Una niña está perdida en su siglo en busca de su padre. Gonçalo M. Tavares
las fotos –y en verdad eran insólitas–. Siempre había tres fotos de cada animal, numeradas –con el número que debía identificar al animal– y con la abreviatura Fte. (foto de frente), Der. (perfil derecho) o Izq. (perfil izquierdo) escrita todavía sobre el negativo de la foto, al margen, para no interferir con la mancha de la cara, digámoslo así, de los animales.
Había fotos de perros, gatos, cerdos, pero las más impresionantes eran las de los caballos, pues algunas realmente parecían exigir que uno se refiriera a ellas con la palabra cara: no se trataba de simples facciones animalescas; en las caras de frente y de perfil de aquellos caballos lo que descollaba era una angustia, la sensación de un animal que está en el límite, en un callejón sin salida, que está perdido, que no sabe qué hacer, no sabe cómo lidiar con esas manos que sin duda lo han forzado.
–Parecen tristes, estos animales –le dije a Josef, sonriéndole a Hanna para tranquilizarla (las fotografías de los caballos la habían asustado, claramente esas ya no le gustaban).
–Algunos animales –explicó Josef– no entendían qué quería hacer con ellos, y sus dueños a veces tenían que forzarlos, les sostenían la cabeza y les torcían el cuello hacia un lado y hacia el otro… ¿Sabe cuántos animales he fotografiado? No lo va a creer… más de siete mil.
–¿Caballos?
–Más de doscientos.
–Parecen tristes –repetí–, sobre todo en las fotos de frente.
Josef me explicó después que estaba haciendo una historia de los animales, una historia paralela a partir de los animales y de lo que les sucedía en cada ciudad cuando acompañaban, reaccionaban y, en ocasiones, lo cual era extraño, anticipaban los acontecimientos históricos.
–Los movimientos de los animales, cuánta información viene de ahí –murmuró Josef–. Anticipan los bombardeos. Antes de que ningún oído humano escuche que se acerca un bombardero aún lejano, ya decenas de especies de animales empiezan a elegir sus refugios. Las ratas, ¡qué animales tan asombrosos! Anticiparon la Segunda Guerra. Parecían tener un mapa de los canales de Londres, como si tuvieran en la cabeza sus varios itinerarios y como si ya supieran lo que iba a pasar. Huyeron mucho antes de los bombardeos.
»¿Y sabe algo de la invasión de Europa por los escarabajos? ¿Le da risa? ¿No me cree? Se trata –continuó Josef Berman– de una verdadera invasión militar. Según los que estudiaron la cosa, los desplazamientos del escarabajo de la papa permiten seguir y comprender parte de los acontecimientos políticos, económicos y militares de los siglos XIX y XX. ¿No me cree? –Josef Berman parecía entusiasmado– Pues le voy a resumir su recorrido –y continuó–: apareció y fue identificado por primera vez en 1850 en Colorado, en los Estados Unidos de América. El escarabajo siguió todos los movimientos de la fiebre del oro y, de esta manera, se propagó por California. Con los trenes llega al este, hasta el Océano Atlántico. Allí donde hay papas, hay escarabajos. Los escarabajos vienen después en barco a Europa, ese fue el medio que escogieron: un barco identificado históricamente, con una fecha precisa. Según los historiadores –dice Josef Berman–, esta primera invasión de Europa por parte del escarabajo no prosperó. Los alemanes vencieron a los escarabajos antes de fines del siglo XIX. No crea usted que la tarea fue fácil. El escarabajo hembra pone, en cada desove, miles de huevecillos, ¡miles! ¿Sabe qué significa eso? No es fácil derrotarlos. Pero había que hacerlo: causan muchos estragos. Pero permítame continuar –dijo Josef Berman–. En 1917 los escarabajos volvieron a desembarcar, esta vez en el sudoeste de Francia, en Burdeos. Fue debido a la Primera Guerra. Los transportaron los soldados norteamericanos. Así que ahí lo tiene. Mientras los hombres se concentran y entretienen en sus guerras, los escarabajos aprovechan para reproducirse y propagarse. Hay que decir que, en términos prácticos, realmente sucede así: si los hombres más fuertes, más jóvenes y mejor equipados no hubieran sido llamados a participar en los diversos acontecimientos de la Primera Guerra, es posible que el escarabajo no hubiera podido entrar en Europa. Bueno, y ahí anda, el escarabajo, por todas partes; hasta nuestros días exige una lucha continua. Dejamos entrar a nuestros pequeños enemigos y ahora no somos capaces de expulsarlos. Si hiciéramos una historia de los animales –dijo Josef Berman– veríamos que no es paralela a la de los hombres; se cruza con ella, eso sí. A primera vista, parecería que nosotros tenemos más influencia sobre ellos de la que tienen ellos sobre nosotros. Pero no estoy seguro. No he estudiado lo suficiente.
