Lady Felicity y el canalla. Sarah MacLean
que dejó de serlo.
—Ermitaño o no, Marwick es terriblemente apuesto —dijo Amanda.
—Y rico —señaló Jared—. He oído que llenó esta casa de muebles la semana pasada.
—Yo también lo he oído —dijo Amanda con voz alterada y casi jadeante—. Y también he escuchado que está haciendo la ronda de los salones de té de las matronas más influyentes.
Matthew gimió.
—Si eso no lo convierte en sospechoso, no sé qué lo hará. ¿Quién quiere tomar el té con una veintena de viudas?
—Un hombre que busca esposa— respondió Jared.
—O un heredero —añadió Amanda, con anhelo.
—Ejem, esposa —bromeó Matthew, y todo el grupo rio, haciendo que Felicity recordara por un segundo cómo era ser acogida entre sus bromas, chistes y chismes. En una parte de su resplandeciente mundo.
—Tuvo que reunirse con las viudas para atraer a todo Londres aquí esta noche, ¿no? —intervino la tercera mujer del grupo—. Sin su aprobación, nadie habría venido.
Se hizo un silencio, y luego el cuarteto original rio, pero aquel sonido pasó de la camaradería a la crueldad. Faulk se inclinó hacia delante y le dio unos golpecitos en la barbilla a la joven rubia.
—No eres muy inteligente, ¿verdad?
Natasha atizó a su hermano en el brazo y fingió regañarle.
—Jared, vamos. ¿Cómo va a saber Annabelle cómo funciona la aristocracia? ¡Se casó tan por encima de sus posibilidades que nunca le hizo falta!
Antes de que Annabelle pudiera asimilar aquellas hirientes palabras, Natasha se inclinó.
—Todo el mundo habría venido a ver al duque ermitaño, querida —susurró con claridad y lentitud, como si la pobre mujer fuera incapaz de comprender el más simple de los conceptos—. Podría haber aparecido desnudo y todos habríamos estado encantados de bailar con él y fingir no darnos cuenta.
—Con la fama de loco que tiene —añadió Amanda—, creo que casi esperábamos que apareciera desnudo.
El marido de Annabelle, heredero del marquesado de Wapping, se aclaró la garganta e intentó ignorar el insulto a su esposa.
—Bueno, ya ha bailado con un buen puñado de damas esta noche. —Se giró para mirar a Natasha—. Incluyéndola a usted, lady Natasha.
El resto del grupo soltó una risita nerviosa mientras Natasha se acicalaba; bueno, todos menos Annabelle, que miró a su marido con los ojos entrecerrados. Felicity encontró esa respuesta profundamente gratificante, ya que el marido en cuestión seguramente se merecía cualquier perverso castigo que su esposa estuviera maquinando por no haber saltado en su defensa.
Y ahora era demasiado tarde.
—Oh, sí —continuó Natasha, que se asemejaba cada vez más a un gato atusándose los bigotes después de comer—. Y debo añadir que es un conversador brillante.
—¿De verdad? —preguntó Amanda.
—Sí, lo es. Ni un indicio de locura.
—Eso es interesante, Tasha —respondió lord Hagin, como quien no quiere la cosa, para después darle un trago al champán y hacer más dramática su intervención—. Os observamos bailar y no nos pareció que te hablara ni una sola vez.
El resto del grupo se mofó y Natasha enrojeció.
—Bueno, estaba claro que deseaba hablar conmigo.
—Como el agua, por supuesto —bromeó su hermano, brindando hacia ella con su copa de champán.
—Y —continuó la joven—, me sostuvo con bastante fuerza. Era evidente que estaba luchando contra sus instintos para no estrecharme más de lo apropiado.
—Oh, sin duda… —La sonrisa de Amanda dejaba claro que no se había creído nada de lo que ella había dicho.
Puso los ojos en blanco mientras el resto del grupo se reía. Es decir, el resto del grupo menos uno.
Jared, lord Faulk, estaba demasiado ocupado mirando a Felicity.
Maldición.
Su mirada estaba llena de hambre y placer, e hizo que el estómago de Felicity cayera directamente hasta las piedras que había bajo sus pies. Había visto esa expresión mil veces antes. Solía quedarse sin aliento cuando aparecía, porque significaba que estaba a punto de ensartar a alguien con su malvado ingenio. Ahora se quedó sin aliento por una razón muy distinta.
—¡Escuchad! Pensaba que Felicity Faircloth se había marchado del baile hace siglos.
—Creía que la habíamos echado —dijo Amanda, que no podía ver lo que Jared sí estaba viendo—. De verdad. A su edad, y sin amigos con quien hablar, debería haber dejado de asistir a los bailes. Nadie quiere a una solterona merodeando por ahí. Es francamente deprimente.
Amanda siempre había tenido una habilidad asombrosa para hacer que las palabras hirieran como el viento de invierno.
—Y sin embargo, aquí está —respondió Jared con una mueca, mientras señalaba con la mano en dirección hacia donde ella estaba. Todo el grupo, junto con sus seis respectivas sonrisas, cuatro bien ensayadas y dos ciertamente incómodas, se volvió con espantosa lentitud—. Acechando entre las sombras, escuchando a escondidas.
Amanda observó una pequeña mota que había en uno de sus guantes, blancos como la espuma de mar.
—En serio, Felicity. Qué agobiante. ¿No hay nadie más a quien puedas espiar?
—¿Quizás un lord ignorante cuyas habitaciones desearías explorar? —añadió Hagin, quien sin duda pensaba que era muy inteligente.
No lo era, aunque el grupo pareció no darse cuenta, pues seguía con sus risitas y muecas. Felicity odió la ola de calor que se extendió por sus mejillas, una combinación de vergüenza por el comentario y por su propio pasado, por la forma en que ella también solía reírse