Des/venturas de la frontera. Menara Guizardi
fueron masivamente empleadas como trabajadoras domésticas en los barrios santiaguinos de clase media y alta–. Así, estos trabajos presentaban a las peruanas como el nuevo “otro etnificado” de las élites.
Estos usos semánticos terminaban invisibilizando la presencia de mujeres de otras nacionalidades, y también el empleo de las migrantes, en general, en otros sectores laborales. Además, se producía en estos estudios un silencio incómodo sobre la presencia de mujeres peruanas en el norte del país, en las zonas fronterizas con Perú. Esto empezaría a ser corregido solamente a partir de 2013, debido al esfuerzo de investigadoras como Tapia y Ramos (2013) y Liberona (2015) que, trabajando en aquellos territorios, empezarán a poner en prensa los matices de las experiencias migratorias femeninas en las fronteras nortinas chilenas. Observándose todos estos aspectos, se puede decir que los setenta y seis estudios revisados construían un tipo ideal (en términos weberianos) de sujeto migrante en Chile, que estaría distorsionado por el santiaguismo metodológico7. Este sujeto prototípico sería mujer, peruana, no-indígena, proveniente de la sierra norte del Perú o de Lima, empleada doméstica, residiendo en Santiago.
Preguntándonos si esta migración femenina peruana era realmente una novedad en territorios chilenos lejanos a Santiago, y si este perfil de migrantes sería encontrado en otras regiones del país, nos acercamos a nuevas fuentes de información. Los datos de los censos chilenos y las investigaciones historiográficas apuntaban a que nuestras suspicacias eran justificadas: los peruanos estuvieron circulando, viviendo y residiendo con regularidad y en porcentajes muy relevantes en el norte del país desde la ocupación de estos territorios por Chile, tras la guerra del Pacífico (1879-1883) (Tapia, 2012: 181)8. Las mujeres peruanas habían ejercido, desde el conflicto, un papel fundamental en la reproducción social de las familias y de los ejércitos. Historiadores y arqueólogos habían documentado de forma contundente la presencia masculina boliviana y peruana en diferentes ámbitos laborales, sociales y políticos en aquellos lares. Esto nos condujo hacia una nueva curiosidad: ¿Qué decían los antropólogos que etnografiaban el norte del país sobre la migración y presencia de los ciudadanos de los países limítrofes? Empezamos, así, una segunda etapa de nuestra búsqueda.
Nortes antropológicos
Nuestra mayor sorpresa al realizar este segundo momento del estado del arte fue el descubrimiento de que los antropólogos sociales chilenos que trabajaron durante décadas en los territorios del desierto de Atacama, habían prestado poca atención a la migración internacional y a la vida “transfronteriza”. Esto inclusive hasta completada la primera década del siglo XXI (Guizardi, 2016b). De hecho, hasta 2013, no se había publicado ningún trabajo de cuño etnográfico sobre la circularidad migratoria entre las ciudades de Arica y Tacna, por ejemplo9. Tampoco se estudiaban las articulaciones migratorias y comerciales entre las ciudades costeras chilenas o peruanas, y entre ellas y las villas altiplánicas (que, por lo general, son habitadas por población aymara), situadas en los territorios chilenos, peruanos y bolivianos que conforman la Triple-frontera Andina10.
Paradójicamente, pese a la tardanza en incorporar la observación de las fronteras nacionales en los relatos etnográficos de la vida local en estas áreas, los trabajos revisados representan una contribución considerable al establecimiento de una perspectiva antropológica crítica sobre la influencia de las mitologías de los Estados-nacionales en la imaginación, práctica y reproducción de los límites entre países en el norte de Chile. Esta contribución constituye un marco antropológico fundacional por lo menos con relación a tres aspectos clave.
