Tiempo del sur. María Adelaida Escobar-Trujillo
a Canadá? No pasó nada. Ahora tampoco, no te preocupes que nada va a cambiar –le digo en español, pero yo sé que es una mentira. Ya nada será lo mismo y él también lo sabe. Hace dos años, cuando salimos de Indy, ellos nos aseguraron que Canadá sería nuestro hogar. Pero nunca más será así. Por lo que me han dicho solo a mí, para no asustar a Migue, nos están deportando “de manera amistosa”. Me explicaron mis papás que eso quiere decir que nosotros aceptamos irnos del país por voluntad propia. By the way, si somos deportados, ¿cómo puede ser de manera amistosa? Sometimes they believe I am stupid, but I am not. Lo único que sé es que hoy nos toca irnos de Canadá, y todavía no entiendo ni por qué nos vamos ni por qué no nos dieron el refugio. ¿Es que somos personas peligrosas o malas?
En grado doce hay un muchacho, Fernando, y todos los estudiantes latinos de mi salón dicen que su papá era guerrillero. Lucas, que también es hijo de papás colombianos, me dijo que el papá de Fernando secuestraba a gente inocente, como sus papás, y que por esos putos guerrilleros ellos tuvieron que salir de Colombia. Mis papás nunca han hecho nada malo. Well… just one thing. Mi mamá conducía sin licencia en Indianápolis. Pobrecita, ella no quería manejar, pero en Indianápolis no es como en Toronto, donde podemos tomar el metro o hay miles de buses, así vivamos en Mississauga. En los Estados Unidos teníamos que ir en carro a todas partes, y a ella le tocaba manejar porque mi papá trabajaba todo el día y no podía llevarnos. Cuando manejaba se ponía muy seria, nos gritaba y siempre que nos montábamos en el carro nos pedía que nos portáramos bien. Si veíamos una patrulla, empezaba a temblar y bajaba siempre la velocidad. Ni Migue ni yo entendíamos lo que pasaba, pero sabíamos que las cosas eran así. No debíamos preguntar, solo obedecer y portarnos bien.
Mi papá dice que nuestro error fue pedir refugio en Canadá. Sin embargo, mi mamá le contesta que fue ser ilegales en los Estados Unidos. Ese fue nuestro delito, y digo “nuestro” porque a Migue y a mí también nos consideraron ilegales. Lo que me da rabia y no entiendo es cómo la familia de Fernando puede vivir aquí, y ahora él y toda su familia son canadienses y nosotros no. Yo no tengo nada contra Fernando, pobrecito. Lucas sí se la tiene montada, como dice mi papá. Él no hizo nada. Nosotros tampoco. Fernando, como Migue y como yo, salió de Colombia muy pequeño y nunca ha regresado. ¿Qué culpa tiene él de que su papá fuera un guerrillero? ¿Qué culpa tengo yo o tiene Migue de ser ilegal?
Ya casi todos los pasajeros están en el avión, pero mis papás todavía están con los policías mientras nosotros seguimos aquí, sentados sin saber dónde están ni cuándo van a regresar. En este momento me encantaría tener una ventana y poder mirar mi futuro. ¿Será que algún día podré regresar? ¿Cómo será Colombia? ¿Me gustará Medellín? …, no quiero irme.
Sé que nací en Medellín, mi abuela dice que es un valle muy bonito rodeado de montañas con muchos árboles amarillos y rosados. Yo no me acuerdo. De Colombia solo recuerdo las flores, el columpio en la finca de la abuela, al abuelo en su silla, el uniforme de pequitas y a veces, cuando cierro los ojos, una sala de hospital. Nadie habla de mi accidente, ni mis papás ni la abuela, tampoco la tía Elisa. No quieren contarme lo que me pasó. De vez en cuando tengo pesadillas con esa sala de hospital. Cuando sueño con ella siento miedo, pánico, es una sensación más o menos parecida a la que siento ahora.
La señorita del counter se acerca y nos pregunta si necesitamos ir al baño antes de abordar. Ambos negamos con la cabeza. Migue y yo parecemos siameses hipnotizados que solo son capaces de mirar al mismo sitio: ese pasillo larguísimo por donde pasan miles y miles de personas y por donde no vemos regresar a nuestros papás.
