Profesores, tiranos y otros pinches chamacos. Francisco Hinojosa

Profesores, tiranos y otros pinches chamacos - Francisco Hinojosa


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esposa del antiguo rector y la morena amante del doctor Guzmán: “Serán reubicados a fin de sacar adelante, con su elogiable e imprescindible mística, el nuevo proyecto al que los hemos convocado”.

      Al menos para mí, todo ha sido un aprendizaje: en lo que fue mi universidad, y hoy es el centro comercial más importante de Iberoamérica, he aprendido a vender shorts, pantalones, sudaderas, camisas, calzones y otras prendas de vestir.

      El doctor Guzmán me saluda con beso en la mejilla, la esposa del hijo del mandatario –doña Pita Vasconcelos– atiende mis sugerencias y el tal Irrigoyti Eyzaguirre me manda tarjetas de felicitación en las navidades.

      No hace mucho, el lingüista Canek, que se fugó de la cárcel, me levantó un pedido de mil trescientos pasamontañas, quince guantes de piel, tres brasieres y unas medias de seda.

      LABIOS ROJOS

      Caperucita Roja –una vez rescatada por los leñadores furtivos de las entrañas del Lobo Feroz– regresó a su casa y le contó a su madre todo lo que le había pasado. Aún llevaba impregnados en la ropa los ácidos digestivos de su frustrado devorador y resentía la claustrofobia que le había producido el verse encerrada en una misma panza con su abuela. Se reclamaba a sí misma haber sido tan sorda y miope como para confundir un animal con un ser tan amado, pero su aspecto maternal y el timbre de su voz la habían seducido al momento.

      Mientras tanto, la abuela se volvió a meter a la cama para comerse las sobras de los pastelitos que le había llevado su nieta. El Lobo yacía en la modesta estancia: había muerto desangrado. Los leñadores, una vez consumada su buena acción del día, continuaron con su labor de talar el bosque.

      Muchos años después, la niña se hizo adolescente, luego joven y finalmente adulta. Cambió su atuendo –aunque mantuvo el color rojo en sus labios– y obtuvo, por méritos propios, un cargo público de alto nivel. Su anciana madre dejó de hacer pastelitos pero, a pesar de su alcoholismo, siguió insistiéndole en que no se apartara del camino ya que el peligro, fuera de casa, golpeaba la puerta.

      –Los lobos no existen, son metáforas, pero las metáforas a veces están más hambrientas y tienen los dientes más afilados –dijo antes de echarse un sonoro eructo.

      Un día, Labios Rojos –llamada así por el lápiz labial que usaba, contrastante con sus inclinaciones políticas– recibió un encargo de su jefe: recibir y transportar el donativo para la campaña que un Eminente Empresario haría al Partido. Eran tiempos electorales. Las aguas estaban turbias.

      –No te distraigas con asuntos fuera de la agenda. Hay muchos lobos sueltos capaces de dar la vida por obtener información. El futuro del país está en juego.

      Labios Rojos echó a andar el motor de su BMW y se encaminó rumbo a las oficinas del Eminente Empresario. Al ver que el reloj le permitía hacer una parada, decidió hacer escala en un centro comercial para comprarse unas alpargatas o quizás un sombrero.

      Al salir de la zapatería se encontró con un amigo senador, si bien de un partido distinto al suyo, contertulio de cantina y dominó.

      –¿Tienes prisa?

      Labios Rojos volvió a consultar el reloj. Y como la respuesta fuera negativa, se encaminaron hacia un bar del centro comercial. Pidieron ambos un vodka en las rocas, que fueron dos porque era hora feliz. Hablaron primero de política y después del estado del tiempo. Al segundo trago (cuarto), ella le dijo que debía retirarse porque tenía una cita con un Eminente Empresario, aunque no le dijo el motivo de su visita.

      –Paga mientras yo voy a los servicios.

      Orinó, se repintó los labios con el bilé rojo y regresó al bar. El senador ya no estaba allí. Había dejado sobre la mesa dos billetes para pagar la cuenta, además de otro vaso de vodka (dos). Labios dio un par sorbos a la bebida y, antes de pasar al estacionamiento por su BMW, se compró un sombrero. Rojo.

