¿Jugamos?. El Vecino del Ático
dignas —su jefe siempre encontraba la forma de hacerle ir a trabajar cuando estaba disfrutando de ellas—, decidió, por una vez y para celebrar junto con sus amigos que empezaban década nueva, realizar una escapada en coche tipo película Miedo y asco en Las Vegas, pero cambiando las drogas por copazos de esos que sirven con vaso grande de cristal y haciéndolos parecer una cosa más cool.
Desde que decidió afiliarse al sindicato, consiguió hacerse respetar en el trabajo, y eso le hizo ganar autoestima tanto dentro como fuera de él.
Era un tipo de complexión delgada —o esmirriado, como se autodenominaba él antes de proceder a su cambio de actitud—, con la tez clara y cabello castaño.
Viéndolo en esta nueva etapa de su vida, nadie se habría imaginado que tiempo atrás había sido algo parecido a un fantasma; por la falta de luz en su mirada y lo desapercibido que pasaba por el mundo.
De hecho, era un hombre normal. Guapete, incluso.
Ahora tenía luz en la mirada, vida en el cuerpo y desprendía tanta seguridad que ya ni recordaba que esa era su verdadera identidad.
Mientras cenaba en el restaurante del hotel, solo y vestido como si fuera a «comerse» el Estudio 54, se acordó de la despedida en el taxi de aquella mujer misteriosa que, entre risas y bromas, lo había invitado la madrugada anterior a pasarse por el lugar donde estaría aquella noche. En la celebración de una boda. Esperaba que no fuera la suya propia.
Pensando en aquella proposición tras salir del restaurante, Marcos empezó a caminar sin saber muy bien hacia dónde dirigirse. O sí… Quizá, en el fondo, sí que lo sabía.
Llegó a la playa, la única donde había un chiringuito. Si había alguna boda playera en esa localidad, debía ser allí.
Caminando por la playa, se presentó con un traje oscuro, doblado a la altura de los tobillos. No era de llevar camisas, por norma general. Así que, a pesar de ir con traje, hecho que le gustaba, y lo hacía de vez en cuando, lo acompañaba de una camiseta ajustada y divertida. En esa ocasión, le había tocado a una que decía algo así como «Si el trabajo fuera bueno, se lo quedarían los ricos» junto a un dibujo tipo emoticono de red social. El color escogido para ella fue el blanco, que combinaba perfectamente con el oscuro del pantalón y la americana. Las letras, en color negro. En la mano, llevaba las chanclas de verano para salir.
Su aspecto era el de un tipo elegante, dentro de la informalidad de sus combinaciones.
Fumando, se acercó al chiringuito. A pesar de estar celebrando una fiesta de carácter privado, estaba abierto al público.
Era de madera. Decorado escuetamente con atrezo nupcial. Los lazos blancos en las pocas sillas que quedaban ya a esas horas, pues los invitados ya estaban tomando copas y bailando, predecían que Marcos había dado con la famosa boda. Las luces de colores hacían del lugar un verdadero paraíso a tan solo unos metros del mar.
Marcos no desentonaba en exceso.
Con decisión, se dirigió a la barra y pidió una cerveza bien fría. Tras servírsela con mucha amabilidad una camarera, que parecía ser una de las invitadas por lo bien que se lo estaba pasando, se dirigió a la arena para mirar el mar. Observó la luna reflejada en el agua y decidió darle una pausa al cigarrillo, que era de liar y se apagaba si no le daba uso.
Guardó lo que le restaba en una minicaja que siempre llevaba encima para no dejar restos de su paso por el mundo como fumador, y se subió todavía más los pantalones para darse el gusto de poner los pies en remojo.
Se lo pensó y no dudó demasiado… Salió de nuevo, se quitó toda la ropa y volvió a entrar hasta que el agua le llegó a la cintura. Se tiró de cabeza.
—Está genial —pensó en voz alta mientras cogía aire para volver a introducirse en el agua y empezar a nadar un poco.
En ese momento, echó de menos tener a alguien ahí para que le acercara una toalla, pues temía, eso sí, el momento de la salida del agua.
