Derecho Penal. Enrique Cury Urzúa

Derecho Penal - Enrique Cury Urzúa


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de seguridad y resocialización se imponen al autor de hechos que, en rigor, no constituyen un “crimen” (delito). Es de esta clase, por ejemplo, la “internación en un establecimiento psiquiátrico” que se contempla en el art. 457 del C.P.P. para el imputado inimputable a causa de enajenación mental, y otro tanto ocurre con la medida de “custodia y tratamiento” prevista en la misma disposición; en ambos casos, en efecto, la medida alcanza a un inculpable cuyo hecho, por consiguiente, no constituye un “crimen” (delito). Por eso, hablar de un “Derecho criminal” resulta tan inadecuando como denominarlo “Derecho penal” salvo, por supuesto, para aquellos que prescinden de la culpabilidad como elemento integrante del hecho punible.58

      La denominación propuesta por SCHMIDTHÄUSER es comprensiva, pero tan complicada que difícilmente podría adoptársela en el uso ordinario. Además, también en ella subsiste, aunque atenuada por un rodeo, la referencia a la pena. Entre decir que un Derecho es penal y hablar de un derecho de las consecuencias jurídico–penales, solo existe un abultamiento del leguaje.

      Al parecer, por consiguiente, nada aconseja abandonar por ahora la denominación habitual. A fin de cuentas, también en el Derecho penal vigente la pena es el recurso de reacción predominante del ordenamiento punitivo,59 aún prescindiendo de la desconfianza con que la doctrina más reciente contempla a su otro instrumento, esto es, la medida de seguridad y corrección.60 Pero quizás lo más importante es que la expresión “Derecho penal alude a la ley, por cuyo solo mandato, con derogación de derecho consuetudinario, omnipotencia judicial y arbitrio del gobierno, se convertirá una determinada conducta desvalorada en delito punible, sometido al poder punitivo del Estado”. En el “cambio terminológico de derecho criminal a derecho penal se agita el principio rector que ha dominado al Derecho penal” desde el siglo XIX “el principio nulla poena sine lege en sus tres manifestaciones esenciales e imprescindibles para el Derecho penal”.61

      Por el contrario, generalmente se cuestiona la expresión “Derecho penal de los jóvenes”, “Derecho penal de menores” o “Derecho penal de los adolescentes”, con la que suele designarse al conjunto de normas que regulan las medidas de reacción aplicables a una parte, por lo menos, de los adolescentes que delinquen.62 Esta solo se considera aceptable si se tiene en cuenta debidamente que ese Derecho penal es un recurso de ultima ratio en el contexto de un Derecho protector de los jóvenes mucho más extenso, para el que se encuentran en primer lugar las medidas de protección, formación, educación y disciplina.63 Más adelante nos referiremos, aunque solo sea sucintamente, a lo que ha significado a este respecto en Chile la entrada en vigencia de la Ley 20.084, de 7 de diciembre de 2005, sobre “responsabilidad de los adolescentes por infracciones a la ley penal”.64

      Los problemas relativos a la función que compete al Derecho penal y a la forma en que la cumple han experimentado en las últimas décadas una evolución de la cual es indispensable hacerse cargo. Con todo, me parece que existen ciertos aspectos en los cuales hay un acuerdo y que pueden destacarse desde luego.

      a) Por de pronto, existe un acuerdo amplio sobre el objeto último que se persigue.

      En toda sociedad se ejecutan hechos que atentan en contra de ciertos valores elementales sobre cuya vigencia descansa la posibilidad de convivencia: es decir, se trata de valores tan básicos que su quebrantamiento pone en peligro la posibilidad misma de una agrupación social, pues implica una pérdida del respeto recíproco mínimo y, por consiguiente, de las condiciones para que la vida en común sea tolerable e, incluso, realizable.65 La finalidad de Derecho penal, en consecuencia, no puede ser sino evitar, hasta donde sea posible, la proliferación de tales actos, con el objeto de asegurar la practicabilidad y, con ello, la continuidad de la vida humana, que sin coexistencia estaría condenada a extinguirse. 66

      La mayoría de los penalistas también convenimos en que la naturaleza de los valores dignos de protección es cambiante, así como lo es la forma que adopta la estructura de una sociedad a lo largo del tiempo o, incluso, la de dos sociedades contemporáneas.67 Coincidimos, asimismo, en que la pretensión de erradicar totalmente las conductas que los infringen es utópica, pues una comunidad sin delito es tan inimaginable como una vida sin dolor, angustia o enfermedad68 y, probablemente, ni siquiera sea deseable.69 A lo que se aspira, por lo tanto, es a mantener un estado de cosas tolerable, una situación de paz en la cual los individuos pertenecientes al grupo puedan desarrollar, tanto como sea posible, las capacidades de que están dotados,70 en que la dignidad del ser humano sea reconocida y en la cual la convivencia no se transforme en un campo de batalla donde “el hombre sea un lobo para el hombre”.

