Ausencio. Antonio Vásquez

Ausencio - Antonio Vásquez


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por las calles verdes de cantera que conozco tan bien sin haberme aprendido sus nombres, bajo los balcones de casas pintadas de alegres colores y el cielo inacabable del valle, sin estrellas, que se llena de globos al llegar a la alameda frente a la catedral. De entre los portales del zócalo surge la música de las marimbas mientras busco un restaurante donde cenar con Marcela, aunque no tengo hambre; acabo de comer un mole insípido, un pastel insípido… Lo único que me apetece es dormir o seguir caminando.

      Quisiera poder perderme en alguna calle, esfumarme al doblar una esquina, pero cuando estoy a una cuadra de la iglesia de la Soledad me entra el miedo. Delante de mí, cruzando la calle, ya se pueden ver las putas y los borrachos que las buscan. Una calle sórdida, peligrosa; entro a un bar buscando refugio. Adentro, el centelleo de las pequeñas veladoras que reposan sobre las mesas alumbra las vigas del techo. El bar no está lleno, aún es temprano; sólo hay algunas parejas que susurran entre sí. Con voz etérea, fantasmal, una mujer que está sentada en el escenario decorado con cortinas de terciopelo rojo, canta:

      …Antenoche fui a tu casa,

      tres golpes le di al candado,

      tú no sirves para amores,

      tienes el sueño pesado…

      Tomo asiento en uno de los taburetes de la barra. Oprimo el tabique de mi nariz con los dedos, sin saber qué hacer; irme a casa, llamar a Marcela, regresar a la calle… De nuevo este extraño agotamiento, este sopor que no sé bien de dónde proviene. Una muchacha morena, que luce un huipil bordado con flores istmeñas, interrumpe mi adormecimiento y me pregunta qué deseo tomar. Sin ganas de nada, le pido una cerveza, cuyo envase suda mientras transcurre la noche.

      Soy la única persona sola, la única que no se emborracha. Se te va a calentar la cerveza, me dice la istmeña al ver que el envase sigue lleno. No me gusta tomar, le prometí a mi mamá que nunca lo haría. Estoy solo, incómodo entre la gente que comienza a llenar el bar.

      Un trago, ¿qué pasaría si sólo le doy un trago? Es amarga, pero la cerveza va relajando mi cuerpo, aflojando mis músculos tensos, mitigando mi cansancio. Después de pedir el segundo mezcal puedo recordar, sin acongojarme, la imagen del féretro de mi padre descendiendo en su fosa.

      No sé en qué momento se atiborra el bar; la mujer ya no canta sones, ahora suena una música estridente que hace que todos bailen, sudorosos. Toco la piel adormecida de mi cara después de haber intentado en vano despegarme del taburete: estoy borracho. Un tipo se abre camino entre la muchedumbre y se acerca a la barra para pedir unos tragos. No es bueno tomar, le digo, ¿sabes lo que es tener un padre alcohólico? Él me mira extrañado y, una vez que recoge sus bebidas, se aleja. También quería contarle que no he podido dormir en paz, que los rezos de las mujeres en la capilla se metieron en mis sueños, los trastornaron y sólo puedo ver sus rostros arrugados y tristes. Otro mezcal, morena, le digo a la istmeña, por favor.

      De pronto estoy recargado sobre una pared, con una cerveza en la mano; alguien más ha ocupado mi taburete. Me acerco al grupo de personas paradas que tengo cerca. Hola, les digo, sin saber qué más hacer. Le doy un trago a la cerveza. Hola, me responde una muchacha, sonriendo. Platicamos, me dice su nombre, mismo que olvido al instante. Le pregunto: ¿Sabes lo que es perder a un padre? Yo no estoy seguro… Deja de chingar, dice uno de sus amigos. Me empuja violentamente y regreso a la pared.

      Ya no tengo dinero, no puedo comprar más cerveza y no sé cómo regresar a casa. ¿Qué hora es? Quiero irme, pero me da miedo salir. ¿Y si me pierdo en alguna calle? ¿Y si me esfumo al doblar una esquina?

      Le marco a Marcela, le digo dónde estoy, le pido que venga. Aguardo en el zaguán donde sale la gente a fumar, platico con la señora que vende chicles y cigarros: ¿Sabes lo que es perder a un padre…? No me gusta tomar; la cabeza da vueltas y a uno le da una sed insaciable. A veces hasta se llega a vomitar. Lo he visto, sé de estas cosas… Me siento solo… Me da un chicle, por favor…

      Marcela llega y me mira sin comprender. La beso torpemente, buscando la humedad de su lengua. Ella me ayuda a levantarme y nos vamos. Tengo hambre, le digo. Afuera del bar hay un triciclo donde venden consomé de res. Pido uno, pero me cuesta trabajo sostener el vasito de unicel. A ver, me dice Marcela, y se lo doy. Nos sentamos en uno de los escalones que hay frente a una puerta vieja de madera y Marcela me da de comer. ¿Por qué no me hablaste antes?, me pregunta. Perdón, le digo, sólo quería caminar, pero me cansé. Sonrío burlón mientras Marcela acerca la cuchara de plástico a mi boca. Menso, murmura, estás borracho.

