Una niña está perdida en su siglo en busca de su padre. Gonçalo M. Tavares
muchas otras ocasiones– en un momento de satisfacción, como si me murmurara a mí mismo: “¡Otro más, otro más!”, en una especie de juego de seducción en el que, por lo demás, no era yo ni el sujeto ni el objeto de la seducción. Gran parte de la extraordinaria sensación de reconocimiento que sentía se debía a la expectativa creada durante el pequeño trayecto –espacial y temporal– que iniciaba en el momento en que a lo lejos, a treinta metros, digamos, veíamos a una persona, y terminaba en el referido instante en el que, si quisiéramos y nos esforzáramos, podríamos ver el color de los ojos del otro y el otro podría ver el color de nuestros ojos por ser tanta la proximidad. Y sí: la gente, cuando cruzaba la mirada con Hanna, sonreía con simpatía.
IV. COMER
Ese día nos detuvimos más tarde a comer y, sentados uno frente al otro en un restaurante, mientras la observaba devorar una rebanada de pastel, recordé las muchas veces que le había preguntado el nombre de su padre y lo que ella, invariablemente, respondía: que si decía el nombre de su padre le arrancarían los ojos y la lengua. Y decía semejante cosa con serenidad y, al mismo tiempo, con una especie de terror inclasificable:
–¡Si digo el nombre de mi padre, me arrancan los ojos y la lengua!
Y hacía gestos, simulándolo.
En eso pensaba yo mientras veía en su boca la batalla entre la comida y el lenguaje, entre el deseo de comer y el deseo de hablar, entre una necesidad, la de la alimentación constante, y una posibilidad, la del lenguaje, que nos distingue por completo de cualquier otra cosa o animal. Y me resultaba evidente que, si algún día nos faltara la lengua, si desapareciera, si nos la arrancaran como temía Hanna, nacería en nosotros un ansia extrema, y extrañaríamos no la capacidad de hablar bien, de pronunciar correctamente, sino, mucho más, el sabor, el sabor de la comida, la satisfacción fisiológica que la boca le quita, le roba, incluso, a cada alimento.
Y cuando yo le preguntaba “¿Quién te dijo eso? Eso de los ojos… la lengua”, ella enmudecía y se marchaba a otro mundo, renunciando a mí, a explicarme. Yo a veces pensaba que quizá su propio padre le habría hecho esa amenaza, otras veces creía que podría haber sido otra persona –¿quién?, su madre, por ejemplo, si existía; Hanna nunca me había hablado de su madre, era un completo vacío en sus referencias; tampoco de un médico o de un amigo o alguna otra discapacitada con trisomía 21 que compartiera con ella los juegos a veces violentos de los niños–. En otras ocasiones yo llegaba a la conclusión de que Hanna, al cabo, me estaba diciendo algo sin un sentido concreto, que simplemente se lo estaba inventando.
IV
SUBIR Y BAJAR
I. VÉRTIGO
Por la tarde encontramos la dirección del anticuario que yo estaba buscando. Era un edificio abandonado en la parte vieja de la ciudad, de cuatro pisos, en cuyos primeros tres niveles no vivía nadie, si consideramos que cada hogar presupone, ante todo, una puerta que pueda cerrarse y que señale la frontera, la separación entre el interior –la casa– y el exterior –el mundo–. Pues bien, hasta el cuarto piso no había ni una sola puerta, y lo que antes habían sido viviendas familiares, pobres, sin duda, eran ahora restos de elementos constructivos, como un texto que por un descuido repentino (una mancha de agua que se derramó) va perdiendo palabras y frases enteras hasta que se vuelve ilegible y llega a ese nivel de incomprensibilidad por debajo del cual cualquier idea de reconstruirlo es imposible. Eso es, pues, lo que Marius sentía al ver aquellos viejos departamentos entonces convertidos en ruinas, visibles para quien subía por las escaleras del edificio: eran casas, así, incomprensibles, casas que no se conciben como casas porque no se pueden reconstruir; los rasgos que quedaron, que sobrevivieron, no bastan; no se trata sólo de un rostro que se ha vuelto irreconocible, sino de un rostro que ha perdido su humanidad, y por eso exige otra palabra que lo designe. El ascenso para llegar a ANTIGÜEDADES VITRIUS fue, pues, un momento cargado de sensaciones, casi todas desagradables. ¿Y cómo interpretaría Hanna lo que veía?, pensaba Marius, ¿como un juego?, ¿como una broma de Marius? –¡ahora voy a llevarte a un lugar feo!–, ¿o como un conjunto de casas simplemente desordenadas que alguien, en poco tiempo, volvería a acomodar? ¿Estaría asustada?