En primer lugar, estas investigaciones se centran, en su mayoría, en los cambios sociales de la vida indígena dentro de las fronteras chilenas, derivando de etnografías desarrolladas junto a diversos grupos aymara, quechua y atacameño, entre 1980 y 2010. Presentan, además, una narrativa antropológica sensible a las particularidades de conformación de los contextos sociales. Con esta impronta contextualista, ellos retratan y analizan, desde una perspectiva regional, tres décadas de transformaciones políticas y económicas. Debido a lo anterior, estas obras desbordan al centralismo nacional chileno, aportando interpretaciones que desafían los argumentos producidos por la intelectualidad académica situada en la capital, Santiago. Se puede decir, además, que estos estudios antropológicos visibilizan la persistencia de los conflictos que la nacionalización violenta de los territorios del norte del país, anexados tras la guerra del Pacífico, como detallaremos en el Capítulo III, creó. Así, ellos subrayan que las comunidades indígenas –más que víctimas pasivas de las políticas de control del Estado– articulan una fundamental resistencia política, cultural, identitaria y económica. Estos estudios denotan, por lo tanto, que los grupos indígenas cumplieron un papel central en la defensa de las heterogeneidades socioculturales en estos territorios.
En segundo lugar, para producir esta interpretación “contextualmente coherente”, los antropólogos nortinos siguieron las rutas comerciales y trashumantes de los grupos aymara (Gundermman, 1998: 293), sus circuitos de viaje entre los pueblos y las ciudades portuarias chilenas y su “proceso de urbanización” (González 1996a, 1996b). Estudiaron críticamente los impactos de las políticas que fomentaron el éxodo rural en el norte de Chile (entre 1960 y 1990) (González 1997a, 1997b). Etnografiaron las nuevas formas de organización política indígena articuladas tras la migración campo-ciudad (Gunderman y González, 2008: 86; Gunderman y Vergara, 2009: 122). Analizaron con gran precisión la re-etnificación y los cambios culturales entre estos grupos (Gundermman et al., 2007), especialmente después de la adopción de la ley de reconocimiento étnico en Chile (en 1993) (Gundermann, 2003: 64-68). Abordaron la lucha por territorios y recursos naturales llevadas a cabo por los indígenas para enfrentar a la expansión de las empresas mineras sobre sus tierras (Gundermann, 2001). Finalmente, también examinaron cuidadosamente los cambios en los patrones de género y parentesco (Carrasco, 1998; Carrasco y Gavilán, 2009; Gavilán, 2002). En síntesis, estas obras plantean perspectivas no esencialistas sobre la conformación de los grupos culturales. Suponen que los colectivos indígenas del norte de Chile son comunidades translocales (en lugar de dar por sentado que están vinculados estáticamente a un territorio), que construyen activamente su etnicidad y que su vida social conlleva conflictos de género y generacionales.
En tercer lugar, estos trabajos establecen una increíble observación crítica sobre cómo los aspectos macroestructurales (nacionales y regionales) configuran la vida social de los grupos indígenas y su relación con el Estado chileno y las industrias mineras (Gundermann, 2001; Gunderman y González, 2008; Gunderman y Vergara, 2009). Debido al foco en la producción contemporánea sobre factores macroestructurales que inciden en lo cotidiano, estas obras establecieron un diálogo con los procesos históricos (aunque solamente en su corte más contemporáneo), produciendo así una tensión diacrónica en la praxis antropológica que debe ser reconocida como vanguardista en su contexto disciplinario (de entre comienzos de los 90 y mediados de los 2000).
Después de revisar estos estudios, no podemos sino preguntarnos por qué una antropología tan impresionantemente crítica había evitado discutir las migraciones internacionales y fronteras nacionales: ¿Por qué se estudiaban a las comunidades étnicas solamente adentro de los territorios nacionales chilenos? ¿Por qué no fue objeto de interés la intensa vida migratoria y transfronteriza entre espacios peruanos, bolivianos y chilenos?
Por un lado, la respuesta a estas preguntas nos demanda contextualizar los procesos políticos que impactaron el norte de Chile entre los años 70 y 90. Es imperioso recordar que las carreras vinculadas a las ciencias sociales, historia y geografía fueron cerradas por la dictadura, que no había financiación para la investigación antropológica o sociológica y que la mayor parte de las y los antropólogos que se desempeñaron en este territorio en el periodo lo hicieron con recursos alternativos, y exponiéndose a la persecución y represión política. Los alcaldes de ciudades y pueblos eran militares o carabineros designados por el gobierno dictatorial y la Doctrina de Seguridad Nacional se aplicaba con violencia en el control sobre los tránsitos entre localidades del desierto. Cualquier alusión a los temas fronterizos era considerada subversiva. En los 80, las investigaciones antropológicas se retoman, poniendo en la agenda la violencia modernizadora hacia los indígenas (ver Van Kessel, 1980). En los 90, antropólogos y antropólogas del norte grande desarrollan