Derecho Penal. Enrique Cury Urzúa
puniendi –por ejemplo, amenazando con penas excesivas hechos insignificantes– sus límites se le imponen provocando el fracaso práctico de la norma. Por esta causa, precisamente, casi todos los ordenamientos jurídicos cuentan con un grupo de figuras delictivas vigentes pero muertas. En el nuestro, por desgracia, las situaciones de esta índole son numerosas.41 Por esto, decir que un límite no puede, lógicamente, ser inmanente, significa poco. Cuando se trata de analizar el juego de acciones y reacciones ético–sociales, la coherencia lógica suele ser superada por la realidad, que impone soluciones valorativas cuya capacidad limitativa es superior incluso a la de la coactividad trascendente.
Pero, además, no es exacto que el poder punitivo del Estado solo esté sometido a limitantes inmanentes. La sumisión y disolución de la dignidad del hombre, de su naturaleza y su responsabilidad, en obsequio al dogma del Estado omnipotente, solo puede defenderse si se aspira al entronizamiento de un totalitarismo cualquiera o, cuando menos, arriesgándose conscientemente al triunfo de esa alternativa. Estas convicciones no corresponden al estado cultural y a los sentimientos que imperan actualmente en el pueblo, el cual, con razón, los resiste, defendiendo con energía –y desde afuera– las fronteras del poder punitivo del Estado. Por esto cuando se dice, por ejemplo, “que al ius puniendi le han sido trazados unos límites por la dignidad humana y por una firme relación entre culpa y castigo”,42 se ha de agregar también lo que demuestra la experiencia existencial: que esos límites son custodiados por el grupo social y que su trasgresión suele ser sancionada –más allá de cualquier “concesión” constitucional o legal– por actos de fuerza –esto es, de manera trascendente– mediante los cuales el pueblo reasume la detentación de la soberanía.
Por último, nuestro tiempo se caracteriza por los esfuerzos que se realizan con el objeto de perfeccionar instrumentos de Derecho internacional destinados a limitar objetivamente la potestad punitiva del Estado.43 Por supuesto, la coactividad y el contenido normativo de esos documentos todavía son imperfectos. Más que trazar los contornos del ius puniendi, se contentan con establecer la punibilidad de conductas determinadas mediante las cuales se lo desborda.44 Pero es preciso destacar que, desde la última edición de esta obra, se han realizado progresos significativos.
En primer lugar, hay que mencionar el art. 5º de la Constitución Política de la República, con arreglo a cuyo inc. segundo “el ejercicio de la soberanía reconoce como limitaciones el respeto a los derechos esenciales que emanan de la naturaleza humana” y “es deber de los órganos del Estado respetar y promover tales derechos, garantizados por esta Constitución, así como por los tratados internacionales ratificados por Chile y que se encuentren vigentes”. Basándose en esta disposición, la jurisprudencia dictó ya algunos fallos que implican el reconocimiento de un ius puniendi supraestatal.
Asimismo, nuestro país concurrió a suscribir, el 17 de julio de 1998, el Tratado de Roma, instrumento internacional multilateral, en el cual se consagran el “delito de genocidio”, los “delitos en contra de la humanidad” y los “crímenes de guerra”, todos los cuales tienen carácter internacional y, además, se crea una Corte Penal Internacional (CPI), con sede en La Haya, que tiene competencia complementaria para conocer y sancionar esos hechos punibles, cuando no se los haya enjuiciado y castigado adecuadamente por el Estado en cuyo territorio fueron cometidos. Sin embargo, aunque La Cámara de Diputados aprobó la ratificación del tratado, el Tribunal Constitucional, requerido por un grupo de diputados, declaró que la ley respectiva era inconstitucional porque implicaba una cesión de soberanía no permitida por la Carta Fundamental. La decisión significó la imposibilidad de efectuar la ratificación constitucionalmente necesaria para que el Tratado de Roma entrara en vigencia en nuestro país, lo cual, según el fallo, solo era viable si se procedía a una reforma de la Constitución, que requería “el voto conforme de las tres quintas partes de los diputados y senadores en ejercicio” (art. 127 inc. segundo de la C.P.R.). Un quorum tan elevado suponía alcanzar un acuerdo multipartidario sobre la materia, el que fue condicionado por las agrupaciones políticas de oposición a que se asegurara la subsidiariedad de la intervención de la Corte Penal Internacional, lo cual requería, como primer paso, que la legislación interna tipificara los diferentes delitos contemplados en el Tratado de Roma. Las gestiones tendientes a ese efecto se dilataron por espacio de una década. Finalmente, a mediados del año 2008 se me confió por el Gobierno la tarea de coordinar los trabajos destinados a formular un proyecto de ley que contuviera los tipos de delitos internacionales. El texto correspondiente fue preparado y discutido por una comisión integrada con representantes de los ministerios de Relaciones Exteriores, Justicia y Secretaría General de la Presidencia, en la que más tarde participaron también especialistas designados por los partidos de oposición. Ese texto dio origen a la Ley 20.357, de 18 de julio de 2009. Sobre la base del acuerdo alcanzado, ya el 30 de mayo de 2009 se había dictado la Ley 20.352, que incorporó a la C.P.R. la disposición vigésimo cuarta transitoria autorizando al Estado de Chile a reconocer la jurisdicción de la Corte Penal Internacional. Finalmente, el 6 de julio de 2009 el Tratado de Roma fue ratificado por nuestro país. De esta manera, Chile reconoce actualmente una instancia supranacional destinada a cautelar y sancionar los excesos a que pudiera dar origen el ejercicio del ius puniendi, lo que implica un reconocimiento expreso de que este tiene límites trascendentes y que es posible hacerlos efectivos jurídicamente.
