Ausencio. Antonio Vásquez

Ausencio - Antonio Vásquez


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emborracharse hasta morir. ¿Por qué? Llamo a mi padre por última vez, para preguntarle. No hay respuesta.

      Silencio, las señoras abandonan la capilla; silencio, mi madre sube las escaleras; silencio, quedo suspendido en la nada. Un dolor punzante hace agujeros en mi interior, dejándome hueco. Y la noche se hace perpetua. Desearía que existiera una cura, una limpia, una pócima que pudiera lavarme el sabor amargo del luto. Desearía que amaneciera… Entonces escucho el eco de unos llantos que retumban como si provinieran de una profunda caverna, y que estremecen como los ventarrones que sacuden la alfalfa en el campo. Aguardo a que cesen, pero la agonía que traen consigo los llantos me hace insoportable la madrugada. De pronto se oyen unos pasos que provienen del callejón que hay debajo de mi balcón. Con cautela, me asomo a la ventana y recorro las cortinas: nada. Sólo veo el fulgor de la veladora que reposa en el lugar donde se ahogó mi padre.

      Los llantos se apagan y regreso a mi cama. Trato de dormir, pero oscilo en un duermevela. Cuando estoy a punto de lograr el sueño profundo, vuelvo a despertarme y, con el cuerpo paralizado, un torbellino de sombras me devora. Una fuerza ignota desciende sobre mí, me aplasta y me estruja, es un peso como el de un muerto que me hunde en el fondo de la vorágine. En las tinieblas subterráneas escucho las últimas palabras de mi padre: Arturo, hijo, hijo mío, ayúdame…

      Despierto con la frente empapada de sudor. Por la luz del sol que ilumina las cortinas adivino que es mediodía. Desde el patio llegan los rumores de las señoras que preparan el café de olla y los tamales envueltos en hojas de plátano para quienes vendrán hoy a rezar de nuevo, desde la agonía en el huerto hasta la crucifixión.

      No asisto al novenario. A la hora de iniciar los rezos, deambulo por los alrededores de mi casa, con un cansancio que se ha acumulado en mis sueños pesados y que hace que despierte tarde y duerma temprano. En la calle es poca la gente que me reconoce, porque cuando vivía en el pueblo me la pasaba encerrado en mi cuarto. Aun así, la gente me da las buenas noches cuando pasa a mi lado, caminando por esas calles llenas de costras de tierra que al pisarlas liberan un polvo pesado que ni el viento se puede llevar. Antes, cuando recién había llegado a vivir al pueblo, la calle que pasa frente a mi casa se convertía en un torrente a causa de los aguaceros de verano; hoy no hay más que sequedad.

      El bochorno no tarda en fatigarme, así que regreso a casa. A veces me topo con un borracho en harapos que va tambaleándose. Me pide que le preste unos pesitos. Al verle los ojos enrojecidos, tan familiares, me dan ganas de decirle que se vaya al carajo, de aventar unas monedas al suelo para que se agache y las recoja. Logro contenerme y le digo que no tengo dinero. Ya en mi casa, acostado en mi cama, oigo los misterios que rezan en la capilla y me arrepiento de no haberlo humillado.

      El último día del novenario, después de mi paseo nocturno, vuelvo a entrar en la capilla. Mi madre, mi hermana y Marcela están sentadas juntas, frente a la cruz de cal que yace al pie del altar. Unos compadres de mi padre apagan las cinco veladoras colocadas sobre la cruz, luego recogen la cal donde reposó el difunto. Ahora hay que enterrar su sombra, dice un anciano que dirige el levantamiento. Las señoras que han estado rezando se levantan y salen de la capilla, dejando un sendero de pétalos que caen de sus ramos.

      Salimos hacia el panteón, igual que hace nueve días. En la tumba de mi padre, sus compadres cavan un hueco en donde depositan la cal de la cruz. Ahora ya puede irse al otro mundo, dice el anciano. Espero que así sea, que esté satisfecho con estos nueve días que le hemos dedicado, que descienda o ascienda a donde tenga que ir. Que no regrese. En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, murmuran todos. Amén.

      Al día siguiente cumplo años. Por eso Marcela viene a verme con un semblante un poco más alegre que el aire taciturno que la ha rodeado últimamente; es como si quisiera sonreír pero le diera pena hacerlo. Caminamos por el parque del pueblo, sobre las hojas caídas de las bugambilia, bajo el sol de junio que tuesta nuestras pieles y hace que los arbustos se vean más vivos que de costumbre. Envuelvo su cintura con un brazo mientras mi otra mano sostiene el libro que me ha regalado; ella recarga la cabeza sobre mi hombro, mirando perdidamente hacia otro tiempo que ignoro, quizás hacia el pasado o el porvenir, nuestro porvenir.

