Ausencio. Antonio Vásquez

Ausencio - Antonio Vásquez


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irreconocible. Esa noche, y muchas más, soñé con el lodo bermejo que se formó donde quedó el cadáver.

      En las gradas las mujeres se cubrían las bocas abiertas, también mamá, ahogándose el Dios mío que suspiraban. Yo no comprendía lo que acababa de suceder. Quería a mi padre, que estuviera a mi lado, que me protegiera. Tan sólo tenerlo cerca para saber que cualquier mal que saliera del ruedo no nos alcanzaría. Era la primera vez que veía a un muerto.

      Domado el toro, los paramédicos recogieron los despojos del hombre en una camilla y la música no tardó en volver a sonar. Ahora las mujeres también tomaban alcohol, unas copitas de anís que repartían los policías de la tercera compañía, para aliviar el susto. Yo seguía buscando a mi padre, quería bajar y traerlo de vuelta, sobre todo cuando lo vi caminar torpemente hacia el toril. ¡Mamá!, grité, mamá haz algo, se va a matar. Pero ella no sabía qué hacer.

      Mi padre, al subir el toril, casi se cae. El corazón me latía deprisa, los latidos iban quebrando mi interior. Desconocía al hombre que estaba por montar un toro, nunca había visto a mi padre comportarse de esa manera. Era algo grotesco, me asustaba. Aun así quería ir por él. Comencé a sentirme huérfano.

      Desde las gradas donde estaba sentado se abrió una distancia entre mi padre y yo, una distancia que hería. Mi padre saltó sobre el lomo del cebú y ambos salieron del toril. Lloraba, pero no le hice caso a mis lágrimas; miraba atento a mi padre. El cebú, de cachos cortos, no tardó en derribar, con tres giros, a mi padre. Grité, más fuerte de lo que gritó mamá, y por un instante el paisaje se nubló a causa de la polvareda. La banda tocó una diana y las carcajadas se apoderaron de las gradas. Con los pantalones manchados de tierra mi padre se incorporaba con dificultad. El cebú, sin prestarle la menor atención, se paseaba por los límites del ruedo. Yo no le veía la gracia. Me dolía el estómago y sentía como si una fiebre me aquejara. Tardé en darme cuenta de que me había orinado las bermudas.

      Pasado el incidente, mi padre volvió a perderse entre los borrachos. Finalizó el jaripeo y nos fuimos al palacio municipal, donde sería la entrega de premios a los mejores montadores y la regada de dulces. Fuimos sin mi padre. Mamá tuvo que cargar su canasta de dulces y yo la seguí, cabizbajo. Mientras caminaba sentía la capa pegajosa de orina seca que se estiraba y contraía sobre mis piernas.

      Atravesamos con dificultad el andador turístico atiborrado de gente, igual que los jardines y los alrededores de la explanada frente al palacio municipal. En medio de esta, unas luces multicolores refulgían bajo una capa de humo. Olía a pólvora. Un cuete con estela se estrelló contra la espalda de un cristiano. Al despejarse el humo se manifestaron un par de toritos de cartón y carrizo, con piernas de humano. Bailaban mientras ardían, persiguiendo a los niños y a los borrachos que se atrevían a retarlos. De puro milagro llegamos al corredor del palacio sin ser chamuscados por los buscapiés.

      Tenía esperanzas de encontrar a mi padre ahí, pero sólo estaban las mismas señoras de las gradas, sentadas en sillas de lata plegables, con sus canastos de dulces a sus pies. Me sobresaltaba a cada rato, con cada estallido de cuete. Recordé de pronto una visita que hicimos al circo: mi padre que me llevaba sobre sus hombros, el olor de su crema para afeitar. Comencé a sentir una tristeza desconocida. Desde las montadas no había visto ni una sola familia. Una vez en el jaripeo las familias se dispersaban, y así permanecían.

      Acabada la pirotecnia, las señoras recogieron sus canastas y ocuparon el lugar vacío en la explanada que habían dejado los toritos. La banda ejecutó una chilena y las señoras comenzaron a aventar al aire el contenido de sus canastas. Yo miraba desde uno de los arcos del palacio la lluvia de dulces. Caían a mis pies y la gente se abalanzaba sobre ellos, como niños bajo una piñata rota. Yo ya había perdido el apetito, hasta para los dulces, sólo recogí una paleta para dársela a mi padre.

      Me escabullí por entre la gente, decidido: iba a reunir a mi familia para regresarnos a casa. Primero busqué a mi padre en los jardines, pero ahí sólo había niños que jugaban a las atrapadas. Mi abuela me había advertido que no me acercara a ellos, que me darían una paliza. Al verme pasar, sus rostros de júbilo y fatiga se tornaron ásperos; me miraban con severidad, echándome en cara lo que yo era: un extranjero.

