Profesores, tiranos y otros pinches chamacos. Francisco Hinojosa

Profesores, tiranos y otros pinches chamacos - Francisco Hinojosa


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maestro Aldecoa, lo sabíamos Mauricio y yo, se le tenía por persona correcta en Rectoría. Tatiana expresó que era “mágico”, como suele decirle a toda la gente que la impresiona muchísimo. Y sí que había algo “mágico” en Aldecoa como para impresionarnos a todos, incluso a los que no solemos decirle “mágico” a nadie. Su altura era notoria y su voz familiar, como de párroco o locutor de radio. Luego Tatiana dijo que parecía una muñeca rusa. O una cebolla, interpretó Filiberto. Rosario estuvo de acuerdo y los demás por ende. Una capa que envuelve a otra capa que envuelve a otra… y así sucesivamente. Todos lo intuicionamos así en lo que al espíritu se refiere, porque lo demás era evidente: camiseta blanca, camisa de cuadritos azules y verdes, chaleco, corbata de caracolitos, saco sport, impermeable (en época de secas). Y quién sabe qué tantas cosas hubiera pellejo adentro. Aldecoa era un mundo, de cierto complejo.

      Asentimos con la cabeza más por la curiosidad que por el temor a las dudosas características del experimento: inyecciones (creía Mauricio), perversiones (Diana o Sarita), parapsicología e hipnotismo (Rosario y el Gordo) y deportivismo o drogas (los otros).

      Nos vimos al día siguiente con el Aldecoa ese, ya muy convencidos por Tatiana de la “magia” del profesor de Tec, materia que de todas maneras queríamos tomar, fuera cuando fuera y con quien fuera. Él nos pidió respeto y silencio mientras exponía: El experimento va a comenzar ahora mismo. Tienen que estar como dispuestos… Tienen que ponerse así… Y se puso guanguito, flojito, desvanecido. Y le seguimos la terapia, ya más confiscados por su “luminosa aura” (al decir de Sarita) que por nuestros despropósitos de alumnos apáticos o atípicos (según nos calificó, no recuerdo, el emérito maestro).

      Luego fue un ir y volver de un lado al otro, de la mesa a la ventana, de la puerta al pizarrón, de las sillas al mapamundi, del esqueleto a los pupitres, como si se tratara de un continente que pudiéramos recorrer en tan poco espacio, con sus lagunas, sus montañas, sus océanos y sus infernales desiertos. Panamá, Sri Lanka, las Siete Islas, Helsinski, las Molucas. Cuando ya estábamos bien cansados, el tipazo nos dice: ¿Y si soy su tía Carmela? Pues sí, la verdad podía serlo, no había motivos para oposicionarnos.

      Yo no tengo ninguna tía Carmela, y por la cara de los demás, tampoco había Carmelas entre las tías, quizás salvo en la familia de Tatiana, que no es de por aquí. Pero lo aceptamos al ingenioso Aldecoa como si fuera nuestra tía Carmela: se trataba de un simple juego de párvulos inocentones, palabra, según recuerdo.

      Y Sarita que pensaba que ya la iban a pervertir en absoluto: hartas ganas tenía de un numerito así en público; pero no fue tal. El juego de la tía Carmela Aldecoa era bastante estúpido: nos regañaba y nos decía que nos iba a pegar con el bastón, y todos huíamos pensando que iba muy en serio y que nos iba a agarrar el tal maestro a golpes (que sí nos daba a veces). Pero al rato, mientras nos perseguía a lo largo del aula y nosotros gritábamos, dijo que ya era hora de cenar y dormir. Nos dio algo que parecía cereal y nos hicimos los dormidos. Qué duda: nuestras niñerías hicieron su parte en el asunto.

      A la mañana siguiente empezaron a esclarecerse las ansiadas insinuaciones del docente: las enseñanzas sustitutas que nos propinaría ese hombre de magisterio metido al mundo de las probetas.

      Yo andaba medio dudoso, como Rosario y Belisario, de las Tec que nos pudiera administrar Aldecoa para hacer su experimento. Pero no hubo tiempo de pensarlo a fondo o de arrepentirse. Simplemente nos abocamos a recibir las ordenanzas del prominente catedrático. En el fondo todos teníamos ganas de que volviera a hacerle de la tía Carmela y de corretear por el aula a fin de ser reprendidos con el bastón. Pero no: tenía otros envoltorios en la cabeza.

      Nos dijo que él era el manipulador y nosotros sus títeres. Y la idea nos encantó, por emotivos que éramos.

      A Belisario lo transformó con sus artes –y él se transfiguró en consecuencia– en un ladronzuelo gordo y huevón. No fue difícil aceptar su nueva idiosincrasia y caracterología. Rosario lo adoró (“lo adoro”, dijo) y luego le metió el dedo índice en la boca –cosa que nunca hubiera pensado hacer antes– y jugueteó con su lengua en señal de mezcolanza. Los demás los alentamos y les hicimos bromas durante su jocosa interpretación de transgresores.