      Nos sentamos en los escalones del kiosco, mirando pasar a los turistas que han venido a ver al ahuehuete que deja caer su sombra sobre la iglesia. No había visto la iglesia desde el día del funeral. ¿No vas a abrir tu regalo?, me pregunta Marcela. Contemplo el bloque envuelto en papel china. Es un libro, ¿verdad?, le pregunto, y lo desenvuelvo. Extrañado, miro la Biblia que tengo entre mis manos. Era de mi abuela, me cuenta Marcela, me la regaló antes de fallecer. La abro y ojeo las páginas amarillentas, oliendo el aroma a libro viejo que desprenden. Gracias, le digo, pero no puedo aceptarlo, es tuyo. Ella niega con la cabeza y me dice que ahora es mío: El otro día recordaba las tardes después de catequesis, cuando comíamos helado afuera de la prepa, esperando a que pasaran nuestras mamás por nosotros. Recordaba cómo siempre estabas muy atento a lo que decía el catequista y me susurrabas tus dudas… ¿Sabes?, me tuviste muy preocupada en el novenario al ver que no bajabas. Arturo, cuéntame, ¿cómo has estado?

      Miro la Biblia, sus bordes desgastados, y recuerdo los atardeceres anaranjados y cálidos, el helado que se derretía, escurriéndose lentamente sobre el barquillo, tan lento como el sol. No te preocupes, le digo a Marcela, no fue nada, sólo no quería estar rodeado de tanta gente. He estado mejor, un poco cansado, pero sólo es eso. ¿Y tu familia?, me pregunta. Mejor, aún está en duelo, por eso no haremos nada hoy. Miento. Pero si quieres, continúo, cenamos en la noche en el Centro. Ella dice que claro que sí y quedamos de vernos en la ciudad. Nos despedimos con un largo beso durante el cual no logro mantener los ojos cerrados: en uno de los jardines del parque, un niño vuela un papalote con la ayuda de su padre. Vuela alto el papalote, muy alto, y el hilo se escapa de las pequeñas manos del niño. Atónitos, padre e hijo miran el papalote convertirse en una mariposa que se pierde entre las nubes colosales flotando sobre el valle de Oaxaca. Nunca regresa. El niño, en lugar de entristecerse, ríe lleno de regocijo junto a su padre. A mí me gustaría volar uno así. Nunca volé un papalote de niño.

      Al irse Marcela, camino hacia el restaurante que se encuentra enfrente del mercado donde venden artesanías zapotecas. Adentro, mi familia atiende el negocio. No hay muchos clientes comiendo; sin embargo, no es sino hasta que sale el último que mi familia comienza a preparar la mesa donde cenaremos. Tomo asiento en el lugar de en medio, frente al pastel. Es pequeño porque somos una familia pequeña: mamá, sus hermanos, su madre y su padre, y mi hermana. No se llevan con la familia de mi padre.

      Durante la cena, mi familia platica sobre el entierro y el novenario; quién fue, quién dijo qué de nosotros… Recuerdan el arranque de ira que tuvo la madre de mi padre: enrojecida, injuriaba a mamá, culpándola de la muerte de su hijo. Fuiste una mala esposa, le gritaba, lo dejaste abandonado. Mencionan cómo llegué y abracé a mamá, apartándola de esa señora a quien ni siquiera le dirigí la mirada. Mi abuela. De eso hablan mientras miro la Biblia que reposa al lado de mi plato. Pienso qué haré con ella. ¿De qué me sirve una Biblia? De nada, pero no importa, la conservaré porque Marcela me la ha regalado.

      Sin hablar, termino de comer el mole negro que me sabe insípido. Mi tío se sirve otra copa de mezcal y me ofrece una. Le digo que no. No me gusta tomar. Al acabar todos los platillos partimos el pastel; es entonces cuando llega mi abuelo. Lo estaban esperando para poder darme mi abrazo. Nos levantamos y nos reunimos delante del altar que tiene una virgen de la Asunción y un san Antonio. Siguiendo la costumbre, mi abuelo dice algunas palabras: Felicidades, Arturo, sabes que te queremos y que todo el trabajo que hacemos es por ti y tu hermana. Cuídate y échale ganas al estudio. Ya ves que aquí siempre nos preocupamos por ti. Luego lame su pulgar y traza una cruz de saliva sobre mi frente. Enseguida, cada familiar pasa a darme un abrazo. Cuando le toca a mamá, siento una tristeza lacrimosa que me toma desprevenido. Logro apretar la quijada y tragarme el llanto.

      Sin más que hacer, recogemos los platos sucios y los llevamos a la cocina. Mi familia retoma sus labores y yo le aviso a mamá que iré a la ciudad a ver a Marcela.

      El aire del Centro es un poco más fresco que el de mi pueblo. Hay más turistas en el andador que los que vimos en la tarde. Sobre el templo de Santo Domingo, al que ilumina un fulgor ámbar, como la luz que se escapa débilmente de los


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