Lady Felicity y el canalla. Sarah MacLean
de emplear—. Vamos, ¿crees que no te conozco? Te conozco mejor que ninguno de los presentes. Soltera, igual que yo. Sosa, justo como yo. Muerta de miedo por quedarse sola. Como estaba yo. —Los ojos de Natasha se abrieron de par en par ante aquella descripción. Felicity se lanzó a dar la estocada final, deseando castigar a esa mujer más que a nadie, la mujer que había fingido tan bien ser su amiga para después herirla profundamente—. Y cuando lo estés, todos estos no te querrán.
El ruiseñor volvió a silbar. No. El ruiseñor no. Era un silbido diferente, grave y largo. Nunca había oído un pájaro así.
O tal vez fuera el tamborileo de su corazón el que hacía que el sonido fuera extraño. Envalentonada, se volvió hacia las últimas incorporaciones al grupo, cuyos ojos abiertos de par en par estaban fijos en ella.
—Sabéis, mi abuela solía decirme que tuviera cuidado. Le gustaba decirme que se podía juzgar a un hombre por sus amigos. Ese refrán es más que cierto con este grupo. Y deberíais tener cuidado de no mancharos con su hollín. —Se giró hacia la puerta—. Yo, por mi parte, me considero afortunada de haber escapado de ellos cuando lo hice.
Mientras se dirigía a la entrada del salón de baile, orgullosa de sí misma por haberse enfrentado a esas personas que la habían consumido durante tanto tiempo, las palabras que había escuchado antes resonaban en su interior: «Eres una mujer de importancia».
Una sonrisa se dibujó en sus labios al recordarlas.
En efecto. Lo era.
—¿Felicity? —Natasha la llamó cuando llegó al umbral.
Ella se detuvo y después se giró.
—No te escapaste de nosotros —dijo la otra mujer—. Nosotros te expulsamos.
Natasha Corkwood era… tan… desagradable.
—Ya no te queríamos y te echamos —añadió Natasha, en un tono frío y cruel—. Igual que lo ha hecho el resto. Igual que lo seguirán haciendo siempre. —Se giró hacia sus amigos con una risa de extrema alegría—. ¡Mírala, pensando que puede competir por un duque!
Tan desagradable.
«¿Es lo mejor que puedes hacer?».
No. No lo era.
—El duque que tú quieres conseguir, ¿verdad?
Natasha sonrió con suficiencia.
—El duque que yo conseguiré.
—Me temo que llegas demasiado tarde —replicó Felicity sin pensárselo dos veces.
—¿Ah, sí? ¿Y por qué? —terció Hagin. Hagin, con su cara engreída y su sofocante perfume y su pelo como el de un príncipe de cuento de hadas. Hizo aquella pregunta con sumo desdén, como si casi no se dignara a hablar con ella.
Como si no hubieran sido amigos antes.
Más tarde, culparía al recuerdo de aquella amistad por haberla obligado a dar esa respuesta. El susurro de la vida que había perdido en un instante, sin entender siquiera por qué. La devastadora tristeza que sintió después. La forma en que la habían catapultado a la ruina.
Después de todo, tenía que haber alguna razón para que dijera lo que dijo, considerando el hecho de que era una completa idiotez. Una locura absoluta.
Una mentira tan enorme que eclipsaba el sol.
—Llegas demasiado tarde para el duque —repitió aun a sabiendas de que debía impedir que aquellas palabras salieran de su boca. Pero eran como un caballo desbocado, que se había liberado de sus ataduras y corría libre y salvaje—. Porque ya lo he cazado yo.
Capítulo 3
La última vez que Diablo había estado en el interior de Marwick House fue la noche en que conoció a su padre.
Tenía diez años, y era demasiado mayor para quedarse en el orfanato donde había pasado toda su vida. Diablo había oído rumores de lo que les ocurría a los chicos que crecían fuera del orfanato. Se había preparado para huir, pues no estaba preparado para enfrentarse a la fábrica en la que, de ser ciertos los rumores, era probable que muriese y nadie encontrara su cuerpo.
Se había creído las historias.
Cada noche, sabiendo que era cuestión de tiempo que vinieran a por él, había ido empaquetando con cuidado sus pertenencias: un par de medias demasiado grandes que había robado de la lavandería, una corteza de pan o una galleta dura rescatada de las sobras de un almuerzo, un par de guantes usados por tantos chicos que no se podían ni contar y con tantos agujeros que apenas calentaban las manos y el pequeño alfiler dorado que había clavado en su pañal cuando lo encontraron de bebé y del que colgaba un bordado en el que había una magnífica «M» roja. El alfiler había perdido hace tiempo su barniz y tan solo quedaba el latón y la tela, que una vez había sido blanca, se había vuelto gris por la suciedad de sus dedos. Pero era lo único que Diablo poseía de su pasado, y la única fuente de esperanza que le quedaba para el futuro.
Cada noche se tumbaba en la oscuridad, escuchaba el sonido del llanto de los otros niños, y contaba los pasos para llegar desde su jergón al pasillo y desde el pasillo hasta la puerta. Salía y se adentraba en la noche. Era un excelente escalador y había decidido tomar los tejados en lugar de las calles; allí era menos probable que lo encontraran si lo perseguían.
Aunque parecía improbable que alguien lo persiguiera.
Parecía improbable que alguien lo quisiera.
Escuchó los pasos que sonaban por el pasillo. Venían a buscarlo para llevarlo a la fábrica. Giró hasta bajar por el lateral del jergón, se agachó, recogió sus cosas y se desplazó hasta colocarse de pie, pegado a la pared que había junto a la puerta.
La cerradura dio un chasquido y la puerta se abrió, dejando entrever el haz de luz de una vela, algo que nunca se veía en el orfanato después de oscurecer. Trató de escapar escurriéndose entre dos personas y llegó hasta la mitad del vestíbulo antes de que una mano fuerte se posara sobre su hombro y lo levantara del suelo.