El libro de Lucía. María Lucía Cassain
para el ejercicio de mi libertad y si quisiera de mi profesión o cuanto menos, de las habilidades adquiridas en las tan diversas situaciones que debí enfrentar y sortear.
La opinión de que mi retiro implicaría una pérdida para la república como me dijo un fiscal general que merece todo mi aprecio por supuesto me halagó, pero siento que no debo dejarme seducir por estos “cantos de sirena” porque ya es tiempo de que los más jóvenes asuman más responsabilidades, y estoy convencida de que el aporte al país, a la democracia, en todo caso ya lo hice y que mi permanencia o no en la justicia no habrá de cambiar el rumbo ni el destino de ellas.
Hoy más que nunca afloran mis recuerdos, aquel primer día de trabajo gratuito, hacendoso, hasta el baldeado de veredas propias y ajenas. El almuerzo en la famosa mesa de Mirtha Legrand como primera invitada, hablando de los vinos adulterados, para ese día ya había 17 muertos en una causa en la que investigaba el estiramiento del vino envasado en damajuanas, mezclado con alcohol metílico al tiempo que en París, justamente, se presentaban los mejores vinos argentinos (almuerzo concertado entre Elide y la producción del programa, a mis espaldas).
También mi participación en un programa de televisión con motivo del incendio intencional que había sufrido el Juzgado Criminal nro. 1 de Morón a mi cargo, en tiempos en que en este se profundizaba la pesquisa en una causa de estafas y defraudaciones, en fin, el movimiento de una financiera clandestina que funcionaba en La Matanza, en perjuicio de miles de personas y por un monto que rondaba los 70 millones de dólares, o una extorsión en la que se involucraba al intendente municipal.
¡Cuántas cosas le sucedieron a Tolerancia 0!
Sorprendiéndome
En esta etapa que transito estoy descubriendo que decir que empecé a escribir un libro, mi libro, este, que puede contener cualquier cosa, me coloca en una situación especial. Percibo graciosamente que es como si empezara a adquirir una trascendencia diferente, distinta, tal vez despierta en los demás una curiosidad exagerada como si estuviera a punto de escribir algo digno de ganar un Pulitzer. ¡Cuán equivocados vivimos los seres humanos en esta sociedad!
Lo que para mí comienza a ser un grato esparcimiento, justamente por aquel rol que tengo, parece que algunos sospechan que habré de escribir algo así como el racconto de una verdad o verdades reveladas y entonces me muero de risa, como aquel día en la facultad en que mi compañera me presentó los bifes que habría de preparar para la cena con su marido.
En realidad, para cuando termine este libro seguramente seré tan libre que, sin haber abandonado el mote de la Adecuada, que me lo puso Haydeé, me sentiré orgullosa de haber podido expresar, sin empacho alguno, toda la desilusión que siento de la condición humana, que no es poca, sobre todo luego de haber descubierto en el primer juicio contra un expresidente de la nación y otros militares en el que participé, la existencia de campos de concentración muy cerca de donde vivía, lo que implicó haber comprobado, de un modo fehaciente, la crueldad de los actos ocultos que allí se realizaban, algo mucho más grave que todo lo que había visto suceder en más de veinte años de carrera en el poder judicial de la provincia de Buenos Aires y en el de otros veinte más en la justicia federal hasta ese momento.
Al respecto, recuerdo que el día en que vi en el cine el estreno de la película La lista de Schindler me pasaron dos cosas que marcaron mi vida. La primera que, en el intervalo me enteré del accidente trágico sufrido por una persona de la familia muy querida, Ester, y la segunda que me prometí a mí misma no volver a ver ninguna película que se relacionara con el Holocausto, porque sentí que el dolor que me invadía era insoportable y quién me iba a decir, en ese tiempo, que en mi vida, iba a tener que juzgar hechos como los que se veían en aquel film: secuestros, torturas, hambre, violaciones, homicidios, incineraciones, en síntesis, deshumanización y entonces, recapitulando, el llamado de aquella colega fue el anticipo de mi futura intervención en otros juicios de “lesa humanidad” que por supuesto conmovieron mi espíritu nuevamente.
