Derecho Penal. Enrique Cury Urzúa

Derecho Penal - Enrique Cury Urzúa


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aún dentro de esta frontera estrecha hay que efectuar restricciones. En primer lugar, no se ha de cautelar con medidas de reacción penal valores puramente éticos, cuya infracción “carece de víctima” individual o colectiva.78 Asimismo, se debe excluir de tal protección a los que por su naturaleza no la admiten porque su vigencia está condicionada a que se los acate voluntaria y no coactivamente. Por último, incluso aquellos valores que reúnen todos los requisitos señalados solo pueden tutelarse mediante reacciones penales cuando se encuentra demostrado que no es posible defenderlos satisfactoriamente acudiendo a recursos menos drásticos (naturaleza subsidiaria del Derecho penal)79 y si, además, existe evidencia fiable de que el instrumento punitivo aumentará el respeto por su vigencia en una medida razonable.

      Por desgracia, en la práctica el legislador suele olvidar estos criterios de política criminal. Con frecuencia se intenta tutelar penalmente valores con escasa significación social, tipificando “delitos de bagatela”, como ocurre a lo largo de todo el Libro III del C.P. (faltas), y también en muchas otras disposiciones, de las que puede citarse los arts. 404 y 405 del C.P., por solo mencionar algunos. Constituye un caso de delito sin víctima, destinado a proteger solo valores éticos cuya infracción no repercute socialmente, el incesto consentido entre adultos, que cae dentro de la previsión del art. 375, nueva redacción. Hoy, por fortuna, se han derogado figuras como las del adulterio y mancebía, contempladas antes en los antiguos arts. 375 y sigts. del C.P., las cuales constituían preceptos con los que se trataba de tutelar penalmente un valor cuya vigencia depende de que se lo acate voluntariamente, con la consecuencia indeseable de que la acción penal (privada) se había convertido en un instrumento mediante el cual maridos inescrupulosos extorsionaban a cónyuges o amantes adinerados. Cuando se incriminó la realización de operaciones de cambio que infringían los acuerdos del Banco Central de Chile, en lugar de obtenerse un mayor acatamiento de los ciudadanos a las regulaciones cambiarias se fomentó el mercado negro de divisas, transformando a casi todos los habitantes del país en delincuentes, y a una gran parte de ellos en alegres y confiados recidivistas. Lo sucedido fue que los valores protegidos por ese tipo delictual no eran familiares para el hombre común, el cual, a causa de eso, no los internalizó ni tampoco entendió las razones por las que se castigaba conductas en las que no percibía infracción debido a la complicación técnica del asunto.80 Finalmente, la difusión de material pornográfico (contrario a las buenas costumbres) del art. 374 del C.P. es una norma simbólica, sin aplicación práctica, porque el instrumento penal parece ser ineficiente para defender el valor comprometido, no obstante que en este caso la conducta crea un riesgo social efectivo.

      Siempre que se ignoran los criterios mencionados la amenaza penal fracasa y, lo que es peor, tiende a desvalorizar todo el ordenamiento criminal, pues una norma que no se cumple desalienta a los que la respetan y estimula con la esperanza de la impunidad a los que experimentan la tentación de desafiarla. La eficacia del Derecho penal está condicionada por la certeza de que sus medidas de reacción operan realmente cuando sus prohibiciones o mandatos son infringidos,81 y esta seguridad es inversamente proporcional a la frondosidad de las incriminaciones.

      Por supuesto, es imposible evitar errores, pues en los límites las valoraciones son difíciles de realizar. Sin embargo, cuando las incriminaciones desafortunadas son consecuencia de una equivocación o de la confusión provocada por circunstancias coyunturales, sus efectos indeseables pueden repararse. Pero si el Estado echa mano deliberadamente de los recursos penales para superar dificultades ocasionadas por los defectos de la organización imperante o para imponer arbitrariamente la voluntad de los que gobiernan, la situación se vuelve insostenible, pues tan pronto como el Derecho penal deja de garantizar la seguridad y el orden, entra en escena la autodefensa de los ciudadanos e incluso la lucha de todos contra todos, según ha enseñado repetidas veces la más reciente experiencia histórica.82

