Una niña está perdida en su siglo en busca de su padre. Gonçalo M. Tavares
valga la pena echar abajo. O tal vez sí, ya veremos cuando llegue el momento.
»Pero hablábamos de la eficacia de esto –dijo Fried–, si sacamos cuentas con calma, sin excesivo entusiasmo, si pensamos que un cartel pasará en promedio dos o tres semanas en su sitio –y digo en promedio porque algunos carteles los arrancan luego luego, al día siguiente, y en cambio hay otros que pegué hace años y que, tiempo después, cuando vuelvo al mismo punto de la ciudad, siguen allí, medio deshechos pero aún más fuertes, eso siento, como si su degradación amplificara intensidad de todo; están a punto de desaparecer, pero no se callan. Claro que por eso no pegamos los carteles en las calles principales; los arrancarían rápida, inmediatamente, y además sería un enfrentamiento de fuerza contra fuerza, luz contra luz; el cartel lucharía cuerpo a cuerpo con los anuncios de las tiendas, se confundiría con ellos, podría ganar o perder, y ganar equivaldría a llamar la atención de los que pasan, pero de cualquier manera sería una derrota, porque el cartel estaría haciendo frente a adversarios inútiles; elegir buenos adversarios es una de las tareas más difíciles, cualquiera puede ser un adversario y, al contrario, pocos de los que se cruzan con nosotros podrían ser nuestros amigos… Estamos hechos para el desacierto, para los desencuentros, encontrar enemigos es la actividad más fácil del mundo, no se trata precisamente de cazar un animal insólito; ¡nosotros, los cinco, elegimos bien a los adversarios de nuestros carteles! Pero haga usted las cuentas –dijo Fried–, si un cartel en promedio pasa dos o tres semanas en su sitio, y si durante tres semanas pasan por esa calle cinco mil personas… ¿le parecen muchas? No, son pocas. Cinco mil personas desde la mañana hasta la noche durante tres semanas son pocas. ¿Sabe cuánta gente hay en el mundo? Mucha. Y si de esas cinco mil personas la mitad se fija en el cartel, lee las palabras, mira la imagen durante uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete segundos, y siete segundos ya son mucho, pero mucho, mucho tiempo más del que la gente normalmente dedica a mirar una imagen, lo habi tual son milésimas de segundo, sí, así es, una mirada que mira y huye, como si la gente temiera quedarse ciega por ver demasiado tiempo la misma imagen, muy pronto quiere otra; como si las demás imágenes, las que esperan la mirada de la gente, las imágenes en lista de espera, fueran a vengarse de los ojos de los que pasan demasiado tiempo frente a una sola de ellas; pero le decía –dijo Fried–, que si logramos que la mitad de la mitad de la mitad de la gente que pasa por esa calle mire durante uno, dos, tres, seis segundos nuestra imagen y nuestra frase, ya será bastante. Haga las cuentas: la mitad de los cinco mil que pasan por la calle son dos mil quinientos; la mitad de dos mil quinientos son más o menos mil doscientos; la mitad de mil doscientos son seiscientos, es una cantidad asombrosa, sí, excesiva; pero llevemos a cabo una de las operaciones más radicales: quítele un cero, no digamos seiscientos, sino sesenta, y si usted quiere podemos quitarle un cero más: en vez de sesenta, seis personas; si ese cartel que acabo de pegar, y que usted y la niña vieron, lo ven seis personas como lo vieron ustedes, que se detuvieron, lo observaron, lo digirieron, es que algo va a suceder, porque aquello es un cartel, un solo cartel; y nosotros somos sólo cinco, aunque estamos en todas partes, algunos ya nos conocen: la familia Stamm, hemos pegado miles de carteles en todas las ciudades de Europa, multiplique el número de personas que sufren la influencia de este cartel por el número de personas que, en este momento, en las calles más escondidas de Europa, se cruzan con nuestros carteles: son multitudes, es un ejército lo que estamos formando; y no se trata de tomar las armas, yo llevo un arma en mi equipaje, pero no se trata de eso, no queremos que la gente tome las armas, al menos no por ahora, queremos que la gente tenga buena memoria, que observe los detalles, que alimente una cierta rabia, una rabia que tendrá que contener, controlar y concentrar, para luego dejarla salir con más fuerza, pero en el momento adecuado, en sincronía con otras miles de tensiones concentradas durante años. Se trata de hacer crecer la rabia individual, pero al mismo tiempo de controlarla, de decir: “No, aún no, ya llegará el momento, pero aún no”.
