Tiempo del sur. María Adelaida Escobar-Trujillo
vas a devolver. Tratá de calmarte y dormir un poquito, ¿sí? No estás sola, bobita, estamos juntas, y todo va a salir bien.
Aquella mañana del 2001 cuando iniciamos nuestro viaje, intenté dejar de pensar en mi mamá que se había quedado llorando en el aeropuerto, en el papá que hasta el último minuto me dijo al oído que era mejor que me echara para atrás, que iba a cometer un error irreparable. Intenté no pensar en mi trabajo, en mis compañeras, en mi ciudad. Quería dejar de pensar en si se vendería rápido nuestro apartamento y si podríamos pagar la deuda. Intenté, como me lo aconsejaba Elisa, no pensar en nada, ni siquiera en Santi, a quien volvería a ver después de casi ocho meses, pero ¿cómo podía dejar de pensar en tantas cosas y dejar de preocuparme por lo que estaba a punto de hacer?
Antes del viaje dudaba de todo, de mí misma, de mi relación con Santi, de la decisión que estaba tomando. Me preguntaba una y otra vez si debía o no viajar. La respuesta era siempre la misma: no debía irme. Pero no me atrevía a llamar a Santi y decírselo. Hasta que el día del viaje llegó y sentí que no tenía otra opción.
El papá siempre nos repitió que éramos cien por ciento responsables de nuestras decisiones. Nuestros actos y nuestra moral debían ser transparentes. Para él, como abogado, no existían los matices. El mundo debía ser blanco o negro, aunque Elisa se opusiera y dijera siempre todo lo contrario.
“Puede que los matices existan en la vida –le argumentaba el papá–, pero no bajo las leyes. Y en nuestra casa todo funcionaba según las leyes. Por los hechos las van a juzgar y por los hechos reconocemos la calidad de un ser humano”, eso era lo que nos repetía cada vez que nos daba uno de sus discursos. El papá era ante todo un penalista. Yo sentía, y todavía siento, que desde que había tomado la decisión de seguir a Santi a Estados Unidos sin residencia o permiso de trabajo, me había convertido en su mayor derrota personal y profesional. No creo que sintiera vergüenza de mí, pero tal vez sí decepción, tristeza. Como me dijo antes de morirse, sentía horror de que algo malo pudiera ocurrirnos y no pudiera ayudarnos. Al marcharnos, no entendí su preocupación ni tampoco aguanté su frialdad y testarudez.
Pero sí, el papá tenía razón: las leyes no perdonan ni contemplan las historias personales. Mucho menos los actos cometidos por desespero, como el nuestro. Por supuesto que algunas veces las leyes tienen en consideración las enfermedades mentales, pero bajo su rigor, las circunstancias especiales en las que una persona comete un delito ni anulan ni perdonan ni hacen olvidar el error; como máximo, lo aminoran. Pero nuestro caso no era debido a una enfermedad mental. Elisa se equivocaba. Entre ser ilegal y ser legal no existen matices, ni rostros ni historias: se es o no se es. Si uno no tiene permiso de trabajo o de estudio, si no es refugiado o residente, si no está casado con un residente o ciudadano, uno será siempre un ilegal, un indocumentado.
Hoy, después de tantos años sabiendo, viviendo lo que significa ser un ilegal, un indocumentado, lo puedo decir: ¡A la mierda con la bendita teoría de los matices de Elisa! Ella regresó legal a Colombia, mientras los niños y yo dejamos de serlo justo cuando nos despedimos de ella.
De todas formas, Elisa tenía razón. Nada nos pasó al entrar. Nuestros papeles estaban en regla. En inmigración solo nos preguntaron en qué trabajábamos, qué veníamos a hacer a Estados Unidos, por cuánto tiempo, dónde nos quedaríamos, cuánto dinero teníamos para el viaje y si traíamos armas o drogas. Después de que Elisa contestó cada una de las preguntas, nos pusieron a los cuatro el sello en el pasaporte y nos dejaron entrar.
Caminamos unos pasos hacia el baño más cercano y allí, sola y lejos de los policías, mientras Elisa cuidaba a los niños afuera, no pude más y me puse a llorar. Sí, ya lo peor había pasado, la bajada del avión, la larga caminata por los corredores del aeropuerto, el llanto de Migue, la inquietud de Manue en la fila de inmigración, mis nervios y la humedad en mis manos, las respuestas cortas y certeras a las preguntas del oficial sobre el permiso del padre para que los niños viajaran, los papeles que comprobaban nuestra historia. Lo peor había pasado, lo sabía, pero yo seguía aterrorizada.