      De camino a mi casa, el auto se detiene frente a una farmacia, donde Marcela me compra una botella de agua que bebo con avidez. Ya estoy mejor, le aseguro. Apenado, me pregunto cómo pude encontrar un amor así entre tanta desdicha. Desde niño me había acostumbrado a la soledad, aunque siempre, en secreto, había deseado que acabara. Ahora sólo quiero que acaben las vacaciones, regresar a la Ciudad de México, estar lejos de las rencillas familiares y los malos recuerdos. Dormir juntos.

      Entramos al pueblo por una calle mal iluminada. A nuestro paso los perros se inquietan y ladran. Bajo la ventana para que entre aire y sólo siento el calor que se desprende del campo. Las calles lucen desoladas. Se hace un silencio que se esparce como tiniebla, acallando los ladridos y el rumor del viento sofocante. Arriba, en el cielo, la luna mueve las nubes a su antojo, se esconde detrás de ellas y luego las fulmina, llenando las calles de penumbra. Delante de nosotros, a unas cuadras, bajo la luz tenue que cae como un velo desde un poste, vemos a tres señoras envueltas en rebozos negros. ¿Qué estarán haciendo a estas horas de la noche?, me pregunta Marcela. No lo sé, le respondo. Arrastran sus pies. Los bordes deshilachados de sus faldas levantan el polvo. Al acercarnos distingo los pétalos que van dejando sobre el sendero de sus huellas. Son ancianas. La luz del poste traza arroyos de sombra y miseria debajo de sus arrugas. ¿Escuchas eso?, me pregunta Marcela, creo que vienen llorando. Vuelvo a mirarles el rostro arrugado y entonces descubro el vacío de sus cuencas, la oscuridad que me apunta y me espanta.

      Mi corazón tiembla ante la posibilidad de otra noche de sueño inquieto, de rezos y lamentos. Marcela, le digo, Marcela, vámonos a un motel. Acaricio una de sus manos mientras la otra vira el volante. En el retrovisor, las tres figuras se desvanecen como humo de copal.

      Al apear me doy cuenta de que aún sigo mareado. Mi boca sabe a alcohol. Entro a la recepción del motel, pago y me entregan la llave. Afuera me espera Marcela. Caminamos por un corredor buscando nuestro cuarto. Es por aquí, le digo a Marcela mientras la guío. Meto la llave en el cerrojo y entramos.

      Voy directo al baño y orino. Intento lavarme la boca con el agua del grifo y veo mi rostro pálido reflejado en el espejo. No tarda en recuperar su color, en encenderse. Se me pasa el susto por las ancianas y recupero la sensación de relajamiento. Me cubre un acaloramiento agradable. Salgo a la recámara y contemplo a Marcela sentada al borde de la cama. Me acerco.

      Olvido cómo he llegado aquí, olvido los días recientes; vacío de recuerdos, sólo queda mi deseo ebrio de su cuerpo. Paso mi mano por su cabellera negra y huelo su cuello. Por debajo de su blusa siento la calidez de sus senos. La desvisto y me percato de que la borrachera es como una revelación, que aquella piel blanca, que he saboreado y mordido antes, se me aparece como algo nuevo, desconocido. Sus olores me llegan transformados, intensificados. Cada caricia suya, cada roce de sus labios con mi cuerpo, produce una sensación comparable sólo a la primera venida que tuve de adolescente. Escucho nuestros gemidos como un sueño placentero, lejano. Me gusta que sus uñas tracen líneas rojizas sobre mi espalda. Me gusta sentir su pecho pegado al mío. Y bebo, bebo de ella, bebo hasta prolongar la borrachera y amanecer entre sus brazos.

      El único cobijo que hallo es el cuerpo tibio de Marcela, pero después de un mes del entierro de mi padre, ella regresa a la Ciudad de México para sus prácticas universitarias. Antes de irse, me asegura que podría posponerlas para el próximo año. Le digo que no, que vaya, y que iré con ella. Pero Marcela, apenada, me dice que no podría separarme de mi familia que me necesita en estos momentos. ¿Necesitarme para qué? Si paso los días del verano despertándome al mediodía, cuando el calor está en su apogeo y la piel se cubre de un sudor al que se pegan las moscas, haciendo imposible espantarlas.

      No ayudo en el negocio familiar, no voy a la ciudad,


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