Una niña está perdida en su siglo en busca de su padre. Gonçalo M. Tavares
quisiera ayudarle, pero tampoco soy un santo; hay una pista que creo que puede resultar, pero si al final de esa pista no encuentro al padre del que habla o a alguien con quien ya tenga algún tipo de relación, tendré que dejarla en algún colegio; estoy seguro de que alguna institución la va a recibir, aunque no tenga dinero ni padres.
Y me callé.
Pero después volví a empezar –Fried transmitía una sensación de seguridad y de firmeza que me hacía sentir cómodo, que tranquilizaría a cualquiera.
–En el peor de los casos, alguna institución de la iglesia se hará cargo de ella. Pero sin duda existirán leyes que contemplen estos casos antes de que uno tenga que recurrir a Dios –dije, y me reí de manera estúpida.
Hanna, sin embargo, mantenía su expresión simpática, me escuchaba como si estuviera hablando de otra persona, de otro mundo, me escuchaba como alguien que está en un país cuya lengua desconoce y que, por curiosidad, se pone a oír a dos parlanchines que en la mesa de al lado, en el café, hablan de algo que ella jamás entenderá.
–Estoy hablando de ti –le dije.
Y ella me respondió, y parecía que estaba jugando con nosotros, jugando con sus propias limitaciones: realmente parecía (aunque resulte extraño) ironizar:
–Ojos: negros. Pelo: castaño.
Y, tras decir esto, súbitamente se echó a reír, a reír con cierto descontrol; yo miré a Fried y después otra vez la miré a ella, y ambos sonreímos intentando transmitirle el mensaje de que sí, de que la entendíamos, entendíamos las razones de esa risa sin control. Tal vez no nos habían parecido tan intensamente cómicas, las razones, pero sí, las entendíamos, no eran absurdas: Hanna se reía con lógica, al menos eso era lo que mi sonrisa y la de Fried intentaban transmitirle. Luego, cuando terminaron aquellos segundos, que nos parecieron larguísimos, Hanna dejó de reírse de esa manera, que, debo confesarlo, me avergonzaba –y yo, sin saber muy bien por qué, en parte porque nunca antes lo había hecho, puse mi mano sobre su mano izquierda, como quien manifiesta cariño, pero en realidad lo que el peso de mi mano estaba diciendo era simplemente “YA BASTA, DETENTE”, y el peso de mi mano y la interpretación que le di me ponían por primera vez en la extraña posición de aquel que es responsable, en parte, por las hazañas, fracasos o desastres que provoca otra persona–. De hecho, el peso de mi mano me puso en esa posición de la que había huido muchos años antes, la posición de quien no puede simplemente correr cuando llega el momento de correr y, en cambio, tiene que mirar a otra persona que está a su lado y ayudarla a correr o darle indicaciones. Esto era un contratiempo, claro; pensé en la imagen ridícula de una persona que tiene que correr muy rápido para salvar su vida y de pronto mira hacia abajo y se da cuenta de que sus zapatos están demasiado viejos, ya no tienen parte de la suela y se deshacen a cada paso y, al desaparecer la barrera entre los pies y el suelo, el peligro ya no viene nada más de quien o de lo que nos persigue, y empieza a venir también de abajo, del suelo mismo o, para ser más exactos, de nuestros propios pies: son ellos, en última instancia (y no nuestros enemigos), los que nos obligarán a detenernos porque no soportaremos ya el dolor; yo conocía bien ese estado de debilidad en el que uno se rinde no por miedo a sus adversarios, sino porque le falla su propio cuerpo.
Al ver a Hanna con su postura de aceptación de todo, una postura casi religiosa, mística, al verla allí, en el vagón, comprendí hasta qué punto me resultaría imposible explicarle que yo estaba huyendo –y que una persona que quiere esconderse no puede, no está en condiciones de ayudar a otra a buscar a alguien.
IV. MANUAL DE INSTRUCCIONES
Fried interrumpió mis pensamientos diciendo que eso que tenía en la mano, la caja de Hanna que contenía las diversas fichas con los pasos a seguir, casi lo hacía sospechar que alguien había creído tanto en los demás, en los hombres, que eventualmente había abandonado a su propia hija con un catálogo de fichas para que la educaran. Esto es, había confiado tanto en los demás –como un loco, susurró Fried–, que había creído que alguien podría no sólo acompañar a Hanna, sino enseñarle cosas y ayudarla a progresar en las metas referentes a (y Fried fue leyendo en voz alta algunas de las metas a medida que hojeaba el catálogo): “HIGIENE, MOTRICIDAD FINA, REACCIONAR ANTE ESTÍMULOS TÁCTILES Y CINESTÉSICOS”.
