esa distancia, parecía una minimetrópolis de archivadores blancos.

      Algo me llamó la atención a través de la ropa colgada. Caminé por el arcoíris de las faldas en el torbellino para acercarme, y me encontré de pie ante un autobús militar de un verde descolorido. La lluvia había desgastado un anillo de agujeros de óxido alrededor del techo, dejando rayas cafés por los lados. La maleza sepultó los neumáticos, su parabrisas estaba roto y turbio, y un arbusto de ruibarbo brotaba de debajo de la defensa delantera. Parecía que había salido de la Segunda Guerra Mundial y había jadeado hasta detenerse junto al huerto del abuelo, de una época en que los vehículos eran todo curvas gruesas en lugar de bordes elegantes, haciendo que el autobús pareciera más animal que máquina. El cofre redondeado estaba esculpido como el hocico de un león, con orificios de ventilación como fosas nasales y ojos de faros que me devolvían la mirada. Bajo su nariz había una fila de dientes de rejilla sonriente, y debajo de eso, una defensa de metal abollada que se parecía muchísimo a un labio inferior. La pintura blanca pelada sobre el parabrisas decía ejército de ee.uu. 20930527. Cautivada por la incongruencia del asunto, me sentí obligada a investigar.

      Caminé por un sendero que cruzaba las hierbas, que me llegaban hasta la cintura, traté de ver hacia dentro, pero las ventanas eran demasiado altas. Fui hacia la parte trasera del autobús y cerca del tubo de escape encontré una pila torcida de palés de madera que funcionaban como escaleras improvisadas que conducían a una puerta estrecha. Me levanté, la escalera improvisada se tambaleó debajo de mí, y presioné mi nariz contra el cristal.

      En el interior, todos los asientos habían desaparecido, y en su lugar había una especie de fábrica de molinetes, engranajes de cigüeñal y tuberías. Una cubeta de metal del tamaño de una bañera de hidromasaje descansaba en el suelo y contenía una robusta rueda de acero impulsada por poleas del tamaño de una tapa de registro. Detrás del asiento del conductor había dos enormes barriles de acero con unas estopillas estiradas sobre sus tapas abiertas. Una red aérea de tubos de acero cincado colgaba del techo con cañas de pescar.

      El equipo tenía la longitud de una pared, y del otro lado el abuelo había apilado un montón de cajas de madera, cada una de aproximadamente quince centímetros de alto y sesenta de ancho, y pintada de blanco. Cada caja rectangular, tomada directamente de sus colmenas, se encontraba abierta de arriba y de abajo y contenía diez láminas extraíbles de cera de abejas enmarcadas en madera. Los marcos colgaban en filas ordenadas, sostenidas por muescas dentro de la caja. Más tarde, me enteraría por el abuelo de que se trataba de la alza melaria, cajas extraíbles de un nivel superior de una colmena modular donde las abejas almacenaban el néctar en el panal de cera y lo espesaban al abanicar sus alas para formar la miel. Las alzas descansaban sobre las cajas de crías más grandes en la base de la colmena donde la reina pone sus huevos.

      Debía de haber tres docenas de cajas de colmenas dentro del autobús. La miel reluciente goteaba por las pilas, formando charcos radiantes sobre el suelo negro de goma.

      Podía ver frascos de vidrio en el tablero que por el sol se habían vuelto de color púrpura, y ladrillos de cera de abeja color amarillo girasol que el abuelo había formado al fundir el panal de cera y usar medias para tensarlos y pasarlos a moldes de pan, donde se endurecerían. Cuerdas eléctricas serpenteaban por todas partes y luces de construcción colgaban de los pasamanos del techo. Me tapé los ojos con las manos para evitar el resplandor, y desde las sombras alguien adentro presionó su nariz contra la mía. Me sobresalté y casi caigo hacia atrás, justo cuando el abuelo salió por la puerta trasera.

      —¡Bú! —dijo.

      Las abejas zumbaban por su cabeza, y cerró la puerta de prisa para evitar que entraran al autobús. Vestía unos Levi’s gastados que le quedaban cortos por unos cuantos centímetros y no llevaba camisa. Sus cabellos de Einstein le salían por todos lados, como si la electricidad acabara de atravesarlo, y tenía la cara redonda bronceada, de un color castaño, que se convirtió en una expresión de diversión con la vida, como si siempre estuviera riéndose de una broma local. En una mano sostenía una lata con humo que salía de un pico en la parte superior. Arrancó un puñado de hierba verde del suelo, lo atascó en el pico para sofocar la llama y dejó su ahumador en un montón de ladrillos. Luego se dejó caer sobre una rodilla y abrió los brazos de par en par, indicándome que cayera sobre ellos.

      —Te he estado esperando —dijo, apretándome con fuerza.

      Quité mis brazos del cuello del abuelo y señalé el autobús.

      —¿Puedo entrar?

      Su taller me hechizaba como si fuera el de Willy Wonka. Lo había construido él mismo, con equipo de apicultura y piezas de repuesto de plomería, y lo había alimentado con un motor de gasolina extraído de una podadora. Al embotellar miel adentro durante los días más calurosos del verano, todo el autobús retumbaba como si estuviera a punto de partir, y la temperatura interior se disparaba por encima de los treinta y siete grados. Nada en su taller secreto era oficial, ni sus normas de seguridad habían sido inspeccionadas, y el peligro sofocante


Скачать книгу