Lady Felicity y el canalla. Sarah MacLean

Lady Felicity y el canalla - Sarah MacLean


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como su hija a pe­sar de ser, en cier­ta for­ma, ile­gí­ti­ma.

      Pero era Ewan quien, aho­ra, años des­pués, de­ten­ta­ba su nom­bre por bau­tis­mo. Quien os­ten­ta­ba el tí­tu­lo que no per­te­ne­cía a nin­guno de ellos por de­re­cho.

      Y Gra­ce era la prue­ba vi­vien­te de que Ewan le ha­bía usur­pa­do el tí­tu­lo, la for­tu­na y el fu­tu­ro; un robo que la Co­ro­na no se to­ma­ría a la li­ge­ra.

      Un robo que, de ser des­cu­bier­to, lle­va­ría a Ewan a re­tor­cer­se al fi­nal de una cuer­da en el ex­te­rior de New­ga­te.

      Dia­blo miró a su her­mano con los ojos en­tre­ce­rra­dos.

      —Nun­ca la en­con­tra­rás.

      Los ojos de Ewan se os­cu­re­cie­ron.

      —No le haré daño.

      —Es­tás tan loco como va con­tan­do por ahí tu apre­cia­da aris­to­cra­cia si crees que nos va­mos a creer eso. ¿No re­cuer­das la no­che en que nos fui­mos? Yo sí lo hago, cada vez que me miro en el es­pe­jo.

      La mi­ra­da de Mar­wick se des­vió ha­cia la re­tor­ci­da ci­ca­triz de la me­ji­lla de Dia­blo, un po­de­ro­so re­cor­da­to­rio de lo poco que ha­bía sig­ni­fi­ca­do la her­man­dad cuan­do lle­gó el mo­men­to de re­cla­mar el po­der.

      —No tuve elec­ción.

      —To­dos tu­vi­mos elec­ción esa no­che. Tú es­co­gis­te tu tí­tu­lo, tu di­ne­ro y tu po­der. Y los tres te lo per­mi­ti­mos, aun­que Whit qui­sie­ra bo­rrar­te del mapa an­tes de que la po­dre­dum­bre de nues­tro pro­ge­ni­tor te con­su­mie­ra. Te de­ja­mos vi­vir a pe­sar de que tú pre­fe­rías a las cla­ras ver­nos muer­tos. Con una con­di­ción: nues­tro pa­dre es­ta­ba loco por un he­re­de­ro y, aun­que pu­die­ra con­se­guir uno fal­so con­ti­go, no ten­dría la sa­tis­fac­ción de que su li­na­je se per­pe­tua­ra, ni si­quie­ra es­tan­do él muer­to. Siem­pre es­ta­re­mos en la­dos opues­tos de esta lu­cha, du­que. La re­gla era que no hu­bie­ra he­re­de­ros. La úni­ca re­gla. Te he­mos de­ja­do en paz to­dos es­tos años con tu tí­tu­lo ilí­ci­to de­bi­do a ello. Pero quie­ro que se­pas una cosa: si de­ci­des in­cum­plir­lo, te des­tro­za­ré y nun­ca en­con­tra­rás ni un ápi­ce de fe­li­ci­dad en esta vida.

      —¿Y crees que aho­ra es­toy ple­tó­ri­co?

      Mal­di­ción, Dia­blo es­pe­ra­ba que no. Es­pe­ra­ba que no hu­bie­ra nada que hi­cie­ra fe­liz al du­que. Se ha­bía ale­gra­do del le­gen­da­rio re­ti­ro de su her­mano, pues sa­bía que Ewan vi­vía en la casa en don­de los ha­bían obli­ga­do a com­pe­tir; los hi­jos bas­tar­dos su­mi­dos en una ba­ta­lla por la le­gi­ti­mi­dad, por el nom­bre, el tí­tu­lo y la for­tu­na. Se les en­se­ñó cómo bai­lar, cómo com­por­tar­se en la mesa y cómo ha­blar con elo­cuen­cia para ocul­tar la ver­gon­zo­sa for­ma en que los tres ha­bían na­ci­do.

