Tiempo del sur. María Adelaida Escobar-Trujillo
contándonos lo que hacíamos, quiénes éramos. Me confesó que desde que me había visto en el aeropuerto se había sentido atraída por mí. Que se había hecho a mi lado junto a la banda para coger las maletas, pero nunca se imaginó que me volvería a ver. Mientras ella me contaba de su trabajo como publicista o de las fotos que estaba tomando para una exposición a finales de diciembre, yo la miraba escuchando cada palabra, pero quería tocarla, besarla, sentir su piel. Nunca antes había sentido una atracción tan grande por nadie. Nunca –antes de Lau– había querido tanto estar con alguien, compartir, conocer cada detalle, cada partícula de otro ser humano. En aquel momento quería abrazarla, pasar mi mano por su cuello, sentir su pelo, rozar con la punta de mis dedos sus senos, bajar con mis manos por su cintura. Decidí entonces levantarme, moverme de aquel salón pequeño de mi casa para no sentirme tan ansiosa. Le ofrecí un té y me fui por unos minutos a la cocina.
La casa estaba en silencio y solo se escuchaba el sonido del agua hirviendo. Yo miraba las montañas desde la ventana de la cocina y veía cómo había empezado a llover. Pensé en Titi, en la lluvia que tanto le gustaba. Imposible saber qué estaría haciendo en aquel momento, en esa vida de la que ya no tenía ningún referente. Pensé en Manue, en Migue, y respiré hondo deseando que los tres estuvieran bien.
Estaba tan concentrada pensando en ellos que no me había dado cuenta de que Lau había entrado a la cocina y estaba preparando el té en silencio. Cuando terminó, se paró detrás de mí y puso sus manos sobre mi cintura abrazándome. Nos quedamos así, sin movernos, mirando la lluvia y las montañas hasta que empezó a besarme el pelo, las orejas.
Nunca he sentido nada tan fuerte y profundo como lo que siento a su lado. Después de casi diez años de estar juntas, cada día la quiero más. Admiro su pasión, su capacidad de hacer muchas cosas bien al mismo tiempo, su forma de ver el mundo y capturarlo con su cámara. Me enamoran sus formas delicadas, su porte, la elegancia con que se mueve en todas las esferas, con seguridad y placidez. Me gusta que no le tiene miedo a nada y que lo intenta todo. Me encanta cómo piensa que ser lesbiana no es un problema, un castigo o una limitación, sino una oportunidad que no muchos tienen la suerte de vivir. Adoro su amor por la música, la relación tranquila que vivió con su mamá. Me desesperan un poco su desorden y, en algunos momentos, sus silencios. Si discutimos es porque ella es un poco snob o porque yo soy impaciente o bossy, como ella me dice. Pero desde que vivimos juntas, incluso desde antes, aunque discutimos muchas veces, solo hemos peleado en cuatro o cinco por cosas de verdad importantes: mi obsesión por querer resolverles la vida a mi mamá y a Titi, su deseo, desde hace un par de años, de volver a Nueva York y mis celos infundados por Katherine.
De hecho, en los primeros días que estuvimos juntas nunca le pregunté si estaba con alguien, ni siquiera lo pensé, para mí era obvio que no. Hasta que una tarde me habló de Katherine, de su estudio, y me aclaró que la exposición de diciembre la harían juntas. Lau no es una persona de mentiras o dobleces, pero a veces omite detalles que para mí son importantes. Katherine fue uno de ellos. Esa tarde y días después no podía dejar de pensar que tal vez la relación que estábamos comenzando era algo pasajero para ella, un encoñito de vacaciones. No era así, me repetía cuando me veía dudar o distanciarme. Katherine era –y todavía es– una persona fundamental en su vida, como lo es para mí Quintero. Su colega, su mejor amiga, me aseguraba, pero hacía mucho había dejado de amarla y mucho más de desearla.
Confieso que me costó un par de meses –bueno, en realidad dos o tres años–, salir del fantasma de Katherine, de las referencias de Lau a sus proyectos en común, a sus viajes, a sus amigos. Pero tenía claro que Lau había dejado su vida en Nueva York para arriesgarse a todo conmigo, inclusive a volverse una figura que va de boca en boca en nuestro círculo de conocidos de Medellín.