La visa
Entre tantas cosas que me suceden, el 14 de abril concurrí a solicitar la visa para viajar a Estados Unidos, traicionando un postulado que tenía en mi juventud. Justamente no hacerlo, porque me irritaba solo pensar que para viajar como turista a otro país debía pedir permiso. Bueno, corrí aquel postulado a un costadito y resignada fui a Icana, entre otras cosas para preparar un viaje de placer con mi hija y mi marido.
Recuerdo que, en una oportunidad en que aquel permiso no era necesario, fui a Estados Unidos a hacer un curso de “los juicios por jurados” en una universidad en la ciudad de Los Ángeles y grande fue mi sorpresa cuando descubrí que en aquel país me catalogaron como de “raza hispana”, por escrito en formularios que debía completar.
Es decir, a los 45 años aprendí que además de las razas que me enseñaron en la escuela primaria, blanca, negra y amarilla había otra, esta nueva categoría inventada seguramente por ellos “la hispana”, de la que por cierto estoy orgullosa.
En esa oportunidad “yo, la hispana” comprobé la viveza (criolla) de los norteamericanos. En horas de la mañana muy temprano íbamos a la facultad, desayunábamos y luego de recibir una clase teórica nos llevaban a presenciar diversos juicios por supuesto con traducción simultánea y de distintas jurisdicciones. Y así, tuve la oportunidad de darme cuenta de lo que paso a explicar.
Si en el juicio que se desarrollaba, el procesado era de raza negra, “casualmente” el fiscal o sea el que lo acusaba y pedía su condena a prisión, era de la misma raza y el defensor era blanco. Y viceversa, si él o la acusada eran de raza blanca, los acusadores tenían el mismo color de piel y esto lo percibí en varios de los juicios a los que asistí, por lo que concluí en que no era ello obra de la casualidad, sino una manera delicada, utilizada para disimular la discriminación que en realidad pienso que subyace allí. Esta apreciación solo se la transmití durante nuestra estadía a mi marido que me había acompañado, mi amiga Prudencia me lo aconsejó en esos momentos.
En relación con esto, en otra ocasión, el guardia de raza negra, que controlaba el escáner por el que pasábamos obligatoriamente para ingresar a las Cortes, no creía que fuera argentina, cuando le exhibí el pasaporte, atribuyéndome a su entender y por mi aspecto la nacionalidad francesa, producto sin duda para mí de su propio prejuicio respecto de los sudamericanos o “sudacas”.
También me sorprendió en esas Cortes el trato de un juez que había otorgado una probatio a una mujer, ya que le indicó a la procesada, que para mí no era otra cosa que una pobre mujer que había consumido drogas, que fuera a inscribirse en el Registro de Delincuentes. Sí, así como así. Yo no podía creer lo que escuchaba y veía. Me pareció como muy fuerte. Era el poder a metros de la desgracia. Mi amiga Piedad se alarmó en ese momento.
Es que, más allá de que esa mujer pudiera eventualmente ser responsable de consumir drogas, así fue traducido, jamás me imaginé que de ese modo grotesco podía dirigirse un magistrado a una procesada, o yo soy muy cuidadosa cuando les indico que deberán ir al Patronato de Liberados para hacer el seguimiento de las reglas de conducta que les impone el tribunal por un asistente social, o lo que vi fue algo de excepción, pero creo que no.
Regresé de ese viaje con la sensación de que en Estados Unidos la comisión de un delito, figuradamente, era algo así como cruzar una calle determinada y que a partir de allí comenzaba para las personas un proceso que me hizo recordar la capitis diminutio (que existía en épocas de los romanos) y ese proceso es muy, pero muy difícil de sortear. Sería en palabras muy sencillas como empezar a perder el estatus de persona, de buena persona, irrecuperable por cierto y esto para mí resultó demasiado extremo.
Con el tiempo aprendí y también reconocí que aquel destrato que había observado en aquella Corte en Los Ángeles resultaba muy parecido al que algunas veces presencié en mi propio Tribunal o en otros que alguna vez integré y esto me llevó a considerar que, según sucedan las cosas, las personas podemos ser educadas y amables (aun en momentos en que debemos comportarnos con severidad o autoridad) o maleducadas y groseras en las mismas situaciones. Y estas condiciones diría que primarias, de nuestra personalidad o del carácter son las que trasladamos a los ámbitos en los que nos desenvolvemos, incluida la magistratura.