–Yo hay veces que todavía no sé hacer eso –dijo Fried–. La mejor forma de reaccionar a un golpe es dando otro golpe o, en otras ocasiones, fingiendo que no se tiene la fuerza para responder, “ADQUIRIR HÁBITOS EN LA MESA, REACCIONAR A INSTRUCCIONES GESTUALES Y VERBALES, REACCIONAR A LA SEXUALIDAD DE UN MODO SOCIALMENTE ACEPTABLE, REALIZAR TRABAJOS CON MATERIALES METÁLICOS, CUIDAR ANIMALES”, y esta meta que sigue sí que es difícil, ¿cuántos de nosotros la lograremos? –y Fried leyó–: “OCUPAR DE MANERA ADECUADA SU TIEMPO LIBRE”, ¿usted es capaz de hacer eso? –me preguntó Fried, yo sonreí ante la pregunta, y sí, claro, ese método de aprendizaje y educación para personas con discapacidad mental me hacía preguntarme cuántos de nosotros no tendríamos algún problema, mucho más leve, claro, pero ¿cuántos de nosotros, por ejemplo, sabríamos “OCUPAR DE MANERA ADECUADA NUESTRO TIEMPO LIBRE”?
–Sí, es cierto, pero hay que ser claros –dije yo–; ella no es como nosotros, y esto no es una tragedia para nosotros, sino para ella. Nosotros podemos bromear al respecto; ella no, porque simplemente no es capaz.
–Es un poco, y discúlpeme la imagen –dijo Fried vuelto hacia mí, interrumpiendo mi pensamiento y como si le pidiera disculpas al padre mismo de la niña por la grosería que iba a decir–, es un poco como si hubieran abandonado una máquina a la mitad de la calle, una máquina desconocida, inusual o al menos muy rara, como si la hubieran abandonado teniendo la delicadeza de dejar también un manual de instrucciones, para que quien se llevara la máquina extraña supiera qué hacer con ella, por dónde prenderla, cómo sacarle el mejor provecho. Discúlpeme la imagen –repitió Fried–, pero esto es un manual de instrucciones, hasta dibujos tiene –y, en efecto, tenía dibujos de dedos torpes apretando botones, de manos haciendo un esfuerzo excesivo simplemente para lavarse los dientes, una tarea que no es de fuerza sino, en cierta forma, de pericia, digámoslo así, una tarea que re quiere, si nos ponemos en los zapatos de alguien que tiene problemas motrices, una puntería muy particular–. Bueno –dijo Fried–, no sé si el que la abandonó se merece nuestro odio y nuestra venganza por haber cometido la canallada de abandonar a una persona demasiado débil como para defenderse mínimamente o si se merece nuestro agradecimiento.
¿Por qué habría de merecer nuestro agradecimiento?, quise preguntar, pero ya estábamos llegando a Berlín, a la estación.
V. DECIR ADIÓS
Fried, que se había quedado en la estación para esperar otro tren –su viaje continuaría–, nos recomendó un hotel no muy lejos de ahí, barato, propiedad de una pareja que protegía a su familia desde hacía muchos años y que, según dijo, nos cuidaría bien; y Hanna y yo nos dirigimos al hotel después de cenar, con la dirección escrita en un papel por el puño y letra de Fried, que había añadido al reverso (“No puedo”, había dicho, “escribir puras cosas útiles”) las enigmáticas palabras “LA VIBRACIÓN DEL PAISAJE NO IMPEDIRÁ LA VIDA” , y enseguida: “de Fried Stamm, con cariño”. Nos despedimos en la estación, extrañamente –pues apenas si lo conocía, no habíamos tenido más que unas horas de plática– con un fuerte abrazo, y después Fried repitió la acción con Hanna, pero muchas veces y estrujándola con tanta fuerza que temí lo peor, que reaccionara de manera imprevisible –¿gritará, empezará a moverse sin control?–. Pero no: ella respondió como pudo, golpeando repetidamente con sus brazos gorditos las ancas de Fried, como si este fuera un instrumento de percusión amigable, un instrumento que, al recibir golpes, lo abrazara a uno; y lo raro –otra persona diría lo bello, pero no lo era, al contrario: si se analizaba fríamente resultaba, a fin de cuentas, terrible– era que Fried, al igual que yo, parecía pedirle disculpas por no ser como ella, por ser normal y entender las cosas; por tener plena conciencia de que nosotros podríamos salir de nuestra tristeza fuese cual fuese su profundidad, al tiempo que ella no podría salir de la