»Todo empieza con estas imágenes, con estas fotografías. Son nuestra introducción; nada de avanzar por el momento, nada de grandes cambios. Primero hay que lograr que el que va por allí vuelva atrás la cabeza, sólo eso, ligeramente, como un hombre que va caminando por la calle a gran velocidad o completamente distraído, que es casi lo mismo, y de pronto oye que lo llaman por su nombre, y como que despierta de repente y mira hacia atrás para ver quién lo llamó. Esto es lo que estamos haciendo, estamos llamando a los hombres uno a uno por su nombre, y esperamos que nos escuchen y miren atrás; sólo se trata de eso por ahora, ¿entiende? Pero tal vez pronto, muchos de los que fueron llamados por sus nombres se encuentren en el mismo espacio, con el mismo objetivo. Y entonces ya no será fácil mantener el orden, estoy seguro.
III. ¿CÓMO AYUDAR?
–Dirá que esto demuestra cierta megalomanía, y es verdad. Pero eso es todo lo que nos queda, no tenemos hijos, nuestros padres desaparecieron.
Súbitamente, tal como había empezado a hablar, Fried guardó silencio, y tras permanecer inclinado hacia adelante, dirigiendo su mirada y su cuerpo entero como un arma apuntada hacia nosotros, un arma que no se calló durante horas, de la misma manera dejó caer su tronco hacia atrás, apoyó la espalda en el respaldo del asiento, adoptando una postura de agotamiento rendido y, como quien les pide a los demás que ahora ellos se acerquen y repitan lo que él hizo, dijo, volviéndose hacia Hanna y hacia mí:
–¿Y ustedes? ¿De dónde vienen?
Intenté explicarle que yo no era un hombre platicador.
–Me gusta escuchar –le dije–, no tengo mucho que decir.
Entonces preguntó, volviéndose hacia Hanna:
–¿Cómo te llamas?
Hanna respondió. Él no comprendió. Hanna se lo repitió, él siguió sin comprender.
Yo repetí:
–Se llama Hanna.
–Hanna –dijo Fried–. Bueno.
–¿Cuántos años tienes?
–Catorce –respondió ella, y esta vez se entendió.
Fried le sonrió con simpatía. Ella dijo:
–Ojos: negros. Pelo: castaño.
Yo dije:
–Así se lo aprendió.
Después ella dijo:
–Estoy buscando a mi padre.
Fried sonrió, no dijo nada.
Yo dije:
–La encontré sola, pregunté en cada una de las tiendas que había a la redonda y toqué el timbre de todos los edificios de los alrededores, caminé durante días por la ciudad para ver si encontraba a alguien que la conociera, fui a las tres instituciones que tratan casos como este; una de las instituciones se dedica sólo a casos de trisomía 21 –dije, en voz baja–; cuando pregunté si conocían a Hanna la directora sonrió y me contestó que tenía ahí veintiséis Hannas, sólo que no se llamaban de ese modo, y después me confirmó que no, que nadie se había marchado de allí, que nadie escapaba de allí, porque, además, añadió, a todos les gustaba estar allí, y no podían recibir a nadie más, mucho a menos a alguien que no se sabía de dónde venía ni quiénes eran sus padres; que allí todos tenían padres perfectamente identificados, que aquella era una institución que educaba a las personas con discapacidad siguiendo métodos específicos aprobados por sus padres, y que en este caso no había padres, aunque en realidad me di cuenta de que el tema no era si existían o no los padres, sino si existía o no alguien que pagara cada mes. También le mostré su cajita, esta –se la pedí a Hanna y se la mostré a Fried–, donde están las fichas educativas para los niños con discapacidad, y la directora me dijo que sí, que era un método posible, pero que ellos no seguían esos pasos, que tenían un curso propio, que aquella caja no era de allí, y sí, le creí, en el fondo no tendría por qué no creerle –pensar otra cosa sería pensar que podrían haberla dejado escapar porque sus padres no pagaban, o porque alguien no pagaba por ellos, pero eso sería demasiado, y además Hanna no mostró ni la menor alteración emocional cuando fuimos a ese colegio;