–¿Es su hija? –preguntó de repente Josef, volviéndose hacia Hanna y poniéndole atención al fin.
–No –contesté–. La encontré perdida en la calle. Ya pregunté en las tiendas: nadie sabe quién es. Nunca la habían visto por aquí. Está buscando a su padre. Se llama Hanna. Hay una casa que acoge niños así, la voy a llevar.
Sin más comentarios, Josef se inclinó sobre su mochila y sacó de allí adentro otro álbum de fotos que abrió vuelto hacia mí, tomando, aunque con disimulo, la precaución de impedir que Hanna lo viera.
–No me malinterprete –dijo–, es otro proyecto.
Miré aquello, las primeras tres fotos que había ante mí. Estaba organizado exactamente de la misma manera. Tres fotos: una de frente y dos de perfil, numeradas y con otras indicaciones que no pude comprender en aquel instante. La organización era idéntica, pero estas eran fotos de personas. No de personas normales; después de pasar tres o cuatro hojas del álbum, lo comprendí rápido, no eran fotos de personas normales, sino de enfermos, de personas con discapacidades, unas con discapacidades visibles en el rostro –a veces sólo uno de los perfiles manifestaba el problema, el error, la cosa orgánica que no estaba en su sitio, pero siempre había algo: una enorme verruga, una quemadura que descendía desde el ojo hasta el cuello, y cosas peores –aún más monstruosas– que no vale la pena describir. O eran entonces las miradas las que acusaban una debilidad mental, un desentendimiento con el mundo, un grado por debajo de un cierto límite elemental que nos permite pensar que una persona sería capaz de defenderse –esos ojos revelaban que aquellas eran personas de las más frágiles, de las que no inspiraban miedo, sino pura compasión o, en ocasiones, en los casos más ostensiblemente físicos, una aversión instintiva.
–¿Para qué me está mostrando esto?
No me respondió, pero era fácil darse cuenta de lo que quería. Tras darme a entender que me pagaría por sus trabajos, el fotógrafo profesional Josef Berman, de manera inconsciente, por cierto, acercó los dedos de la mano derecha al botón de su cámara. Pero pronto se dominó instintivamente. Por lo demás, a partir de cierto punto, el álbum, que yo seguía hojeando preocupado de que Hanna no lo viera, se centraba por completo en fotografías de discapacitados con trisomía 21. Eran decenas y decenas de caras; en el centro, la foto de frente, al lado derecho, la foto del perfil der., al otro lado, la del perfil izq., decenas y decenas de caras que se sucedían pero que ahora transmitían una extraña sensación, como si se tratara siempre de la misma persona, porque de hecho las caras eran casi idénticas –los perfiles eran absolutamente uniformes, sólo en las fotos tomadas de frente mis ojos eran capaces de ver alguna que otra diferencia, pero era mínima–, sólo uno que otro, por los lentes, se destacaba.
–He sacado fotos en Bulgaria, en América, en todas las partes del mundo –dijo Josef, que iba siguiendo mi mirada sobre el álbum–. Son iguales, pertenecen al mismo pueblo.
Y eran, de hecho, iguales. Caras y más caras sonrientes, aceptando lo que la vida les había dado, aceptándolo todo, aceptando sin duda lo que aquel fotógrafo les había pedido, aceptando, sin entender (“SONREÍR O VOCALIZAR COMO RESPUESTA A LA PRESENCIA DE UNA PERSONA O SITUACIÓN AGRADABLE”), mostrándose incapaces de distinguir los dos lados del mundo. Probablemente capaces de distinguir los alimentos más comunes e identificar las principales divisiones de una casa, capaces de separar objetos de distintos tamaños y colores, pero muchos de ellos estarían aún más allá, cerca de alguna otra situación perversa que les parecería agradable, sonriendo, con aquella sonrisa seductora y tan ingenua.
IV. ¿DÓNDE?
–¿Dónde podemos buscar a tu