Volver a esta ciudad no debe ser fácil, mucho menos cuando se ha pasado tanto tiempo lejos y un poco desconectado de la realidad de Medellín. Lau insiste en que cada uno, a su manera, hace pequeños sacrificios para estar con quien quiere. El de ella fue dejar Nueva York, y no se arrepiente, y el mío fue por fin salir del clóset. Diez años son mucho y también son poco si lo comparo con las relaciones de las personas que me rodean. En mi concepto, es el tiempo suficiente para saber a ciencia cierta que mi vida tomó el rumbo que yo soñaba. Lau es el lugar donde quiero estar, mi familia, mi hogar. Me imagino envejeciendo a su lado y ahora no me importa si es aquí –en este Medellín del que nunca creí que pudiera irme– o en Madrid, Singapur o Nueva York. Esto es lo que me gusta de haber llegado a los cuarenta, alcanzar este tipo de certezas y poder vivir lo que es mío y me estaba esperando.
TITI
OCTUBRE DEL 2003
A las seis sonó la alarma por primera vez. A las seis y cinco volvió a sonar y Santi, ya medio despierto, me felicitó entre murmullos. Otro cumpleaños, pensé. Nos quedamos un par de minutos más entre las cobijas dándonos besos, haciéndonos cosquillas. A las seis y veinte, mientras Santi se bañaba, sonó el teléfono, era mi mamá. Me felicitó emocionada y prometió llamarme más tarde, cuando el papá regresara a almorzar. A las seis y cuarenta y cinco, cuando preparaba el desayuno de los niños y de Santi, entró otra llamada, era Elisa. Me dio mucha risa escuchar su canción desentonada. A las siete los niños salieron con Santi, Manue al colegio y Migue a la guardería. Cuando nos despedimos en la puerta, nos dimos un abrazo de oso los cuatro, Manue y Migue me dieron su regalo. Cerré la puerta, fui a la cocina y, después de limpiar un poco, me serví un café y me recosté en este sillón de la sala donde todavía estoy.
Hoy, 9 de octubre del 2003, cumplo treinta y cinco años. ¡Qué vejez! Han pasado más de dos años desde que llegamos a Indianápolis y en este tiempo todo ha cambiado en mi vida. Dejé de ser una profesora de preescolar para convertirme en una empleada doméstica de lujo. ¡Qué risa! O mejor, ¡qué tristeza! Ya ni siquiera sé.
Sí, limpio las casas de cinco familias ricas de Indiana. Ordeno las habitaciones, salas, cocinas y sótanos. Tiendo las camas, plancho pantalones y camisas, lavo los platos, los baños, aspiro los tapetes y sacudo el polvo acumulado de las bibliotecas, escritorios y mesas de noche. Riego las plantas de interior, apilo papeles, pongo en su lugar lápices, juegos de video, trofeos, muñecos, y también encuentro los objetos perdidos. En algunas de estas casas limpio ceniceros, mientras que en otras quito de los muebles pelos de perros y gatos. Organizo los libros y cuadernos de los niños. Sacudo el polvo de los marcos de los cuadros, las fotos familiares, los diplomas obtenidos, y pongo toda mi atención en los objetos queridos. Guardo los cepillos de dientes, el maquillaje, los perfumes y lociones de sus dueños. Pongo en la canasta de la ropa sucia la ropa interior o de deporte que dejan tirada en los baños, así como las toallas y las sábanas usadas durante la semana. Limpio los bombillos, las lámparas, los marcos de las puertas, las cerraduras y también los tomacorrientes. Quito las migas de las tostadoras, limpio los regueros de las neveras, saco la grasa del horno, pongo los vasos, platos y cubiertos en su lugar. Cuelgo las camisas y los pantalones después de plancharlos. Por colores, o según el gusto de cada cual, clasifico en pilas los sacos y camisetas dentro de los armarios. Limpio, con un trapo de cuero, los vidrios de las ventanas, y si tengo tiempo, lavo los basureros o brillo los objetos de plata. Todo eso, a lo negro, por veinticinco dólares la hora, sin permiso de trabajo, sin impuestos, sin prestaciones y sin importar la carga de trabajo.
Trabajo cuatro o cinco horas por día, pero a veces puedo permanecer hasta seis o, si he terminado antes, irme después de solo tres. Igual me pagan el trabajo extra, pero nunca me descuentan la hora o los minutos de menos, siempre y cuando el trabajo esté hecho. Aunque yo prefiero no correr y hacer mi trabajo bien. Todas las señoras donde trabajo son adoradas conmigo, en especial Ms. Claire, quien me trata como si fuera su hija. Lo malo es que cuando me hablan casi no les entiendo, y mis respuestas en inglés son unas frases casi infantiles que me avergüenzan, por lo que me limito a sonreír, aunque parezca boba.
¡Cómo ha cambiado mi vida! Nunca imaginé que pudiera terminar limpiando casas, pensando en los productos de limpieza o acostumbrándome a un trabajo físico tan desgastante. Pero me pagan bien, mucho mejor que