–Allá arriba está el anticuario del que te hablé –repitió Marius tres veces, no sólo para calmarla, sino también, de alguna manera, para convencerse a sí mismo de que no se había equivocado. Más allá de este paisaje desolador que sólo podía discernirse a intervalos (porque, como no había luz en las escaleras, la única luminosidad provenía de las ventanas y manifiestamente no bastaba), estaba también el esfuerzo físico, que de pronto adquirió una evidencia absoluta por el sonido, en aquellas condiciones casi ensordecedor, primero de la respiración de Hanna y, después, del jadeo de Marius. Otra fuente de peligro, que adquiría a cada escalón mayores proporciones, era la ausencia de un pasamanos o de cualquier protección lateral, aunque fuese mínima, en la escalera de piedra, viejísima, de peldaños irregulares, de modo que Hanna y Marius tenían que subir lo más arrimados que podían a la pared, pues a partir del segundo piso la inminencia de una caída anunciaba una tragedia. Llegado un cierto punto, Marius sintió que aquello era el fin. Intentaba, como siempre, proteger a Hanna, y por eso le había dejado, naturalmente, la parte de adentro de la escalera –Hanna subía rozando a veces la pared con la mano izquierda, y apoyándose en ella cuando tenía que equilibrarse, y Marius tomaba, como de costumbre, también, la mano derecha de Hanna con la mano izquierda–, de manera que él subía por el lado de afuera, a menos de medio metro del agujero –que, como cualquier otro, estaba poco iluminado–, y eso lo situaba a unos cuantos centímetros, (la cosa empezó a hacerse palpable), de una caída aterradora. Marius nunca antes había sentido aquello, pero entonces, en aquel ascenso, le quedó claro: sufría de vértigo, y daba algunos pasos titubeando, no por la irregularidad de los escalones, sino, a partir de cierto momento, por una irregularidad motriz o, más precisamente, por la irregularidad e inestabilidad de algún centro de decisiones. Así pues, ahora no sólo oscilaba entre el pudor natural y la tentación de arrimarse cada vez más a la pared y por lo tanto a Hanna, en una proximidad física, un contacto físico que nunca habían tenido hasta entonces –Marius sentía por primera vez el enorme, asombroso, casi inhumano calor que emanaba Hanna–; no sólo oscilaba, pues, físicamente entre su lado izquierdo, donde la temperatura y la seguridad eran mayores, y su lado derecho –más peligroso y más frío–, también había en él un desequilibrio mental, psicológico. Marius sintió, al menos dos veces, con claridad, esas ganas de dejarse ir, de soltar la mano de Hanna y lanzarse al precipicio. Y tenía tanto miedo de lanzarse al precipicio –algo en su interior, algún mecanismo, lo incitaba a hacer precisamente eso–, que aquello era un combate, invisible para cualquier persona que observara la escena, pero muy real y concreto, entre lo que hacían sus músculos con todas sus fuerzas, buscando hasta el límite una especie de inflexibilidad muscular –¡No voy a hacerlo!–, y lo que hacía su voluntad, más inexplicable –que, en definitiva, lo empujaba por dentro y le repetía, como las malvadas, las malvadísimas sirenas, ¡lánzate, lánzate ya!
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