      Mientras tanto, el Senador ya llamaba a la puerta del Eminente Empresario.

      –Vengo con un encargo del Partido.

      Aunque el acaudalado inversionista esperaba la voz de una mujer, permitió la entrada del enviado que esperaba. Al abrir la puerta se topó con una pistola que le apuntaba a la cabeza. Amordazado y maniatado, fue conducido a un clóset. El senador le inyectó en el brazo una sustancia de dudosa transparencia. Sobre una mesita había una maleta llena de dinero.

      Labios Rojos tocó el timbre.

      –Vengo con un encargo del Partido.

      El Senador dejó entreabierta la puerta y corrió a encerrarse en el baño.

      –La escucho –le dijo desde su escondite.

      –Le traigo los papeles: el permiso para la construcción de un centro comercial en Xochicalco, la concesión de veinte gasolineras y el documento de propiedad de quince kilómetros de playas en Oaxaca.

      –Puede tomar mi aportación. Está en la maleta.

      –¡Cuántos billetes! –exclamó apenas la abrió.

      –Son mi contribución a la democracia.

      –¡Qué generoso!

      –Es para fortalecer al Partido.

      –¡Cuánto enigma!

      –Así es la política –y el Senador salió del baño pistola en mano. Repitió el procedimiento de seguridad y guardó a Labios Rojos en el clóset junto al Eminente Empresario. Salió del lugar con la maleta y los documentos.

      Ese día no hubo ninguna metáfora que pasara por allí para rescatarlos. Fueron encontrados dos días después. El MP acudió al lugar de los hechos, “declarándolos muertos”.

chpt_fig_002 TRABAJOS LOCOS

      EL MÁGICO: LA CEBOLLA, LA MUÑECA

      para Álvaro Mutis

      Tampoco era la cosa como para ufanarse y andar de presuntuosos por el campus. Ni siquiera, vaya, tuvo el caso, si caso fue, el impacto que debió haber tenido en la llamada “prensa estudiantil” o en el mentado “periódico mural”. Tampoco en la comidilla pordiosera de la cafetería o el bisbís de los pasillos. Los pocos lectores… Ciertamente no: los pocos veedores, escuchas y actores del cuento o experimento apenas si lo comentamos más allá de las horas de descanso. Para todos era preferible olvidar el asunto y “mirar hacia adelante”.

      El maestro César Aldecoa –Técnicas Hidrobiológicas– trató de enseñarnos algo sobre lagunas tropicales, pero al rato confesó que no sabía gran cosa de la materia para la que había sido contratado como hombre de magisterio, que lo era, dígase fuera de circunstancia alguna y con toda justicia académica. Y baste decir que nos quedamos de a dieciséis, pues ocho éramos sus pupilos regulares. Y nos quedamos como pendientes por saber qué otra cosa, si no las Tec necesarias para nuestra formación, nos impartiría el Aldecoa ese, profesor, sí, de nuestra casa de estudios, con grado de doctor según consta.

      Continuó el enterado Aldecoa: Si no las Técnicas para las que fui requerido, ¿qué haremos y qué aprenderán de mí en este curso del que soy responsable? Aun quedamos mayormente intrigados, valga decir sin palabras, con esa pregunta incuestionable, que al fin y al cabo concluyó irresoluta u oscura por el momento. Irrigados por él.

      Pero voy a hacer un experimento, dijo al rato, con ustedes si me lo permiten. Cosa de ustedes que me lo permitan, autoricen. Quien no lo quiera está de plano aprobado en la materia aunque no se forme ni estudie siquiera. Quien sí lo acepte, que sea sin chistar, ¿me comprenden? Porque se trata de otra cosa diferente a los estudios y a la Hidrobiología, de la que sé muy poco, aunque vagas nociones tengo del tema. Tiempo habrá de que cursen sus dichosas Técnicas con alguien más avezado que los instruya en la materia correspondiente.

      Quiera Dios que todos se queden, dijo, o creo que dijo, o creo que todos creímos


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