      Así, las cuestiones debatidas se reducen finalmente a dos. La primera se refiere a si el Estado tiene derecho a emplear reacciones suplementarias tan gravosas como la pena y las medidas de seguridad y resocialización para obtener los objetivos, esto es, si el ius puniendi, además de existir como tal y encontrarse limitado,71 está, además, justificado. La segunda, –que presupone una respuesta afirmativa de la anterior–, a la forma concreta en que debe operar y de hecho opera el Derecho penal para alcanzarlos.

      b) Por lo que se refiere al derecho del Estado a reprimir y castigar conductas dañinas de los valores básicos, la discusión es más bien teórica. Ninguna sociedad puede subsistir sin echar mano de esos recursos “límite”.72 Por supuesto, en la mayoría de los casos basta con acudir a la sanción civil, que se contenta con restablecer la situación correcta mediante su sistema de restitución, pago, nulidad e indemnización coactivamente ejecutables. Pero en las hipótesis más graves estas soluciones son insuficientes pues, como atacan aquello sobre lo que reposan las bases de la organización social, su reiteración constante conduciría a un estado de cosas caótico, en que el ordenamiento jurídico carecería ya de eficacia para imponerse a los transgresores y obtener el reajuste. Siendo así, no hay otra forma práctica para limitar la proliferación de esas infracciones que amenazarlas con una reacción más enérgica –y, por caracterizarla de algún modo, “supernumeraria”– o, cuando menos, con la adopción de medidas encaminadas a suprimir en el caso concreto la posibilidad de nuevos atentados.

      Este modo de proceder, sin embargo, implica costos y peligros que es preciso tener en consideración.

      Desde luego, el costo económico de las penas y medidas de seguridad y resocialización es grande, ya que cuando importan una privación de libertad no solo comprende la manutención del recluso sino, además, los gastos del proceso penal, el “lucro cesante” social irrogado por la sustracción total o parcial del sujeto a sus actividades normales, la pauperización del grupo familiar y las obligaciones de asistencia social que ello genera –¡o debería generar!–, el valor del tratamiento cuando es necesario –¡y está disponible!–, etc.73 Pero, además, respecto de toda pena existen costos de otra índole, constituidos por el desajuste que provoca en la sociedad la severidad de una reacción capaz de alterar, incluso, sus valoraciones. En este sentido, un poder punitivo mal administrado puede ser hasta más devastador que la suma de todos los delitos a cuya ejecución trata de oponerse.

      Por otra parte, toda pena o medida de seguridad y resocialización significa quebrantar la libertad del afectado. Naturalmente, puede discutirse la existencia de dicha libertad y hasta convenir en que nadie ha presentado pruebas concluyentes de ella.74 Pero la sola sospecha de que el hombre podría ser libre nos obliga a obrar con cautela cuando se trata de actuar en cualquier forma que involucra lesionar ese atributo, incluso concebido como mera posibilidad. Por supuesto, es más cómodo y aparentemente más eficaz comportarse como si los individuos fueran objetos determinados a los que se puede manipular con arreglo a las necesidades del grupo social, pero para un sistema así el costo del error es enorme: pues si, contra lo presupuestado, el ser humano es libre, se habrá hecho al “delincuente” víctima de la mayor indignidad y del sufrimiento complementario que comporta el sentirse tratado injustamente.75

      Por consiguiente, la selección de los valores a que se otorgará tutela penal debe ser rigurosa. Desde luego, solo deben protegerse de esta manera los de “umbral más bajo”,76 es decir, los que en atención al reconocimiento generalizado de su importancia para la convivencia suelen ser acatados hasta por los integrantes menos respetuosos de la comunidad. Entre estos se encuentran, en la cultura a que pertenecemos, aquellos que se confunden con


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