      Me hirió el desprecio que sentían por mí. Si me hubieran visto caminar junto a mi padre no me habrían tratado de esa manera; habrían visto que yo también era del pueblo, que tenía derecho a jugar con ellos si quería.

      Continué la búsqueda de mi padre. Rodeé la explanada, siguiendo un rastro de olor a meados. Al fin lo encontré, cerca de la cárcel municipal, en el jardín detrás del busto de Benito Juárez. Lo acompañaban varios hombres que formaban un círculo en cuyo centro se amontonaban cartones de cerveza. Se carcajeaban y daban fuertes gritos, regocijándose de su borrachera. Me acerqué cauteloso; las sombras de los hombres regordetes caían sobre mí y un viento erizó mis vellos. Mi padre, al verme, me cargó entre sus brazos y besó mi mejilla. ¿Cómo estás, mijo? ¿Y tu mamá?, me preguntó. El tufo a alcohol me mareó más que la pólvora. Entonces me bajé y le dije que nos fuéramos a casa. Los borrachos se rieron al oír mi súplica.

      Tomé la mano de mi padre y quise llevármelo. Él no se movió. ¿Por qué?, le pregunté con una voz insegura que comenzaba a romperse, ¿por qué estás tomando tanto? Me respondió, sin mirarme a los ojos, que tenía tiempo de no ver a sus viejos amigos. Sólo era eso. Un hombre con una enorme cicatriz que le corría de la boca a la oreja destapó una cerveza y la puso delante de mi rostro: ¿No quieres una?, me ofreció antes de pasársela a mi padre. Los borrachos soltaron otra de sus carcajadas estrepitosas, llenas de malicia. Intenté una vez más: puse mi frente sobre el dorsal de su mano, lo jalé de su chamarra y le dije: Papi, ya vámonos, por favor. Él sólo movió la cabeza aprobando, mordiéndose los labios cobardemente, todavía sin ver mis ojos, que son como los de mi madre.

      Oye, pequeño, dijo el hombre que me había ofrecido la cerveza, ¿por qué mejor no vas a ver a tu mami?, nosotros cuidaremos a tu papi. Me sonrió con vileza, tenía los dientes amarillentos por el tabaco. Le respondí que se fuera al diablo. Me abalancé sobre él, quise hacerle daño, pero sólo logré llenarme de lágrimas.

      Mamá me encontró sentado sobre el pasto regado por cerveza, derrotado. Me levantó, sacudió mis bermudas y me cubrió con su abrigo. Humedeció con saliva su rebozo y con él limpió mi rostro. Luego miró con un profundo desprecio a mi padre y los borrachos acallaron sus risotadas. Ausencio no se atrevió a pronunciar palabra alguna, ni siquiera un perdóname. Esa noche lo dejamos con sus amigos, y yo le prometí a mamá que nunca me emborracharía. Nunca.

      Pero he roto esa promesa. Afuera ya no se distinguen bramidos ni polvaredas, las pequeñas casas de adobe lucen serenas, con sus fachadas de cal que reflejan los destellos anaranjados del atardecer. Los portones de los vecinos se abren y los niños salen con cautela a jugar futbol en la calle. Los perros los siguen, dispuestos a recuperar sus dominios que les arrebataron los toros. Pasado el peligro, también salgo de mi casa.

      El viento refrescante que esperaba no llegó, aunque ya no hace falta. A esta hora de la tarde el sol desciende detrás del cerro y uno puede pasear por las calles sin sudar tanto. Camino pensando en mi abuela: me pidió que la acompañara al jaripeo porque Rey, uno de sus ahijados, montará esta tarde.

      Rey fue la única persona fuera de mi familia que me trató con aprecio cuando nos mudamos al pueblo. Nunca pude establecer ninguna otra relación con alguien más. A insistencias de mi mamá, accedí a que él me enseñara a cabalgar. En esas tardes de jinetes, mientras cabalgábamos por las faldas del cerro, Rey me contaba su afición por los toros, cómo iba de pueblo en pueblo participando en los jaripeos. Me confesó que no le interesaba nada más, que sólo quería pasarse el resto de su vida criando chivos, montando toros. No le avergonzaba seguir viviendo con su madre, podría hacerlo hasta morir. Yo quería todo lo contrario: largarme cuanto antes. Aun así no lo miré con desdén, como lo hacía con quienes jamás se irían del pueblo, porque era mi amigo.

      Después de vagar por las calles llenas de estiércol de toro decido acompañar a mi abuela. No he vuelto a un jaripeo desde mi infancia; tengo curiosidad por saber qué tanto han cambiado, si aún me provocarán pavor. Al llegar ya no veo las carpas


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