Migue vuelve a tomar mi mano, pero esta vez está como tranquilo. Me dice: Oh God, thanks! Los oficiales vienen hacia nosotros, le dan los pasaportes a la señorita del counter, le dicen que todo está bien, que ya podemos pasar. Le recuerdan que cuando lleguemos a Bogotá, la jefa de azafatas debe llevarnos a la policía y solo en ese momento pueden entregarnos los pasaportes. Uno de ellos es joven, tiene unos ojos verdes hermosos. He is super cute. Su compañero es alto, de bigote y casi calvo, y es el que nos asegura que hemos hecho lo correcto. Los dos le dan la mano a papá y nos desean suerte. Todo suena tan amable, tan polite, que no parece que nos estuvieran deportando.
Las manos de mi mamá están frías como témpanos de hielo cuando me coge las mías. Mi papá parece tenerlo todo bajo control. Como un gesto de complicidad con mi hermano le da dos puños suaves en el brazo:
—¿Entonces qué, hombre? –le pregunta con el mismo tono de voz firme que tiene cuando está contento.
—Ok, Daddy, fine. Solo un poquito asustado. Just a little bit –le responde Migue siguiendo el juego.
La azafata revisa nuestro boarding pass y nos dice que podemos pasar. Quisiera decirle a Migue que es la última vez que estamos en Canadá. Presiento que es mejor que me quede callada. Tal vez también él lo quiera decir, pero los dos sabemos que muchas veces es mejor quedarnos callados, actuar como si fuéramos ciegos o bobos, sin dejarles ver lo que sentimos o pensamos.
Somos los últimos en entrar y el avión está retrasado veinte minutos. That’s it. Welcome to Air Canada, dice el anuncio en la pantalla.
—¿Has montado muchas veces en avión? –le pregunto a mi mamá. Pero está distraída y no me contesta. Para Migue y para mí esta será como la primera vez. Obvio, estábamos tan chiquitos que ninguno de los dos se acuerda de cuándo salimos de Colombia. Siempre hemos viajado en carro, recorrimos casi todos los Estados Unidos en nuestras vacaciones de verano y así también pasamos la frontera entre los Estados Unidos y Canadá. Me encanta viajar en carro, parar en los restaurantes, en Tim Hortons a tomar un frapuchino de vainilla con whipped cream; en Wendy’s siempre pedimos fries, y en Taco Bell mi mamá y yo compartimos los tacos de pollo. A mí me gusta que todas las ciudades norteamericanas son más o menos iguales: todas tienen los mismos almacenes, restaurantes, farmacias y áreas de descanso. Cuando voy a Walmart
Cuando era chiquita y me preguntaban en el colegio de dónde era, siempre contestaba que había nacido en Medellín, Colombia, pero que era de Indy. Siempre he sentido que soy de Indianápolis, de la ciudad de la Fórmula 1, del estado con los campos de maíz más hermosos de los Estados Unidos. Indianápolis es mi ciudad, donde aprendí a bailar y donde todos fuimos felices. Lo raro de todo es que es aquí, en Toronto, donde me gustaría ir a la universidad, donde quisiera casarme y tener hijos. Pero no importa, nada importa.
El avión ha despegado y me tiemblan las manos. Recuesto mi cabeza junto a la de mi mamá y cierro los ojos. Seis horas y estaremos en Bogotá. Un día regresaré a Canadá, a los Estados Unidos, lo juro. Pero nunca más volveré a ser una refugiada o una ilegal.
TITI
FEBRERO DEL 2013
—Elisa, estoy muy asustada.
—No te preocupés, Titi. Nada va a pasar.
—¿Y si los oficiales de inmigración se dan cuenta, Elisa?
—¿Cómo van a darse cuenta, Titi? Relajate y no le des más vueltas.
—No voy a ser capaz. Me siento como una criminal. Estoy segura de que me van a notar en la cara que estoy diciendo mentiras y después, ¿qué vamos a hacer?
—Aunque te vean nerviosa, boba, no tienen nada de qué dudar. Vamos a ir a Disney. Aquí tenemos la reserva del hotel, los tiquetes para los parques, los vuelos