Cuando por fin fui capaz de reaccionar, me miré en el espejo. No había defraudado a Santi. El cansancio de los últimos días pude ocultarlo en aquel momento con un poco de maquillaje. Estaba delgada, no demasiado y, sin ser creída, los pantalones y la camisa que llevaba me quedaban mejor que a una modelo.
Después de esos ocho meses de espera, justo la edad de Migue, por fin los niños y yo llegamos a Estados Unidos. Me peiné, me eché un poco de perfume y me sentí lista para seguir a Santi para cumplir su sueño y empezar de cero.
En el carrusel de equipajes esperamos a que salieran nuestras maletas, dos por cada una de nosotras, con máximo veintitrés kilos de peso. Cuatro maletas que no llevaban nada que hiciera dudar al oficial de aduana sobre nuestros fines turísticos. Ropa de verano, dos o tres pares de zapatos, los necesarios para diez días de vacaciones. Dos o tres juguetes para cada uno de los niños, lápices de colores, un osito, una cobija vieja y deshilachada sin la que Manue no podía dormir. Un perfume, un saco grueso para las noches, dos piyamas de mujer y cuatro de niño. Baberos, pañales y todas las camisas, camisetas y vestidos que pude acomodar. Cuatro maletas donde mi mamá y yo empacamos lo que me podía llevar de Colombia.
En la casa de mis papás se quedaron guardados en cajas los objetos más personales: los primeros dibujos de Manue, la huella de Migue cuando nació, la foto de matrimonio, mis libretas de pintura, el cuadro de María Gómez –la amiga de Elisa, que tanto me gustaba–, la colección de música de Santi. Los juegos de sábanas, toallas y manteles que me harían tanta falta en Estados Unidos se los regalé a mi mamá y a mis tías, junto con los trastes de cocina, las copas y los cubiertos de plata. Mi cama se la vendí a la hija de una vecina que se iba a casar y no tenía mucha plata para comprarse una nueva. Todo se quedó atrás. El juego de té de la abuela de Santi y los charoles de plata, en la casa de Pía, la hermana de Santi. Mis decoraciones de Navidad, que adoraba, se las regalé a la tía Bea. Los peluches de Migue, las barbies y muñecas de Manue, su bicicleta, sus patines, la granja de Lego y los libros para niños en español los repartí entre mis amigas. Elisa me ayudó a vender la sala y el comedor a unos colegas. La ropa la dividimos en pilas; la que mi familia podría llevarme cuando estuviéramos bien instalados, la que íbamos a regalarles a los pobres y la que cualquiera de la familia podía coger si le gustaba. Todo lo que había sido nuestra vida se esfumó, solo me quedaron esas cuatro maletas que nos llevamos y cuatro o cinco cajas que desde nuestro regreso a Colombia no me he atrevido a abrir.
Cuando cruzamos la aduana del aeropuerto de Miami, sin que nos detuvieran más que por el control de rutina, recuerdo patente que los ojos se me aguaron de nuevo. Después de tantas horas pensando qué debía o no llevar, qué debía o no contestar, ningún oficial nos había hecho una pregunta difícil y ni siquiera revisaron el equipaje. En el carrusel para reclamar las maletas, los perros antidrogas pasaron cerca de nosotros. Aunque, por supuesto, nosotras no llevábamos nada ilegal, sentí pánico de que ladraran o nos olfatearan más de lo normal. Cuando caminábamos hacia la salida, le pregunté varias veces a Elisa si me veía bien, si estaba bonita, si creía que Santi nos estaría esperando a la salida. ¡Estaba tan nerviosa!
Al salir al corredor de llegadas, nos veíamos como la familia perfecta. El calor del mediodía era sofocante y yo miraba para todos los lados buscando a Santi.
De pronto, en medio de la muchedumbre que esperaba, lo vi. Estaba más flaco, mucho más flaco, pero igual de sonriente, elegante y masculino, como a mí me gustaba. Al vernos se quedó quieto y se le salieron las lágrimas. Me acerqué a él para que abrazara a Migue, para que lo besara y reconociera a su hijo. Después puse mis manos en su cintura y lo abracé con fuerza para no dejarlo ir.
—Llegamos, Santi, por fin estamos juntos –fue lo único que pude decirle. Manue se paró del coche y caminó con timidez hacia él. Santi la alzó entre sus brazos y, de nuevo llorando, la besó varias veces hasta que Manue se puso a llorar.
–Estás flaco –le dije.
—Y tú divina –contestó.
—¡Vámonos a Disney! –exclamó mi hermana con una alegría tan contagiosa que los dos sonreímos y aceptamos de inmediato.