      El experimento estaba dando de sí, eso era obvio, y todos nos sentíamos contentos con nuestra decisión de haber aceptado a Aldecoa.

      Sarita fue la encargada de la cocina. El maestro le pidió que hiciera algún guiso en una cocina imaginaria y con ingredientes inexistentes. Y nuestra compañera desarrolló el papel a plenitud y yo le besé las piernas, cosa que nunca había hecho ni ella me lo hubiera permitido porque, la verdad, no nos gustábamos. Pero así pasó gracias al virtuosismo del maestro. Endiosado él, para entonces, por nosotros.

      Seguimos los demás: que un torero (el Gordo), que una muchachita con problemas de aprendizaje (Tatiana), que un enciclopedista (yo), que un elemento de la naturaleza bastante raro (Mauricio). Ya ni sé qué tanto hicimos o actuamos o quisimos ser o fuimos obligados a representar en un escenario sin espectadores, aunque guiñol no era, tampoco. Aldecoa nos manejaba y nosotros nos dejábamos titeretear por sus adiestrados dones de manipulador. Hombre de mundo, qué duda cabe.

      Ya bien procesados por su mente, Aldecoa nos dijo que ahora sí, palabra, ahora sí que vamos a empezar el experimento mañana mismo a primera hora, palabra. Ya tomaron, como se dice, su propedéutico y todos pueden funcionar salvo Mauricio que no anda muy concentrado. Anda desconcentrado el muchacho, se ve. Pero, dijo Mauricio, no me puede excluir. Si te aplicas, puedes, palabra. Lo haré, profesor, pero no me saque. No te sacaré siempre y cuando dejes que sea yo quien jale de los hilitos; recuerda que es mi experimento y no tu tarea. Yo comprendo, usted comprende, ellos comprenden, ¿no es cierto? Respondimos que claro, pero por supuesto: comprendemos. Y prometimos, comprensivos, que nos abocaríamos a integrarlo al grupo.

      A las seis y cuarto nos vimos en el aula con el Aldecoa ese. Sarita y Tatiana llegaron muy repintadas de las cejas y las pestañas a los labios y las uñas de las manos y los pies. Rosario iba, como siempre, al natural, por ser tan espontánea en sus cosas de a diario: los apuntes durante las clases, sus preguntas a los profesores y su manera de provocarnos lascivia, cuando anda de buenas y no tiene miramientos con sus compañeros, que eso somos para ella. Diana se dejó venir vestidita de anoréxica o algo por el estilo, según andaba diciendo el propio Aldecoa, de bulímica o de sensible, quién sabe, con unas alpargatas color crudo que no le conocíamos.

      Filiberto y el Gordo se presentaron de traje común con zapatos blancos. En cambio, el Ruso y yo llegamos en bicicleta con nuestra ropa de siempre: él con sus calcetines rojos que nunca se quita y yo con la filipina que a todos ya anda aburriendo, medio irritando. El doctor Aldecoa, que se apersonó casi a las siete, arribó afeitado y decoroso. Llegó en calzoncillos, sin más, pero con porte.

      Y el cuento o la clase o el experimento comenzó. Sentados cada uno en su pupitre y el profesor en su alta mesa dictó primero un poco de cátedra sobre las Tec caras a nuestra formación, y luego pasó a la mentada experimentalidad que lo tenía como embrujado.

      Era una triste tarde gris del estío, comenzó Aldecoa. Las calles sucias como ríos infectados albergaban a sus habitantes cotidianos con su olor a basura y aguas negras. No trinaban los pajarillos como solían hacerlo. Una carroza cruzó a lo lejos cual fugaz espejismo de la muerte y sus heraldos. El cielo empezó de pronto a parpadear con centellas inusuales y roncos gemidos: el gigante se desperezaba…

      Alguien echó una risita y la narración se interrumpió. Les pido silencio y respeto, pupilos, para que la historia fluya con su dosis de espontaneidad, ¿me explico?, preguntó Aldecoa, o quizás lo afirmó: ¡me explico! Y cerramos la boca.

      Ya en orden y silencio, reinició el experimento con otro fruto de su envolvente imaginación: Una mañana de diciembre, Fedor Tulpenov abrió la ventana de su humilde casa y aspiró el aire fétido que dejaba a su paso un planchón cargado de guano. La bruma desdibujó pronto la embarcación y solo dejó el recuerdo de su trabajoso desplazamiento. El reloj marcaba el fin de la siesta…

      Inesperadamente, saltó a escena el Gordo transformado en Fedor Tulpenov. Después de aspirar la fetidez del aire, cerró la


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