Lady Felicity y el canalla. Sarah MacLean
—En serio.
—Supongo que crees que no es apropiado que yo conozca la palabra burdel.
—No es que lo crea, es que lo sé. Y deja de decir burdel.
—¿Te hago sentir incómodo?
Su hermano la miró con los ojos entrecerrados.
—No, pero intuyo que esa es tu intención. Y no quiero que ofendas a Irving.
El mayordomo elevó las cejas.
Felicity se volvió hacia él.
—¿Te estoy ofendiendo, Irving?
—No más de lo habitual, milady —contestó el hombre mayor con seriedad.
Felicity soltó una risita mientras el hombre se marchaba.
—Me alegra que uno de los dos aún sea capaz de tomarse nuestra situación a risa. —Arthur miró hacia la gran lámpara de araña del techo antes de continuar—. Dios mío, Felicity.
Y de nuevo estaban donde habían empezado, con la culpa y el pánico y una cantidad no precisamente pequeña de miedo recorriendo todo su cuerpo.
—No quise decirlo.
Su hermano volvió a mirarla.
—¿Burdel?
—Oh, ¿ahora eres tú quien está de broma?
Él abrió los brazos.
—No sé qué más hacer. —Se detuvo, y luego pensó en algo más que añadir. Lo más obvio—. ¿Cómo es posible que pensaras…?
—Lo sé —le interrumpió ella.
—No, no creo que lo sepas. Lo que has hecho es…
—Lo sé —insistió.
—Felicity, le has contado a todo el mundo que te vas a casar con el duque de Marwick.
Se sentía bastante mareada.
—No a todo el mundo.
—No, solo seis de los peores cotillas. A ninguno de los cuales le caes bien, debo añadir, así que no habrá manera de silenciarlos. —El recuerdo del odio que sentían hacia ella no estaba ayudando a que sus entrañas se calmaran. Sin embargo, Arthur continuó presionando sin percatarse de ello—. Tampoco es que importe. Bien podrías haberlo gritado desde la plataforma de la orquesta, a juzgar por la velocidad con la que atravesó el salón de baile. Tuve que salir corriendo de allí antes de que Marwick me buscara para pedirme explicaciones. O, lo que es peor, antes de que se levantara delante de todos los invitados y te llamara mentirosa.
Había sido un terrible error. Lo sabía. Pero habían conseguido que se enfadara tanto. Y habían sido tan crueles. Y se sentía tan sola.
—No pretendía…
Arthur lanzó un largo y pesado suspiro, como si llevara una carga invisible a cuestas.
—Nunca lo pretendes.
Lo dijo tan bajito que parecía un susurro, casi como si no deseara que Felicity lo escuchara. O como si no estuviera allí. Pero lo estaba, por supuesto. Puede que siempre lo estuviera.
—Arthur…
—No pretendías que te descubrieran en la alcoba de un hombre…
—Ni siquiera sabía que era una alcoba.
Era una puerta cerrada con llave. En la planta superior del salón de baile donde le habían roto el corazón. Por supuesto, Arthur nunca lo entendería. En su mente, aquello había sido una estupidez. Y tal vez lo fuera.
Pero ahora ya había cambiado de tema.
—No pretendiste rechazar tres ofertas sumamente adecuadas en los meses siguientes.
Su columna vertebral se enderezó. Eso sí había querido hacerlo.
—Eran ofertas sumamente adecuadas si te gustan la vejez o la ineptitud.
—Eran hombres que deseaban casarse contigo, Felicity.
—No, eran hombres que deseaban casarse con mi dote. Deseaban hacer negocios contigo —señaló. Arthur poseía una mente privilegiada para los negocios y era capaz de convertir las plumas de ganso en oro—. Uno de ellos incluso me dijo que podía seguir viviendo aquí, si así lo deseaba.
Las mejillas de su hermano adquirieron un tono rojizo.
—¡¿Y qué tiene eso de malo?!
Ella parpadeó varias veces.
—¿Te refieres a vivir separada de mi marido en un matrimonio sin amor?
—Por favor —se burló—, ¿ahora hablamos de amor? Es mejor que te vayas metiendo tú misma en el florero, ya puestos.
Ella entrecerró los ojos.
—¿Por qué? Tú tienes amor.
Arthur exhaló con fuerza.
—Eso es diferente.
Años atrás, Arthur se había casado con lady Prudence Featherstone. Lo suyo había sido un reconocido matrimonio por amor. Pru era la chica que había vivido en la ruinosa residencia que había al lado de la casa de campo del padre de Arthur y Felicity. Todo Londres suspiraba cuando nombraba a Arthur, el joven y brillante conde de Grout, heredero de un marquesado, y a Prudence, su pobre pero encantadora esposa, que no había tardado en dar a luz al heredero de su enamorado marido y que estaba actualmente en casa, esperando el nacimiento del segundo, que le serviría de repuesto.
Pru y Arthur se adoraban de una manera irracional, hasta tal punto que nadie lo creería de no haber sido testigo. Nunca discutían, disfrutaban de las mismas cosas y a menudo se les podía ver juntos por los rincones de los salones de baile de Londres, pues preferían su mutua compañía a la de cualquier otra persona.
Era nauseabundo, de verdad.
Pero no podía ser tan inalcanzable, ¿no?
—¿Por qué?
—Porque conozco a Pru de toda la vida, y el amor no es algo que le suceda a todo el mundo. —Hizo una pausa y luego agregó—: Y aun cuando sucede, suele venir acompañado de sus propios problemas.
Ella