El Cristo Universal. Richard Rohr

El Cristo Universal - Richard Rohr


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cuando le permitimos tener un significado o mensaje personal. Vemos a un hombre sin casa, y en el momento en que permitimos que nuestro corazón se abra hacia él se vuelve humano, querido, o incluso Cristo. Cada historia de resurrección parece afirmar fuertemente una presencia ambigua —sin embargo certera— en entornos muy comunes, como una caminata con un extraño por el camino a Emaús, asando un pescado en la playa, o lo que pareció ser un jardinero de la Magdalena3. Estos momentos de la Escritura establecen un escenario de expectativa y deseo de que la presencia de Dios pueda ser vista en lo ordinario y material, y no tenemos que esperar apariciones sobrenaturales. Nosotros, los católicos, llamamos a esto una teología “sacramental”, donde lo visible y lo táctil son la puerta principal a lo invisible. Es por esto que cada uno de los Sacramentos formales de la iglesia insiste en un elemento material como agua, aceite, pan, vino, la imposición de manos o la absoluta presencia física del matrimonio mismo.

      Para la época en que Pablo escribió estas cartas a Colosas (1:15-20) y Éfeso (1:3-14), unos veinte años después de la era de Jesús, él ya había conectado al único cuerpo de Jesús con el resto de la especie humana (1 Corintios 12:12ss.), con los elementos individuales simbolizados por el pan y el vino (1 Corintios 11:17ss), y con todo el Cristo de la historia cósmica y la naturaleza misma (Romanos 8:18ss). Esta conexión luego es articulada en el Prólogo del Evangelio de Juan cuando el autor dice: “En el principio era el Logos, y el Logos era con Dios, y el Logos era Dios. Él estaba con Dios en el principio. Todas las cosas se hicieron realidad a través de él, sin él nada de lo creado llegó a existir. Lo que fue hecho realidad en él fue la vida y la vida era la luz de los hombres” (Juan 1:1-4), todo basado en el Logos volviéndose carne (1:14). Los primeros Padres Orientales sacaron mucho provecho de esta noción universal y corporativa de la salvación, tanto en el arte como en la teología, pero en Occidente no fue tan así.

      Luz e Iluminación

      ¿Alguna vez notaste cómo la expresión “la luz del mundo” se usa para describir a Cristo (Juan 8:12), pero que Jesús también aplica la misma frase para nosotros? (Mateo 5:14, “Ustedes son la luz del mundo”). Pocos predicadores me lo han señalado alguna vez.

      Aparentemente la luz es menos algo que ves directamente, y más algo por lo cual ves todas las demás cosas. En otras palabras, tenemos fe en Cristo para poder tener la fe de Cristo. Esta es la meta. Cristo y Jesús parecen estar muy contentos en servirnos como canales, en lugar de como conclusiones comprobables. (Si esto último fuese el caso ¡la Encarnación habría sucedido después de la invención de la cámara y la videograbadora!) Necesitamos mirar a Jesús hasta que podamos mirar al mundo con este tipo de ojos. El mundo ya no confía en los cristianos que “aman a Jesús” pero que no parecen amar nada más.

      En Jesucristo la propia cosmovisión de Dios, profunda, inclusiva y amplia, se pone a nuestra disposición.

      Ese podría ser el todo de los Evangelios. Tienes que confiar en el mensajero antes de poder confiar en el mensaje, y esa parece ser la estrategia de Jesucristo. Con demasiada frecuencia substituimos al mensajero por el mensaje. Como resultado pasamos mucho tiempo adorando al mensajero y tratando de hacer que otras personas hagan lo mismo. Muy a menudo esta obsesión se volvió en un substituto piadoso de seguir realmente lo que enseñó —y nos pidió varias veces que lo siguiéramos, y ni una sola vez que lo adoremos.

      Si prestas atención al texto verás que Juan ofrece una noción muy evolucionista del mensaje de Cristo. Nota el verbo activo que se usa aquí: “La verdadera luz que ilumina a cada persona estaba viniendo (erxomenon) al mundo” (1:9). En otras palabras, no estamos hablando de un Big Bang único en la naturaleza o de una encarnación única de Jesús, sino de un movimiento continuo y progresivo que continúa en la creación en constante desarrollo. La encarnación no ocurrió solo hace dos mil años. Ha estado trabajando a lo largo de todo el arco de tiempo, y continuará. Esto se expresa en la frase común “la Segunda Venida de Cristo”, que desafortunadamente se leyó como una amenaza (“¡Espera a que tu Papá llegue a casa!”), mientras que debería llamarse con más precisión como la “Venida Eterna de Cristo”, que es cualquier cosa menos una amenaza. De hecho, es una promesa continua de resurrección eterna.

      Cristo es la luz que les permite a las personas el ver las cosas en su plenitud. El efecto preciso e intencionado de tal luz es ver a Cristo en todos los demás lugares. De hecho, esa es mi única definición de un cristiano verdadero. Un cristiano maduro ve a Cristo en todo y todos los demás. Esa es una definición que nunca te fallará, siempre demandará más de ti y no te dará ninguna razón para pelear, excluir o rechazar a nadie.

      ¿No es esto irónico? El punto de la vida cristiana es no distinguirse a uno mismo de los irreligiosos, sino solidarizarse radicalmente con todos y todo lo demás. Este es el efecto completo, final e intencionado de la Encarnación —simbolizado por su finalidad en la cruz, que es el gran acto de solidaridad de Dios en lugar del juicio. Sin lugar a dudas, Jesús ejemplificó perfectamente esta visión y así la transmitió al resto de la historia. Así es como debemos imitar a Cristo, el buen hombre judío que vio y convocó lo divino en los gentiles, ya sea en la mujer sirofenicia y los centuriones romanos que lo siguieron, en los recaudadores de impuestos judíos que colaboraron con el Impero, en fanáticos que se le opusieron, en pecadores de todo tipo, en eunucos, astrólogos paganos, y en todos aquellos “fuera de la ley”. Jesús no tuvo ningún problema en absoluto con la otredad. De hecho, estas “ovejas perdidas” se enteraron que no estaban para nada perdidas en él, y tendieron a convertirse en sus mejores seguidores.

      Los humanos fueron diseñados para amar a las personas más que a los principios, y Jesús ejemplificó este patrón completamente. Pero muchos parecen preferir amar principios —como si realmente pudieras hacer algo así. Como Moisés cada uno de nosotros necesitamos conocer a nuestro Dios “cara a cara” (Éxodo 33:11, Números 12:8). Noten cómo Jesús dijo: “¡Dios no es un Dios de los muertos sino de los vivos puesto que para él todas las personas están vivas!” (Lucas 20:39). En mi opinión, su vitalidad hizo mucho más fácil a las personas confiar en su propia vitalidad y así relacionarse con Dios, porque entre similares se reconocen. Algunos lo llaman resonancia mórfica. C. S. Lewis, al darle a uno de sus libros el título verdaderamente grandioso, Hasta Que Tengamos Caras, estableció el mismo argumento evolutivo.


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