Tiempo del sur. María Adelaida Escobar-Trujillo
peleas, y repite que odia que la trate como a una niña indefensa. Desde su regreso a Colombia, cada día me acusa de algo diferente. Yo la entiendo y la dejo que se desahogue.
Titi era una niña muy callada, delicada y, a diferencia de Elisa, le importaba mucho ser y estar bonita. Sin embargo, el accidente de Manue, los días en el hospital, en el pabellón de niños quemados, le cambió del todo esa prioridad.
Ni Ignacio ni Elisa, tampoco Santi, conocieron el temple de Titi en aquellas horas tan duras en el hospital. Manue lloraba y Titi, sin derramar una lágrima, curaba con tanta suavidad las quemaduras de su carita que era yo quien lloraba al ver el sufrimiento en el rostro de mi hija. Los primeros dos días no durmió ni un minuto; al tercero estaba tan agotada que logré finalmente que me dejara remplazarla por unas horas. Porfiada y tenaz, cuidó a Manu hasta que la dieron de alta. Nunca le escuché una queja, no la oí lamentarse y solo una vez la vi derrumbarse.
Dos meses después de salir del hospital, fuimos a hacer compras a un centro comercial. Todos los días, por más de seis meses, teníamos que ponerle una faja a la niña que le tapaba la cara y le estiraba la piel para que se curara la cicatriz. Caminando por uno de los corredores escuchamos el comentario de una mujer que pasó a nuestro lado:
“¿Sí viste, querida? Esa señora lleva a la niña con un bozal, como si fuera un perro. ¡Qué pesar!”. Titi se puso tan mal con el comentario que se sentó a llorar desconsolada. A Titi no le gusta hablar del accidente de Manue, no le gusta que nadie pregunte cómo pasó. Me imagino que quiere olvidarlo, como todos, pero nunca podrá hacerlo.
Como Ignacio, yo sabía que la forma en que Titi y Santi se habían ido a Estados Unidos no era ni la correcta ni la mejor. En mi corazón guardaba la esperanza de que esa entereza que había aprendido con la tragedia de Manu le ayudara a afrontar su nueva vida. Pensaba que tal vez, lejos de todos nosotros, sin compararse con su hermana, sin las sentencias de Ignacio y sin mi sobreprotección, lograría salir adelante.
De manera consciente o inconsciente, Ignacio y yo estimulamos la seguridad en sí misma de Elisa, mientras que nos acostumbramos a la fragilidad de Titi. Hoy pienso –claro que lo pienso– que fue nuestro error. No lo evitamos y dejamos crecer en ella esa sensación de inseguridad.
Cuánto tardamos muchos de nosotros en conocernos. Otros, por el contrario, parecen saber desde siempre lo que son y lo que quieren. Así es mi nieta, Manuela. Tal vez esa sala de hospital o los meses en los que no pudo salir a jugar hicieron que ella se volviera más fuerte y capaz de enfrentar las dificultades. Tal vez estar tan cerca de la muerte la ha llevado desde pequeña a saber que es diferente y buscar con fuerza lo que quiere.
Por el contrario, pasó mucho tiempo antes de que yo misma pudiera saber quién soy.
Soy Elena García, viuda de Ignacio Restrepo. Madre de Elisa y Cristina Restrepo y abuela de Manuela y Miguel Botero. Ama de casa, me gusta la música clásica, el piano en especial. Solitaria, pero no agria. Obstinada, según dicen mis hermanas, con una imaginación demasiado grande, según decía mi marido. Generosa, comprensiva y un poco boba, según Angélica –mi mano derecha y mejor amiga por más de cuarenta años–. Tierna, amorosa y un poco terca, según mi hija mayor. Irónica, según los últimos comentarios de mi hija menor. Una mujer a la que le da miedo expresar sus pensamientos y explorar, como sus hijas, sus deseos. Esta es el retrato que tengo de mí misma a mis setenta y un años.
Como dicen mis hermanas, siempre le tuve miedo a contradecir a Ignacio. ¿Cuántas veces sentí que se equivocaba y callé? ¿Cuántas veces reproché en murmullos o sueños sus sentencias?
Amé a Ignacio con devoción, más que con pasión. Me perdí en sus palabras, en sus razones, en su confianza férrea en sí mismo. Descuidada –ahora lo pienso–, fui permitiendo que su voz se convirtiera en la nuestra, y su pensamiento en el mío. Ya muy tarde, cuando dejé de oír su voz como un eco dentro de mi cabeza empecé a sentir el vacío, pero fui incapaz de abrir mi boca. Temía que me ridiculizara. Y hoy me arrepiento. Sí, aunque todo el mundo diga que uno no debe arrepentirse de nada, yo me arrepiento de haberme dejado llevar, de no haber expresado mis pensamientos y seguido mis deseos.
