Tiempo del sur. María Adelaida Escobar-Trujillo
con discapacidades. Mi mamá se levanta, busca algo en su cartera, tal vez su cepillo. Tiene un pelo lindo. Anoche, antes de acostarnos, me pidió que la peinara. Nunca antes lo había hecho. Cogí el cepillo y, con mucha suavidad, empecé a peinarla. Unos veinte minutos atrás habíamos peleado porque yo no sabía dónde había dejado mi iPod. Después, solo pasamos a hablar de las maletas, de la ropa interior que tenía colgada en el baño, del cepillo de dientes que no debía olvidar en la mañana, como si nada hubiera pasado. Me dijo que les diera las gracias a Julita y a Darío, sus mejores amigos en Toronto, por recibirnos en su casa y ayudarnos tanto desde que llegamos a Canadá.
—Mami, no me lo tienes que decir, yo ya les escribí –le dije. Luego seguí cepillándola como si fuera el trabajo más importante de mi vida.
Su pelo le llega un poco más abajo de los hombros y solo hasta ayer me di cuenta de que tiene algunas canas. Es castaño oscuro, como ella dice, y me encanta porque es liso, sin ondas y sin caspa. Siempre lo mantiene brillante y bien peinado. Sin exagerar, lo juro, yo diría que es la más linda de todas las mamás de los estudiantes de mi curso. Su piel es suave y un poco bronceada, sus ojos son grandes y cafés. Tiene la nariz respingada y un par de pecas en las mejillas. Mi mamá es mucho más bajita que yo, al menos en eso me parezco más a la familia de mi papá. Mis tíos miden más de un metro con ochenta, hasta las mujeres son altísimas. Yo no. No soy tan alta como ellas, solo mido uno setenta y tres. Y aunque la gente dice que tengo la altura perfecta para ser modelo, yo quisiera ser mejor una bailarina.
A los diez años empecé a bailar tres horas diarias, pero desde siempre he bailado. Mi papá me contó que cuando nací, me cargó, me miró a los ojos y luego me dijo:
—Te prometo que vas a ser la mejor bailarina del planeta porque desde chiquita te voy a enseñar a bailar.
Y así fue. Al principio me gustaban las danzas folclóricas. Todavía me gustan, pero cuando empecé las clases de ballet me sentí demasiado feliz, aunque siempre me dolían los pies. ¿Podré estar en clases de baile cuando viva en Medellín? Al final, todo lo que me importa siempre depende de mis papás y eso me aterra. Mis compañeras dicen lo mismo, se quejan y se quejan de sus papás, pero yo no les cuento nada de los míos. Si les explicara, estoy segura de que no entenderían y los juzgarían y yo soy la única que tiene derecho de juzgarlos, y no otras personas que no los conocen ni saben por todo lo que hemos pasado. Mis papás son como locos. Se equivocan porque hacen todo muy rápido y a veces parece que no pensaran en Migue ni en mí, en lo que nosotros queremos.
Mi papá, Santiago Botero, es un hombre muy fuerte, con unos ojos negros divinos, y es muy alegre. Sí, la pura verdad, como dice mi mamá, es que mi papá nos deja medio mareados a todos cuando quiere que hagamos algo. Pero en los últimos meses en Canadá ha cambiado mucho: está triste, desanimado, no juega con Migue como antes y lo peor es que ya ni siquiera quiere bailar conmigo.
En los recreos, cuando quiero estar sola, me encierro en el baño, escucho música y me pongo a pensar. Mi mamá dice que mi problema es que pienso demasiado. A veces me dan ganas de llorar, cierro los ojos y entro en mi burbuja, donde no cabe nadie más. Es como si fuera la protagonista de mi canción favorita, “Dogs days are over”, y solo quiero bailar y cantar lo más fuerte que pueda. Sentir que la felicidad me da en la espalda como esa bala de la que habla la canción. Muevo mis piernas y mis brazos, como Florence, y una fuerza muy grande me llena el corazón. Entonces, “los días de perro pasan” y puedo dejar de pensar en el colegio, en Cami o en la deportación. Es mi forma de sobrevivir: “I run fast for my mother, I run fast for my father, and for my brother”. Y muevo mis brazos y mis piernas, y canto por dentro. Pero nadie me oye ni me ve, no quiero que nadie sepa que escucho esos caballos de los que habla la canción, corro y salto y sobrevivo dentro de mi burbuja, y ya no quiero llorar.