      A causa de los peligros generados por la reacción penal, en las últimas décadas se desarrolló una concepción que propicia su abolición.83 La idea es atractiva y coincide con los requerimientos de la doctrina para que se despenalice a un buen número de hechos punibles. Pero el propio HULSMAN –que es quien la ha formulado y defendido con más entusiasmo– conviene en que la desaparición del Derecho penal y sus sanciones no suprimiría los conflictos sociales contra los cuales este reacciona.84 Él cree que el sistema civil y algunas fórmulas de control social desformalizadas bastarían para solucionarlos.85 Pero esto, si bien puede funcionar con la “delincuencia blanda” y hasta con algunas manifestaciones de la “dura”, sería insuficiente para afrontar las infracciones más severas. Nadie sabe cómo se las arreglaría la sociedad con esos atentados si se suprimen las formalidades rígidas impuestas por el sistema penal. HULSMAN sostiene que debe dotarse a la policía, “en el marco del mantenimiento de la paz pública”, de mayores facultades preventivas, instaurando al mismo tiempo “un serio control judicial del poder de coacción” que así se le confiaría.86 Pero esto es más fácil de decir que de poner en práctica. ¿Cuánta capacidad de control es capaz de ejercitar la judicatura ante quienes detentan la fuerza –sobre todo, en países menos desarrollados– si además los que abusan ya ni siquiera se sienten obrando en forma ilegítima? ¿No florecerían en tales circunstancias modalidades encubiertas de venganza privada? Con toda razón se ha dicho que “quien pretende abolir el Derecho penal, lo único que quiere es ahuyentar al diablo con Belcebú” porque “en todo caso lo que en el sistema de control social viniera a ocupar el sitio del Derecho penal sería quizás algo peor que el Derecho penal mismo”.87

      El abolicionismo se encuentra correctamente orientado y sus intenciones está fuera de toda duda, pero sus proposiciones son exageradas. Hay que abogar por la despenalización de numerosas conductas cuya punibilidad no está justificada. Al mismo tiempo, sin embargo, es necesario convenir en que no puede prescindirse de la pena para combatir hechos que lesionan la convivencia de manera grave e, incluso, en que las complejidades de la vida moderna han creado nuevas posibilidades de atentar contra ella de modo insoportable, a causa de lo cual es indispensable, a menudo, consagrar delitos nuevos. Pero, si se actuara con prudencia, no hay duda de que en el futuro el catálogo de hechos punibles debiera experimentar una reducción que, en todo caso, de ninguna manera conducirá a su supresión.

      c) Respecto a la forma en que actúa el Derecho penal para cumplir su cometido, a mediados del siglo XX se produjo una polémica exagerada, provocada por disensiones teóricas que no guardaban relación con la magnitud de los resultados prácticos. En la primera edición de este libro todavía la describí como un antagonismo casi irreducible, aunque anticipé que podía resolverse “en un cierto compromiso”.88 En los años siguientes pensé que la discusión había formado parte de una evolución normal que ahora podía considerarse superada.89 Esta esperanza se ha visto parcialmente confirmada en el derecho comparado más prestigioso, pero la discusión sigue vigente en el nacional y en algunos casos conserva virulencia, porque compromete convicciones filosóficas y políticas difíciles de superar. La exposición siguiente, si bien persevera en una aspiración al compromiso, se hace cargo de la situación y, en algunos aspectos, toma postura frente a las cuestiones más controvertidas, hasta donde ello es posible en una obra general como la presente.

      aa) La concepción tradicional, que imperó durante la segunda mitad del siglo XIX, puso mucho énfasis en que la misión del Derecho penal consiste en evitar que se produzcan ciertos resultados. La esencia del delito, es decir, su carácter injusto, radicaba en que lesionaba un bien jurídico o lo ponía en peligro (desvalor de resultado). Con esto se obtenía un concepto de ilícito que se fundaba por entero en un acontecimiento objetivo, en el sentido de “externo” o “perceptible por los sentidos”, asegurando la prueba cierta de sus componentes y garantizando al imputado contra apreciaciones arbitrarias del juzgador sobre su actitud interna. Al mismo tiempo se satisfacían las tendencias naturalistas en boga, que aspiraron a dotar al derecho de un sustrato material, susceptible de verificación experimental, y se puso el centro de gravitación del injusto típico en la existencia de una relación de causalidad física entre el comportamiento del autor y el resultado.90 “Este aspecto objetivo del hecho comprendido en el tipo, se completaba con el aspecto subjetivo caracterizado como ‘culpabilidad’, que consistía en la relación psíquica del autor con su hecho y aparecía en las dos formas de culpabilidad, dolo e imprudencia”.91

      La crítica principal que se ha dirigido


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