El Cristo Universal. Richard Rohr
a este mundo? Nada, ni nadie, tiene que ser excluido.
Esta clase de integridad que estoy describiendo es algo que nuestro mundo postmoderno ya no disfruta, e incluso niega vigorosamente. Siempre me pregunto por qué, después del triunfo del racionalismo en la Ilustración, preferimos tal incoherencia. Pensé que habíamos acordado que la coherencia, el patrón y algún significado final eran buenos. Pero los intelectuales del último siglo han negado la existencia y el poder de tal asombrosa integridad —y en el cristianismo, hemos cometido el error de limitar la presencia del Creador a una sola manifestación humana, Jesús. Las implicaciones de nuestra gran vista selectiva han sido masivamente destructivas para la historia y la humanidad. La creación fue considerada como profana, un accidente lindo, un mero telón de fondo para el drama real de la preocupación de Dios —que somos, siempre y únicamente, nosotros. (¡O más problemático incluso, él!) Es imposible hacer sentir sagrados a individuos dentro de un universo profano, vacío o accidental. Esta manera de ver nos hace sentir separados y competitivos, luchando para ser superiores en vez de sentirnos profundamente conectados, buscando círculos de unión cada vez más amplios.
Pero Dios ama las cosas convirtiéndose en ellas.
Dios ama las cosas uniéndose con ellas, no excluyéndolas.
A través del acto de creación Dios manifiesta la Presencia Divina eternamente desbordante dentro del mundo físico y material3. La materia ordinaria es el escondite del Espíritu, y, por consiguiente, el mismísimo Cuerpo de Dios. Honestamente ¿qué más podría ser, si creemos —como lo hacen judíos ortodoxos, cristianos y musulmanes— que “un Dios creó todas las cosas”? Desde el mismísimo principio de los tiempos, el Espíritu de Dios ha estado revelando su gloria y bondad a través de la creación física. Muchos de los salmos afirman esto ya, diciendo: “ríos aplaudiendo sus manos” y “montañas cantando de gozo”. Cuando Pablo escribe “Hay solo un Cristo. Él es todo y él está en todo” (Colosenses 3:11), ¿era un panteísta ingenuo, o realmente entendía la implicación completa de la Encarnación del Evangelio?
Dios parece haber elegido manifestar lo invisible en lo que nosotros llamamos lo “visible”, para que todas las cosas visibles sean la revelación de la energía espiritual difusiva e inagotable de Dios. Una vez que una persona reconoce esto, es difícil estar solo en el mundo otra vez.
Un Dios Universal y Personal
Numerosas Escrituras dejan muy en claro que este Cristo ha existido “desde el principio” (siendo las principales fuentes: Juan 1:1-18, Colosenses 1:15-20 y Efesios 1:3-14), así que el Cristo no puede ser colindante con Jesús. Pero al adjuntarle la palabra “Cristo” a Jesús como si este fuera su apellido, en vez de un medio por el cual la presencia de Dios ha encantado toda la materia a lo largo de toda la historia, los cristianos se volvieron bastante blandos en su pensar. Nuestra fe se volvió una teología competitiva con variadas y parroquiales teorías de la salvación, en vez de una cosmología universal dentro de la cual todos pueden vivir con una dignidad inherente.
Ahora, tal vez más que nunca, necesitamos a un Dios tan grande como el universo en expansión, o las personas educadas van a continuar pensando un Dios de mera añadidura a un mundo que ya en sí mismo es increíble, hermoso y digno de adorar. Si Jesús no es presentado de igual manera como Cristo, predigo que no va a ser tanta la gente que se revelará activamente contra el cristianismo como la que simplemente perderá interés en él gradualmente. Muchos investigadores, biólogos y trabajadores sociales han honrado el Misterio de Cristo sin necesidad alguna de lenguaje cristiano específico. Lo Divino parece nunca estar muy preocupado o preocupada porque entendamos su nombre correctamente (ver Éxodo 3:14). Como Jesús mismo dice: “No les crean a los que dicen ‘Señor, Señor’” (Mateo 7:21, Lucas 6:46, itálica añadida). Él dice que aquellos que “hacen el bien” es lo que importa, no aquellos que “lo dicen bien”. Sin embargo la ortodoxia verbal ha sido la preocupación cristiana, e incluso, en determinadas épocas, permitiéndonos quemar personas en la hoguera por no “decirlo bien”.
