Ausencio. Antonio Vásquez
es tu nieto? Qué tal grandote ya está…
Una señora que sostiene dos botellas entre sus brazos se acerca hacia nosotros contoneándose y alegremente nos pregunta si no queremos una copita de anís o mezcal: Ándenle, una nomás. Mi abuela y sus comadres se ríen entre ellas, esperando a ver quién es la primera en aceptar el trago. Al cabo de un rato todas andan dándole sorbos a sus copitas de anís. Le digo a la señora que me sirva una de mezcal. Claro que sí, responde. Al verme con detenimiento, añade: Tú eres el hijo de Clara, ¿verdad?, casi no te dejas ver. Yo asiento con la cabeza. Te pareces un montón…, me dice. Entonces su semblante se ensombrece y su voz se apaga: Mi más sincero pésame, Ausencio era un buen hombre, se llevaba tan bien con todo el mundo… La señora vierte el mezcal en la copita de plástico y me la entrega. Percibo el aroma fuerte del alcohol y, antes de empinarme el trago, digo salud. El licor me embiste desde dentro, como una cornada, y un acaloramiento se esparce por mis sienes. No era tan bueno, digo después de toser. ¿El mezcal?, pregunta despistada la señora.
Pido otras copas y las bebo con avidez mientras observo que en realidad nada ha cambiado. Las gradas siguen ocupadas sólo por las mujeres, los hombres se emborrachan cerca del ruedo y los niños andan dispersos por toda la plaza. El último de los mezcales que tomo en la Monumental me sabe amargo al advertir que, si mi padre aún viviera, estaría allí abajo emborrachándose.
En seguida me domina una pesadez, una molestia, un querer huir. La tarde se torna fastidiosa y no soporto ni un instante más el ambiente del jaripeo. Le digo a mi abuela que me voy mientras el animador anuncia el nombre de Rey Santiago. Antes de salirme, él se postra en el suelo al lado del toril, cabizbajo, con las manos tendidas hacia el cielo.
Vuelvo a ver aquel hombre corpulento, alto, que se encomienda a la Providencia y se persigna, en la noche, alegre como cuando cabalgábamos, con una sonrisa infantil por haber salido una vez más con vida del ruedo. Baila sin cansarse con una muchacha en la explanada atestada de gente, despreocupado, mientras deambulo por el corredor del palacio, buscando otra copa de mezcal.
De pronto se escucha un balazo, gritos. Tiro mi mezcal. La gente se empuja, se desespera, y en medio de su tumulto le abren un espacio a Rey. Él se arrodilla como en la tarde, cubre su abdomen con sus manos que se manchan de sangre, sangre que cae en hilos formando un charco, escurriéndose entre las grietas del adoquín. Poco a poco Rey va extendiéndose sobre el suelo. Tendido, mira hacia el cielo; parece que habla o reza, pero es sólo su boca que se entreabre para perder el aliento. Intento acercarme a él, pero estoy petrificado. Su madre llega corriendo. Zarandea a su hijo desfallecido, le exige gritando que se despierte, pero Rey sólo logra espirar. Ella, desesperada, se abalanza sobre él, como queriendo detener el desprendimiento del alma de su hijo con el peso de su pena. Cuando sus sollozos no dan para más, se apagan, partiendo el silencio en dos: el silencio de los vivos y el silencio de los muertos.
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