El libro de Lucía. María Lucía Cassain
y emprolijo diariamente, cuando voy en camino al Tribunal, logrando transformarla en mi mente en un lugar muy armonioso y agradable, digno de recorrer, ser visitado y fotografiado, aun por extranjeros. Aquí aparece sin dudas la obra del “intendente mágico de frentes” ese cargo inexistente que alguna vez fantaseé ocupar y que algunos de mis afectos ya conocen.
Y ahora me pregunto: ¿tendrá que ver la suciedad barrial con la mugre humana?
Y continúo con mi cantinela… San Martín cruzó la cordillera de los Andes para liberar a los pueblos (un grande) y los vecinos que viven en la ciudad que lleva su nombre no pueden mantener siquiera sus propias veredas limpias, imposible pensar que pudieran buena y espontáneamente asear la de al lado, menos la de enfrente, y entonces siento una pena tan grande y pienso en el egoísmo y la miserabilidad de las personas, llegando simplemente a considerar que estas cosas son, entre otras, las que enojan a Tolerancia 0.
Si algún vecino pudiera entender el sentido de estas palabras y modificara su actuar en consecuencia, ¡¡me haría muy feliz!!, aunque sé que ello nunca va a ocurrir.
Esto de pensar en ser un “intendente mágico de frentes” no es algo novedoso y exclusivo en relación con mi persona ni con el partido de San Martín, en realidad el concepto tiene que ver con una postura personal acerca de la armonía y la belleza en general que arrastro desde siempre. ¿Obsesión estética? Aún no lo sé.
Cuando era estudiante tomaba todos los días el tren del Ferrocarril Sarmiento, colectivos para ir y venir a la facultad, al trabajo y a mi casa, y en algunas oportunidades hasta viajaba dos veces por día al centro, como así se daba en llamar a la Capital Federal, hoy Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
Me explico… Muy temprano a la mañana me levantaba para cumplir con mis obligaciones diarias que abarcaban ir en el colectivo de la línea 216 hasta la estación de Ramos Mejía, allí tomaba el tren hasta la estación de Once y luego nuevamente un colectivo hasta la Facultad de Derecho, circunstancias en las que observaba el amanecer a través de las ventanillas del colectivo de la línea 62 cuando avanzaba por la avenida Pueyrredón.
Luego, en horas del mediodía me dirigía al Juzgado de Morón, por cierto desandando el camino anterior y extendiendo el tramo del tren, dos estaciones más y después de trabajar regresaba a la estación de Once, nuevamente tomaba el colectivo a la Facultad y por último regresaba a Ramos Mejía. Es decir, viajaba muchas horas por día y si bien algunos de esos recorridos los utilizaba para estudiar o conversar con algún compañero, en otras oportunidades me dedicaba a observar a los pasajeros, embelleciéndolos en mi imaginación.
Así, les sacaba kilos a los excedidos, les combinaba la ropa que vestían, incluyendo accesorios, cambiaba los peinados, los estilos en general e incluso incursionaba en alguna cirugía plástica respecto de aquellos que tenían narices a veces muy prominentes.
Mediante este pintoresco recurso (si se quiere) no me aburría demasiado y, si en algún momento, como para cambiar un poco, dejaba el objetivo de las personas, pasaba hacia las modificaciones del exterior, el de la belleza de las casas, de los frentes, algunos laterales, terrazas y contrafrentes y lo aclaro porque eran los que se veían desde la ventanilla del tren o sea, un conjunto de grises en el atardecer, sobre los techos del barrio de Caballito rumbo a la estación de Once o antes del desvío a la subterránea estación llamada Plaza de Miserere, algo que realmente me deprimía.
Entonces, en el fragor del embellecimiento de las terrazas, patios traseros y algunos laterales se iba haciendo la noche, me olvidaba de los grises y la tristeza y terminaba por renovar mi espíritu ya en la facultad cuando me encontraba con mis compañeros, que en general eran alegres.
Una de mis compañeras, que trabajaba como yo y al volver a su casa tenía que preparar la cena para su marido, me sorprendió un día mientras daba clase un profesor, sacando de la cartera unos bifes envueltos en nailon transparente y, cuando me los mostró, yo no podía parar de reírme. Fue maravillosa la escena y cada día, al recordar ese episodio, como si fuera hoy esbozo una sonrisa.