Me hubiera gustado ser una mujer como mi abuela Elisa, como mi hermana Clara, capaz de rebelarse y de creer en su propia opinión.
Las veces que Titi se acerca y me dice que está cansada y no puede pensar más porque si no, como dice el dicho, cogería pa’ el monte, le pido que siga, que no se dé por vencida. Tal vez es demasiado tarde para que vea que su mamá es una mujer diferente a la que dejó en esa misma casa donde, de nuevo, vivimos las dos.
Solo una o dos veces ha buscado que la contemple. Pero casi siempre pasa por mi cuarto y me mira sin verme, como si buscara las llaves, el libro, las gafas que se le han perdido. En esos momentos me quedo sentada en el sillón, en silencio dejo que haga de mí otro de los objetos de la casa. Allí estoy yo, en el sillón junto a la ventana, como el escritorio está justo al lado del baño, el cuadro de la abuela en la sala y el cucú en la pared de la entrada. Ninguno de estos objetos le pertenece, con ninguno de ellos siente una conexión, todos le recuerdan que esta es mi casa y no la suya. Inclusive yo misma, como cada uno de esos objetos, la distancio de la vida que quisiera tener.
—Es tu casa –le digo–. Es tu casa –le repito–. Me he aferrado a ella para que siempre encontraras un lugar dónde llegar.
En el fondo, ella tiene la razón: no es su casa, es la mía y debe seguir siéndolo. Cuando se fueron, pensé que en algún momento querrían regresar, pero cada vez que iba a visitarlos sentía que esa posibilidad se hacía más remota. Llámenlo como lo llamen, obstinación o intuición, algo dentro de mí hizo que me apegara a cada uno de estos rincones.
—No quiero irme –le dije primero a Ignacio cuando la casa se hizo ya grande para los dos–. No quiero irme –le aseguré a Elisa después de la muerte de Ignacio cuando la casa se hizo aún más grande y solitaria. Quería quedarme en mi casa, conservarla para mí y para las niñas. Y no me equivoqué.
Después de casi doce años de la partida de Titi, hoy mi casa es la suya. Su antigua habitación es hoy la de mi nieta. La biblioteca de Ignacio se ha convertido en el cuarto desordenado y lleno de juegos electrónicos de Migue. La habitación de Elisa, que tiempo atrás fue mi salón de costura, es ahora el cuarto renovado de Titi y de Santi. Mi cuarto sigue siendo mi cuarto. Lo poco que trajo todavía está empacado casi todo en cajas que se multiplican en medio de bicicletas, nuevos televisores, computadores, teléfonos, camisas, sacos, uniformes, ropa interior. Los libros de Ignacio, sus libretas y agendas están relegados ahora en cajas que permanecen debajo de las camas. Y si bien me siento viviendo en un lugar desorganizado que día a día se parece menos a mí, estoy feliz de pensar que la casa ha vuelto a tener vida. Una vida prestada, lo sé, pero también mía.
ELISA
SEPTIEMBRE DEL 2012
Tantas personas que miramos al caminar, en una fila, en un ascensor, personas que nos llaman la atención y luego se pierden para siempre en nuestra memoria. Con Lau fue diferente: aunque la primera vez que la vi fue solo por unos minutos, junto a la banda del equipaje en el aeropuerto José María Córdoba, dos o tres días después todavía me acordaba de ella.
En ese encuentro casual solo cruzamos dos o tres palabras. Yo estaba tan distraída pensando en Titi, en cómo estaría, en la cantidad de trabajo acumulado que me esperaba en la oficina, que sin darme cuenta la empujé al bajar una de mis maletas de la banda. Cuando me volteé para disculparme, me sorprendió la sonrisa de esa mujer pequeña, de ojos negros y pelo corto que me ayudó a descargar la maleta. Recuerdo que le di las gracias y volví a excusarme.
—Con gusto –me dijo con otra sonrisa, y unos minutos más tarde, después de recoger sus maletas, se despidió deseándome suerte, como si fuéramos amigas o al menos conocidas. La vi alejarse y abrazar a las personas que la esperaban. No dejó de sorprenderme cuando la vi levantar su mano para decirme adiós desde lejos. Con alegría, y de manera instintiva, yo también levanté mi mano y me despedí.
En las puertas de la aduana distinguí