Al salir, se sentó en la arena y, sorprendentemente, no tuvo frío.
Abrió la cajita y sacó el medio cigarrillo que había dejado para después, justo para ese momento.
Dejó que la brisa costera hiciera lo propio para secarse y, maravillado, disfrutó del mar de esa última noche de vacaciones.
Se puso el pantalón, pero olvidó la ropa interior. O bien fue eso y se había tratado de un descuido, o alguien se los había cogido para gastarle una broma y no se había dado ni cuenta.
Le gustó notarse desnudo debajo del pantalón, así que no hizo demasiado por volverse a ver si encontraba la prenda desaparecida. Era suave y le agradaba. No echó de menos los bóxers negros y ajustados que había decidido ponerse esa noche.
Decidió acercarse al chiringuito a pedirse una copa mientras dejaba el resto de la ropa en la orilla, arriesgándose a que, a la vuelta, se la encontrara empapada o flotando en el agua.
Únicamente con un pantalón y el pelo todavía mojado, se dirigió al establecimiento de madera que ocupaba parte del suelo público durante los meses de verano.
Conforme iba acercándose, vio unos ojos que lo miraban de frente, acompañados de una monumental sonrisa.
—Es ella —pensó de nuevo en voz alta.
Al acercarse más a la mujer, pudo ver perfectamente su sonrisa, que le decía sin necesidad de hablar que estaba encantadísima de su presencia. Una especie de magia se creó en ese cruce de miradas, que se acrecentó cuando ella le hizo un guiño con el ojo derecho mientras se daba la vuelta y se dirigía a la barra.
Llevaba un vestido negro, cortito y aparentemente suave, con un pequeñísimo cinturón que hacía de frontera entre la parte del torso y lo que, de manera muy sensual, dejaba paso a unas piernas bronceadas. La talla cien de pecho que se insinuaba entre el escote y la silueta que le hacía el vestido combinaba perfectamente con las caderas de la mujer.
Una vez más, la realidad les demuestra a los cánones de belleza que no es necesario ser extremadamente delgada y medir un metro ochenta para ser y sentirse bonita y deseada.
Con aquellas curvas, sumadas a su sonrisa, y el pelo largo suelto al viento, había conseguido provocar ese efecto hipnotizante en el chico misterioso del taxi donde, casualmente, habían coincidido la noche anterior.
Detrás de ella, Marcos siguió su camino en busca de su copa. Un ron con cola era el objetivo.
Había mucha gente esperando su turno en la barra: los que conversaban animadamente y los que bailaban al ritmo de la música, o lo intentaban.
Se colocó justo detrás de la chica del taxi y pudo observar que de sus orejas colgaban unos pendientes de aro que parecían de plata, de aquellos que venden en las ferias o mercados alternativos con detalles bastante trabajados. Le hicieron sospechar que la susodicha debía ser amiga del rock and roll o, por lo menos, algo diferente a los estereotipos estandarizados de mujeres de su edad.
Mientras esperaba el turno para pedir su ron con cola y por motivo de la «muchedumbre» del lugar, no tuvo más remedio —o sí— que pegarse bien al vestido negro de la muchacha.
—¡Un ron con cola, por favor! —exclamó para que lo oyera esta vez un camarero. Al acercarse a la barra para pedir, su nariz quedó a la altura del cuello de la recientemente conocida. Como la música no permitía otro tono de voz, tuvo que subir el volumen para decirle—: Guau, qué bien hueles.
Al inspirar el perfume embriagador que desprendía la mujer del taxi, quedó como embrujado por una pócima. Ella, al igual que él, realizaba su pedido para saciar la sed de su garganta en la barra de aquel chiringuito de playa que, de manera inusual, se había convertido en una boda que los novios, seguramente, jamás iban a olvidar.
Pegando su cuerpo con el de ella mientras los camareros preparaban lo que habían pedido, Marcos notó cómo el suyo había sido invadido.
La chica del taxi, no sabía bien si por un descuido