Bueno, de allí viene esto de ser el intendente “mágico” de frentes, que además creo que estaba motivada en alguna otra circunstancia la cercanía en mi niñez con la arquitectura, carrera que estudiaban mis hermanos mayores y en las que solía participar cuando tenían que hacer entregas en la facultad, no tenían mucho tiempo y entonces yo colaboraba algunas veces como autora de los pastitos que se pintaban en planos y maquetas.
Por supuesto lo hacía con felicidad y ese contacto con los proyectos que ellos diseñaban quizás alimentaron la fantasía de aquel intendente que hacía, y hace aún, que todos mis traslados terrestres sean objeto de pequeñas o grandes transformaciones en las construcciones y estética de las calles por las que transito, continuando siempre con las tareas de pintura y mantenimiento en las que incluyo pavimentos, veredas y jardines.
Sus amigas y otras cosas
Tolerancia 0, o sea yo, versión 2015, porque antes no existía, tiene una excelente amiga que se llama Prudencia, quien la acompaña en su interior y es tan buena en sus capacidades que muchas veces la deja salir para acompañar a otros que con urgencia la necesitan.
Esa amiga es tan importante, porque con sus sabios consejos, en ocasiones, ha evitado resultados catastróficos o muy desagradables en mí, en parientes, amigos, conocidos y aún en desconocidos, diría que ella tiene un sentido muy especial de la oportunidad y justamente ¡¡ese don la enaltece!!
Diría que Tolerancia 0 y Prudencia conforman hoy un binomio esencial. Ni qué hablar cuando se encuentran con “Piedad”, es que todas trabajando juntas constituyen así un trío que brilla y brilla y ¡¡no deja de brillar!! (modestia aparte).
Hablando de Piedad, esta fue siempre en mi vida la escultura más bella y lo cierto es que, aun sabiendo que Miguel Ángel era su autor, reconociendo mi ignorancia, solo sabía que esa obra estaba en Roma. Ahora, imagínense, el día en el que por primera vez entré al Vaticano y la vi. Recuerdo que estaba, junto a mi marido y mi hija con apenas dos años de edad y al verla sentí una emoción embriagadora, que se mantuvo en el tiempo en que permanecí allí, mientras observaba que la gente aplaudía, descubriendo en ese momento entre los aplausos y el brillo de los flashes que se reflejaban en el interior de la basílica, donde Juan Pablo II oficiaba la misa.
Un momento sublime… porque fue él quien, en una oportunidad, propuso en un viaje que hizo a la Argentina cambiar la “soledad” por la “solidaridad” y esas palabras que pronunció en la sede del Mercado Central ante miles de personas, entre las que me encontraba, tuvieron una honda repercusión en mi propia vida. La escultura de la Piedad aún no había sido objeto de ningún ataque, con lo cual la descubrí cuando no tenía un blindex de protección y la misa a la que asistí fue una verdadera sorpresa y una bendición. Cuando entre amigos alguna vez contaba esa experiencia mi hija me preguntó si el papa la había alzado en sus brazos. ¿Qué ocurrencia, no?
Bueno, pasando a otro tema, la verdad es que en mi presente se deben producir cambios tremendos, no porque sean malos, sino por lo movilizadores. Es tiempo de elaborar mi retiro de la Justicia, es la mudanza necesaria que debo realizar, dejar ese espacio que es mi lugar de trabajo, el Tribunal, con toda la carga emocional que tiene para mí y el desafío de encontrar otro que satisfaga mi intelecto y mi corazón.
Creo que el tiempo es hoy, por decir en estos meses, los acontecimientos externos me indican que aquel lugar con las reformas que se están produciendo no tienen demasiado que ver con los ideales por los que siempre luché, la corrupción apesta, está a la orden del día y en este sentido podría, aunque de un modo colateral, dañarme.
Todo el esfuerzo de mis años de juez tuvieron aquello de dar a cada uno lo suyo, y siempre volqué la pasión en ese servicio. Recuerdo que cuando me presenté en un grupo de terapia dije mi nombre y que trabajaba para la justicia, es decir, me presenté con sinceridad como quien soy y no por el cargo que ocupaba ya en ese momento (1987), y a esta manera de ser, algún amigo la llama humildad. Y si es así, además, me encanta.
Es que aún conservo en mí cierto pudor en relación con los logros profesionales, no sé por qué, pero, bueno, son las 20.37 h del 4 de abril,