Recuerdo que la primera vez que escuché mencionar el papelito tenía siete años, mis papás hablaban pasito en su cuarto mientras yo miraba en el canal de Disney a Hannah Montana. Mi abuelo estaba en el hospital en Medellín y mi mamá no podía ir a verlo, yo no entendía por qué. Mi papá le decía que un día iban a tener el papelito, que no se preocupara, que todo iba a salir bien, pero no fue así. Mi abuelo murió dos días después y ella no pudo ir a acompañar a la abuela. No olvido que la noche en que murió, mi mamá lloraba y le preguntaba a mi papá si algún día, de verdad, nos iban a dar el papelito. Salí corriendo a mi cuarto y arranqué muchas hojas de mi cuaderno. En una pinté flores y montañas, que a mi mamá siempre le han gustado; en otra, a ella cogida de la mano del abuelo, y en el último, un pájaro. Luego le di los dibujos y le pedí que no llorara más. Me acuerdo bien de cada dibujo porque mi mamá todavía los guarda en su mesa de noche y a veces, cuando busco algo en su cajón, vuelvo a verlos y pienso en que fue el día más triste que vivimos en los Estados Unidos.
No recuerdo mucho al abuelo. Le tenía un poco de miedo, no sé por qué. En el colegio, un día vi un dibujo en la cartilla –apenas estaba aprendiendo a leer– y distinguí la p y la i y luego la p y la e. Repetí las letras y lo dije: pipe. Cuando llegué a casa en la tarde, abrí la cartilla y, mostrándole a mamá la foto que había descubierto, leí pipe y luego le dije que eso era lo que fumaba el abuelo. Aprendí a leer y a escribir pipa en inglés antes que a leer y a escribir mi nombre. Lo único que recuerdo de mi abuelo es que se sentaba siempre en la misma silla para leer mientras fumaba su pipa. En uno de los veranos, cuando la abuela vino a visitarnos a Indianápolis, le pregunté por qué el abuelo era tan raro y fumaba pipa y no cigarrillos, como todo el mundo.
—¿Quién te dijo que el abuelo era raro, Manue? Era un hombre elegante, eso es muy distinto –me dijo. La abuela siempre me hablaba del abuelo. Ese día me contó muchas cosas que yo no sabía. Me dijo que el abuelo había aprendido a fumar pipa cuando vivió en Rusia, me contó de las cartas que le mandaba, y que le hacía mucha falta. Yo no entendí mucho de todo eso porque la abuela hablaba muy pasito para que no despertáramos a mi papá. Pero sí me acuerdo de que hablaba del abuelo como si lo estuviera viendo. It was super weird, but I didn’t tell her anything.
Anyway, después, hace poco, la verdad, entendí que los papeles que yo le había dibujado a mi mamá el día que murió el abuelo no tenían nada que ver con el papel verde con el que ella siempre había soñado. How naive!
Mientras seguimos esperando, Migue coge mi mano. Casi siempre es insoportable y me enfurece cuando les hace caso a sus amigos sin pensar. Sin embargo, mi hermano es el ser más dulce y cariñoso del planeta. Y sí, muchas veces nos insultamos y hasta nos pegamos. De todas maneras, yo no conozco a nadie que no pelee con sus hermanos, y no por eso dejamos de contarnos desde chiquitos nuestros secretos. En inglés, of course, siempre hemos hablado en inglés. Es nuestro código secreto, aunque también es la forma de insultarnos cuando peleamos para que mi mamá no nos regañe –porque, aunque los dos entienden y son capaces de comunicarse, su inglés todavía es muy básico–. Migue aprieta mi mano cada vez con más fuerza. A lo mejor está tan asustado como yo. Todos estamos callados. Mi papá coge de la mano a mi mamá y veo que tiene los ojos rojos como si fuera a llorar. Es cómico, en nuestra casa son los hombres los que lloran en los cumpleaños o aniversarios, en las películas, en las llamadas por teléfono. Ahora quisiera abrazarlo fuerte y decirle que no llore. Pero me quedo quieta en mi silla, no soy capaz de hacer nada, solo de mirarlos.
En mi iPod, no puedo creerlo, suena “Tren al sur” de Los prisioneros, una de las canciones favoritas de mi papá. Si pudiera hundir un botón y apagar todo en este momento. No quiero ir al sur, no quiero vivir en Colombia. Me quiero quedar aquí, en Canadá. Quiero ver el otoño, caminar por la nieve, ir los fines de semana al lago y de vez en cuando ver las cataratas. Quiero montarme en el bus del colegio con Cami y conversar con ella mientras cruzamos la ciudad. Quiero seguir bailando ballet y graduarme con mis compañeros de colegio. Quiero cerrar los ojos y pensar que todo esto no está pasando y que solo iremos a Colombia por unos días, de vacaciones, y luego volveremos a casa aquí, en Canadá. Quiero borrar este momento, hacerme invisible, entrar en mi burbuja. Pero no funciona.
Tengo que ser fuerte, no puedo dejar solo a Migue mientras mis papás están ahora con los policías en algún cuarto adonde los han llevado y no los podemos ver. Tengo