Tiempo del sur. María Adelaida Escobar-Trujillo

Tiempo del sur - María Adelaida Escobar-Trujillo


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que era diferente, que sentía deseos y sentimientos muy distintos a los que veía a su alrededor.

      Con Quintero todo ha sido siempre fácil y muy honesto. Estábamos en Homero Manzi escuchando tangos, cuando le conté que me gustaban las mujeres. En un momento, como si fuera lo más natural, le dije que estaba enamorada de Sofía Maya. Quintero me miró y me dijo:

      —Viejita, vos sí sos una pelota. Yo estaba seguro de que eras arepera desde que fuimos novios y me importa un culo. Lo importante es que seas feliz, pendeja. –Luego brindamos y se acabó el tema. Siempre le he contado todo y cuando siento que no puedo más con esto del mundo gay, es él quien me ayuda a relativizar.

      Con Mesa, por el contrario, fue medio patético. Cuando le conté que era lesbiana se quedó mudo y toda la noche trató de evitar el tema. Después intentó evadirme de todas las maneras posibles y dejó de ir a las fiestas o reuniones donde yo iba a estar. Lo sintió como una traición, como una afrenta personal. ¡Qué pesar! Al año se le pasó la rabia, y aunque dejamos de ser amigos, todavía nos vemos con frecuencia y charlamos como buenos colegas. Con él todo funciona bien mientras no le hable del asunto. Siempre me ha parecido que el tema del lesbianismo y la homosexualidad le da asco. Suena duro, pero así es, se le ve en la cara. Mesa es el mejor abogado que conozco, y yo quiero conservarlo, así como es, como un colega en el que siempre puedo confiar. Además, sería una ingenua si creyera y esperara que todo el mundo entienda toda esta vaina. Para mí, llegar a aceptar que no todo el mundo ve con buenos ojos mi sexualidad es un principio de realidad y no un gesto derrotista, como me alegan algunos de mis amigos gay. Pero lo que sí me saca la piedra y no acepto es que me discriminen o me traten mal porque me gustan las mujeres.

      En el momento en que conocí a Lau, yo no esperaba que mi mamá entendiera que me gustaban las mujeres ni que la tía Bea dejara de preguntarme por qué no me gustaban los hombres. Pero sí les pedía respeto. Cuando les conté a mis papás que estaba enamorada de una mujer, mi papá acogió a Lau con un cariño especial y nunca desaprobó lo que yo sentía. Ahora, con los años, creo que siempre lo intuyó y solo esperó a que fuera yo misma quien me diera cuenta y fuera capaz de decírselo. Con mi mamá, en cambio, fue todo un viacrucis, como diría ella; por años me tocó intentar explicarle que ni había nada malo en mis genes ni era la consecuencia de la educación que me habían dado. Tampoco de su exceso de ternura o de la figura autoritaria de mi papá. Y que mucho menos se debía a un episodio traumático con los hombres o con mi papá, como quieren hacerlo ver algunas personas.

      En aquel primer momento, para mí lo importante era hacerle entender a mi mamá que ser lesbiana no era una elección y mucho menos una enfermedad.

      —Yo no me hice homosexual –le explicaba una y otra vez–. Solo he decidido vivir abiertamente lo que siempre sentí. Eso es diferente.

      No puedo negar que ser homosexual, lesbiana, es difícil, más cuando se vive en un entorno hostil o en una sociedad dada a la moralina como la nuestra, pero eso de creer que sea un defecto o una cruz es una verdadera estupidez. Yo me niego a verme como una enferma o una víctima. Tal vez “diferente”, “desviada del camino tradicional”, pero no por un error de la naturaleza o por falta de moral. Al contrario, lo asumo para ser honesta conmigo y con la gente que quiero. Eso era lo que trataba de hacerle entender a mi mamá cuando me sentaba horas y horas en el jardín de la casa a explicarle mi vida:

      —No fuiste tú, mami, no seas bobita. No es tu error ni tampoco de mi papá –le insistía queriendo aliviarle la culpa religiosa, católica, que yo sabía que la atormentaba–. No es de culpas. Es la vida. A ti te gustan los hombres, a mí las mujeres. No es una aberración ni una enfermedad.