De todo lo expuesto se deduce que, si el Derecho penal está llamado a crear unas condiciones de convivencia mínimas para que los ciudadanos puedan desarrollar en su seno las mejores posibilidades de su personalidad, es indispensable reconocer la existencia de un auténtico derecho a castigar que, como tal, no solo confiere facultades, sino que impone obligaciones y establece límites. Únicamente así se puede realizar la idea de que “el Derecho penal no solo restringe la libertad, sino que también la crea”.45
En la definición del Derecho penal se alude a la existencia del ius puniendi cuando se confía a las normas punitivas la misión de regular “la potestad punitiva del Estado”. En consecuencia, el Derecho penal, como aquí se lo concibe, presupone un Estado de Derecho democráticamente organizado. Las sanciones que no son establecidas por este, que no respetan su idea o que trasgreden los límites que ella les impone, tienden a convertirse en terrorismo estatal, aunque aparezcan ataviadas con el ropaje de leyes formales.
d) Tanto las penas como las medidas de seguridad y corrección tienen por objeto “asegurar el respeto por los valores elementales sobre los que descansa la convivencia pacífica”.46 Este punto de vista es controvertido. No todos están de acuerdo en formular así el objetivo del Derecho penal, y ni siquiera quienes lo están coinciden en el significado que le atribuyen. Por esta razón debe examinarse el asunto en un apartado especial.47 Allí también se discutirán los motivos por los cuales esta característica se incluyó en la definición.
II. DENOMINACIÓN
En la literatura chilena esta rama del ordenamiento jurídico se ha denominado siempre Derecho penal.48 49 Pero esto se debe a que ella no se ha desarrollado sino a partir del siglo pasado, pues en el derecho comparado ese nombre es relativamente nuevo. Los alemanes lo atribuyen a un discípulo del filósofo CRISTIAN WOLF, el consejero de guerra REGNERIUS ENGELHARD,50 quien lo habría empleado por primera vez en 1756.51 De todas maneras, hoy disfruta de aceptación general y ha desplazado al nombre derecho criminal que se prefirió por largo tiempo,52 aunque en Francia y los países anglosajones se continúan usando hasta ahora, indiferentemente, las denominaciones (Droit pénal y Droit criminel, penal Law y criminal Law). Otro tanto ocurre en los países del Este de Europa.53
A pesar de su carácter nominal, la cuestión relativa a la corrección de estas expresiones suele discutirse con algún detalle.54 Para algunos el rótulo “Derecho penal” tiene el inconveniente de acentuar solo una de las posibles formas con que la ley reacciona en su “lucha contra la criminalidad”.55 Por eso MEZGER piensa que “hay… más de un motivo para volver al antiguo nombre de derecho criminal”,56 y SCHMIDTHÄUSER que, si se lo quiere denominar aludiendo a sus efectos, sería preferible hablar de un “derecho de las consecuencias jurídico–penales” (Rech der strafgesetzliche Rectsfolgen) al paso que, si se pretende subrayar la índole de los presupuestos necesarios para la imposición de tales consecuencias, debería emplearse la antigua fórmula “Derecho criminal”.57
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