El polígrafo sexual. Noelia Medina
nunca la miraba como mujer? La mayoría de los compañeros lo hacían, pero él no. ¿Qué la hacía invisible a sus ojos? «Puedes comprobarlo cuando te toque preguntar, ahora solo debes responder algunas cuestiones más», se recordó.
Únicamente tenía que ser más descarada que él para sacarlo de la zona confortable en la que estaba acostumbrado a moverse con las mujeres.
—Sí, me he masturbado en los últimos dos días. Lo hago cada noche y cada mañana. Algunos deberían copiar la táctica para venir más liberados a trabajar. —Sonrió.
Daniel, sin poder evitarlo, la imaginó sin uniforme, tumbada en su cama, recién levantada y con los dedos entre sus pliegues mientras gemía. Con esfuerzo, controló la dureza que amenazaba con mostrarse en sus pantalones. O eso pensó, que la erección que emergía escondida bajo su ropa interior no había llegado a desarrollarse en toda su magnitud por el esfuerzo mental que había mantenido, y que pasaba desapercibida. Pero la reacción de Lara le hizo sospechar lo contrario.
Ipso facto, la mujer abrió los ojos al máximo y enfocó debajo de la cintura cuán búho observa desde su árbol en plena noche en busca de su presa para alimentarse. Fue una milésima de segundo. Al instante subió la mirada, se cruzó con la del agente Garrido y, seguidamente, la perdió como si pretendiera traspasar la pared de color blanco desgastado que ornaba la sala en la que estaban.
«¿Se habrá dado cuenta de que he visto cómo se ponía duro? Que más dará, en todo caso sería él quien tendría que sentirse avergonzado. ¡Joder! Creo que acabo de mojar mis bragas».
Daniel percibió en el rostro las extrañas reacciones de Lara, aun habiendo ocurrido en una fracción de segundo. Su mirada, también perdida, acabó en el mismo punto de la pared que la de su compañera.
Volvió a imaginarla tumbada, en su cama, acariciándose antes de ir a la comisaría, disfrutando de esos minutos mágicos de la mañana que, a veces, parecen felizmente interminables y traspasando la humedad de sus entrañas hacia sus dedos. «¿Será de las que se depilan entera siguiendo la moda de las películas porno?».
—Tienes una pregunta más y cambiamos.
—Dos.
—Has comprobado que funciona perfectamente, así que una —se negó ella.
—De acuerdo, dos. La primera… —Se detuvo—. Espera un momento, ¿entonces es cierto que te masturbas dos veces al día?
Y, antes de que dejara escapar una sonrisa pícara de sus labios, gruesos y carnosos, ella lo cortó:
—Sí. Y acabas de consumir una de las dos preguntas.
—No… era…
—Una pregunta y te quedaban dos.
—Juega fuerte, señorita Martínez. Bien, bien —respondió el agente a la vez que se mordía el labio inferior, mientras seguía imaginándosela follándose con sus dedos.
—¿Te has probado?
—¿Qué si me he qué...?
—A ti misma, cuando te das placer. Sea por la mañana o por la noche. Con los dedos empapados del gusto que te produce follarte. Si alguna vez has acariciado tus pechos desnudos, subiendo desde tu coño hasta llegar a la comisura de tu boca, y te has probado. ¿Has relamido tu propio sabor?
Por impulso natural, ella tragó saliva, se recostó cómodamente en la silla y lo miró a los ojos. Hacía ya unos minutos que aquello había dejado de ser una estúpida prueba laboral. Se preguntó qué hacía flirteando con Garrido, con el inepto y engreído de Garrido. Estaba cachondo a su costa, hurgando en su intimidad, y aún con aquellas dudas rondándoles, le respondió:
—Sí. Pero me gusta más cuando es otra boca la que me da a probar mi propio sabor.
Satisfecha y perdiendo la vergüenza, lo miró sin reparos, primero a él, y después a su polla que, ahora sí, se mostraba dura y en todo su esplendor dentro del uniforme. Se frotó los muslos de manera inconsciente al moverse sobre la silla e intentó aliviar la quemazón que sentía entre ellos.
Estaba excitada, sí. Ya no tenía dudas.
Las malditas preguntas, o el maldito juego que habían creado por seguir el rollo a la estúpida idea de Garrido, estaba yéndosele de las manos. De hecho le sudaban y ansiaban bajar la cremallera de su interrogador para agarrar lo que allí se encontrara. Duro, seguro. Porque desde su posición, sentada en aquella silla, pudo comprobar perfectamente cómo la polla había ganado tamaño y consistencia delante de ella, llamándola.
—Me toca. Quítame estos cables, por favor.
Daniel asintió, se acercó y empezó por los dedos.
—Te sudan las manos.
—A ti se te ha puesto dura y no digo nada. Venga, termina, que es mi turno.
Garrido notó cierto pudor por su cuerpo. Pudor que duró lo mismo que dura caerse una estrella, y, posteriormente, se transformó en excitación.
—No te muevas, voy a desabrochar los sensores del pecho.
Lo cierto es que lo hizo con mucha delicadeza y trató no parecer grosero.
«A estas alturas, va a resultar que es un caballero», pensó Lara mientras sentía que le rozaba un pecho con el lateral de la mano. Notó cómo el pezón cubierto por el sujetador se endurecía, y le gustó.
Se levantó con rapidez, aturdida por la sensación, y Daniel ocupó su puesto.
—¿No me ayudas con los cables? —le preguntó, burlón.
—Claro que no.
—Eh, yo te he ayudado a ti.
—Nadie te lo ha pedido —le recordó.
Mientras su compañero terminaba de situar los cables, se sentó frente a él. Demasiado nerviosa y descolocada se sentía como para aguantar su peso sobre las piernas.
—Vale, comenzamos. ¿Tu nombre es Daniel Garrido?
—Sí.
La luz verde funcionó correctamente.
—¿Te consideras un estúpido amargado? —intentó bromear, pero, para su sorpresa, Daniel respondió afirmativamente y la luz verde apareció.
Ninguno dijo nada. Ella estaba sorprendida de su sinceridad y él también por haberse dejado descubrir con tanta facilidad.
—Tus preguntas de cortesía me aburren, rubia —añadió con rapidez para alejar el halo de preocupación que se había instalado en el rostro de ella. Le gustaba más la poli cañera que la afligida—. ¿No vas a preguntarme si llevo los calzoncillos puestos?
Lara sonrió, más relajada.
—¿Para qué?, si ya he comprobado que la tela retiene a la bestia. Yo no gasto mis preguntas en tonterías. Continúo: ¿Es cierto que estás casado?
Esta vez, el agente dudó unos segundos mientras oteaba de reojo su mano descubierta de alianza. No le había preguntado si lo estaba; lo daba por hecho. Sabía que en la comisaría hablaban de él y de las hipótesis sobre su matrimonio, pero no era momento de pensar en eso. No quería que aquel instante caliente se esfumara.
—Sí, estoy casado.
Según la máquina, era verdad.
—¿Y no te sientes mal preguntándole a tu compañera de trabajo si se chupa los dedos después de correrse?
—O antes. Pero no, no me siento mal.
La luz, de nuevo, se encendió de color verde. La mirada de Daniel se oscureció y los ojos de Lara se transformaron; ahora estaban más brillantes, más excitados.
El hombre descubrió que la muchacha tragaba saliva y cómo su voz se volvía más ronca y pausada al preguntarle:
—¿Alguna vez me has mirado de