      Mi tía Clara me contó que cuando Lau y yo nos fuimos a vivir juntas, a mi mamá le dio durísimo. Yo no sabía que se estaba sintiendo tan mal, me dolía verla contrariada, pero a la vez me asombraba –todavía hoy me asombra– su amor incondicional. Nunca, desde que le conté que estaba enamorada de Lau, he sentido que mi mamá haya dejado de quererme o haya tratado de manera despectiva a Lau. Dudaba de sí misma, de la educación que me dio. Se reprochaba no haberme prohibido algunas amistades o no haberse mostrado más firme en sus opiniones frente a mi papá. Tal vez es verdad que el tiempo y la costumbre todo lo cambian, hasta el espíritu católico de nuestras madres, me repetía Lau cada vez que me veía decaída pensando en cómo ayudarle a mi mamá.

      Cuando nos conocimos en esa primera comida donde María, al final, cuando todos se estaban yendo, ella nos rogó a Lau y a mí que nos quedáramos y nos tomáramos otro café. Mientras María preparaba el café en la cocina, le dije a Lau que me encantaría volverla a ver y, sin pensarlo dos veces, le dije que me encantaba su sonrisa. Yo no sabía si a Lau le gustaban las mujeres o si tenía una pareja –de eso no se habló durante la noche–; lo único que sabía era que a ella se le notaba que estaba interesada en mí. De todas maneras, su curiosidad y el hecho de que me hubiera reconocido no eran evidencias suficientes para presuponer que se sintiera atraída por mí como yo lo estaba por ella. En un primer momento, me sentí un poco apenada por mis palabras, pero cuando ella me “mató el ojo”, la pena se me quitó y me sentí feliz.

      Estoy segura de que María presentía que entre nosotras podría haber algo y quería darnos tiempo para estar solas. Hoy, casi diez años después, recuerdo cada movimiento, cada palabra de ese primer encuentro. Desde el salón, Lau le preguntó a María si podía poner una canción. Luego se sentó en el sofá de la biblioteca y, extendiendo su mano, me invitó a sentarme a su lado.

      —¿Te gusta Cerati? –me preguntó mientras empezaba a sonar “Bocanada”.

      —Sé que es el cantante de Soda Stereo, pero nunca lo he escuchado, por lo general escucho tangos –le contesté.

      —Te lo presento –me dijo regalándome otra de sus sonrisas.

      Yo cogí el cuadernillo con las letras de las canciones, me senté en el extremo izquierdo del sofá y seguí mirando las fotografías del cd. Lau se quitó los zapatos, subió las piernas al sofá y las dobló poniendo la derecha sobre la izquierda bajo sus caderas. Su pie derecho rozaba mi pierna, y mi corazón palpitaba rapidísimo. Sus manos eran pequeñas, sus uñas parecían las de la madre Inés en el colegio: impecables, sin pintauñas y bien cortadas. Detallé sus dedos, el lunar que tenía en la muñeca, y sentí, como una ola que iba y venía, el olor de su perfume.

      La siguiente canción que sonó fue “Puente” –hoy me sé el cd palabra por palabra, sonido a sonido, y cada vez que lo ponemos, o lo pongo a solas, recuerdo con toda claridad lo que sentí en aquel momento–. Las dos permanecíamos en silencio dejando que la música llenara todo el espacio. Sus manos rozaron la mías y tomaron de ellas el cuadernillo. Sentí por un instante la delicadeza de su piel. De repente, la voz de Cerati se hizo una con la de Lau y los escuché decir al unísono: “Gracias por venir. Adorable puente. Cruza el amor, cruza el amor por el puente, usa el amor, usa el amor como un puente”. En aquel instante fui yo quien dio las gracias porque ella estuviera allí, justo a mi lado, abriéndome la puerta de algo nuevo y fuerte que estaba esperando hacía mucho tiempo.

      —¿Cuándo? –me preguntó. Yo me quedé desconcertada sin saber de qué hablaba. Al ver mi cara, me dijo:

      —¿Nos vemos el domingo?

      —El domingo, sí. Claro que sí –contesté.

      María entró en ese momento con el café, y mientras conversábamos las tres, no dejaba de pensar que volvería a ver a Lau.

      Lau entró en mi vida convirtiéndome en un mar con solo imaginarla, desde el primer momento quise acariciarla, saber cada detalle de su vida, de su historia. Lau cambio cien por ciento mi rutina, el tiempo se convirtió para mí en momentos con y sin ella.

      Durante los primeros meses de nuestra relación, cuando Lau todavía estaba en Medellín, pasamos largas horas en su casa junto a doña Leo. Jugábamos con ella a las cartas, veíamos películas que alquilábamos en el Colombo o conversábamos las tres hasta que doña Leo se cansaba y le pedía a Lau que la ayudara a ir a su cuarto. Los fines de semana, por el contrario, los pasábamos en mi casa, o salíamos a pasear por Las Palmas o Santa Elena, o caminábamos juntas por el centro


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