Esto es lo que pasa cuando solamente nos enfocamos en un Jesús exclusivo, en tener una “relación personal” con él, y en lo que él puede hacer para salvarte a ti y a mí de algún tormento de fuego eterno. En los primeros dos mil años de cristiandad enmarcamos nuestra fe en términos de un problema y una amenaza. Pero si crees que el propósito principal de Jesús es proveer los medios de una salvación personal e individual, es muy fácil pensar que él tenga algo qué ver con la historia humana —con la guerra o la injusticia, o la destrucción de la naturaleza, o nada que contradiga los deseos de nuestro ego o nuestros sesgos culturales. Terminamos esparciendo nuestras culturas nacionales bajo la rúbrica de Jesús, en vez de ser un mensaje de liberación universal bajo el nombre de Cristo.
Sin tener un sentido de lo inherentemente sacro del mundo —de cada poquitito de vida y muerte— lucharemos por ver a Dios en nuestra propia realidad, y mucho menos podremos respetar la realidad, protegerla o amarla. Las consecuencias de esta ignorancia están alrededor nuestro, miren el modo en que explotamos y dañamos a nuestros queridos seres humanos, animales, la red de cosas en crecimiento, la tierra, las aguas, y el aire mismo. Hizo falta llegar al siglo XXI para que un papa dijera esto claramente, en la Laudato Si, el documento profético del papa Francisco. Puede que no sea tarde, y puede que la brecha innecesaria entre la visión práctica (ciencia) y la visión holística (religión) se supere por completo. Todavía se necesitan.
Lo que estoy llamando una cosmovisión encarnacional en este libro es un profundo reconocimiento de la presencia de lo divino en literalmente “cada cosa” y “cada persona”. Es la clave para la salud mental y física, así como para el contentamiento y la felicidad. Una cosmovisión encarnacional es el único camino que puede reconciliar nuestros mundos internos con los externos, unidad dentro de la diversidad, lo físico con lo espiritual, lo individual con lo corporativo, y lo divino con lo humano.
A principios del segundo siglo, la iglesia empezó a llamarse a sí misma “católica”, o sea, universal, al reconocer su propio carácter y mensaje universal. Solo después lo “católico” fue circunscripto por la palabra “Romano” mientras la iglesia perdía el sentido de entregar un mensaje indiviso e inclusivo. Luego, después de toda una necesaria Reforma en 1517, solo nos seguimos dividiendo en fractales cada vez más pequeños y competitivos. Pablo ya nos había advertido en Corintios acerca de esto, haciendo la pregunta en la que debimos habernos detenido en nuestra senda: “¿Acaso está dividido Cristo?” (1 Corintios 1:12). Pero hemos hechos bastantes divisiones a lo largo de los años desde que estas palabras fueron escritas.
El cristianismo se volvió exclusivista, por decirlo suavemente. Pero no hace falta que permanezca ahí. El verdadero salto de fe cristiana es confiar que Jesús junto con Cristo nos dieron una ventana humana aunque totalmente precisa hacia el Ahora Eterno que llamamos Dios (Juan 8:58, Colosenses 1:15, Hebreos 1:3, 2 Pedro 3:8). Este es un salto de fe que muchos creen haber hecho cuando dijeron: “¡Jesús es Dios! Pero hablando estrictamente, esas palabras no son correctas teológicamente.
Cristo es Dios, y Jesús es la manifestación histórica de Cristo en el tiempo.
Jesús es un Tercer Alguien, no solo Dios u hombre, sino Dios y el humano juntos.
Tal es el mensaje único y central del cristianismo, y tiene implicaciones teológicas, psicológicas y políticas masivas —y muy buenas. Pero si no podemos unir estos dos aparentes opuestos de Dios y los humanos en Cristo, usualmente no podemos ponerlos juntos en nosotros mismos, o en el resto del universo físico. Ese ha sido nuestro mayor callejón sin salida hasta ahora. Se suponía que Jesús era el descifrador de códigos, pero sin unificarlo a él con Cristo, perdimos la centralidad de lo que el cristianismo podría haber sido.
Un Dios meramente personal se vuelve tribal y sentimental, y un Dios meramente universal nunca abandona la esfera de la teoría abstracta y los principios filosóficos. Pero cuando aprendemos a ponerlos juntos, Jesús y Cristo nos dan un Dios que es tanto personal como universal. El Misterio de Cristo unge toda la materia física con propósito eterno desde el principio. (No nos debería sorprender que la palabra que traducimos Cristo del griego al hebreo sea mesach, que significa “el ungido”, o Mesías. ¡Él