      Es­pe­ra­ba que cada re­cuer­do de su ju­ven­tud con­su­mie­ra a su her­mano, y él mis­mo se con­su­mía de arre­pen­ti­mien­to por ha­ber­se per­mi­ti­do desem­pe­ñar el pa­pel de com­pla­cien­te hijo de un mal­di­to mons­truo.

      No obs­tan­te, Dia­blo min­tió.

      —No me im­por­ta.

      —Os he bus­ca­do du­ran­te más de una dé­ca­da, y aho­ra os he en­con­tra­do. Los Bas­tar­dos Ba­rek­nuc­kle, ri­cos y des­pia­da­dos, que di­ri­gen Dios sabe qué cla­se de red cri­mi­nal en el co­ra­zón de Co­vent Gar­den, el lu­gar que me vio na­cer, debo aña­dir.

      —Te es­cu­pió en el mo­men­to en que lo trai­cio­nas­te. Y a no­so­tros —le res­pon­dió Dia­blo.

      —He he­cho la mis­ma pre­gun­ta de mil ma­ne­ras di­fe­ren­tes. —Ewan se giró y se pasó la mano, ner­vio­so, por su ru­bio ca­be­llo—. Na­die suel­ta pren­da, ¿dón­de está ella?

      Ha­bía pá­ni­co en sus pa­la­bras, como si pu­die­ra vol­ver­se loco si no re­ci­bía una res­pues­ta. Dia­blo ha­bía vi­vi­do en la os­cu­ri­dad lo su­fi­cien­te como para en­ten­der a los lo­cos y sus ob­se­sio­nes. Agi­tó la ca­be­za y agra­de­ció en si­len­cio a los dio­ses que la gen­te del Gar­den les fue­se fiel.

      —Siem­pre fue­ra de tu al­can­ce.

      —¡Me la qui­tas­te! —El pá­ni­co se con­vir­tió en ra­bia.

      —La ale­ja­mos del tí­tu­lo —le con­tes­tó Dia­blo—. El que hizo en­fer­mar a tu pa­dre.

      —Tam­bién era tu pa­dre.

      Dia­blo ig­no­ró la co­rrec­ción.

      —El tí­tu­lo que te en­fer­mó. El que te hizo es­tar dis­pues­to a ma­tar­la.

      El du­que se que­dó mi­ran­do al te­cho du­ran­te un rato an­tes de pro­se­guir.

      —De­be­ría ha­ber­te ma­ta­do.

      —Ella ha­bría es­ca­pa­do.

      —De­be­ría ma­tar­te aho­ra.

      —En­ton­ces nun­ca la en­con­tra­rás.

      Su man­dí­bu­la, tan pa­re­ci­da a la de su pa­dre, se ten­só. Su mi­ra­da ad­qui­rió una som­bra de lo­cu­ra y des­pués vol­vió a tor­nar­se inex­pre­si­va.

      —En­ton­ces en­tien­de, Dia­blo, que no ten­go in­te­rés en cum­plir mi par­te del tra­to. Ten­dré he­re­de­ros. Soy un du­que. Ten­dré es­po­sa y un hijo den­tro de un año. Re­ne­ga­ré de nues­tro tra­to, a me­nos que me di­gas dón­de está.

      La ra­bia de Dia­blo se en­cen­dió y aga­rró con más fuer­za la ca­be­za pla­tea­da de su bas­tón. De­be­ría ma­tar a su her­mano aho­ra. De­jar que se de­san­gra­ra en el mal­di­to sue­lo y dar­le al fin su me­re­ci­do a la lí­nea su­ce­so­ria Mar­wick.

      Co­men­zó a gol­pear­se la pun­ta de su bota ne­gra con el bas­tón.

      —Ha­rías bien en re­cor­dar la in­for­ma­ción que ten­go so­bre ti, du­que. Una pa­la­bra mía ha­ría que te col­ga­ran.

      —¿Y por qué no la usas?

      La pre­gun­ta no era desafian­te, como Dia­blo ha­bría es­pe­ra­do. Era más bien tris­te, como si Ewan fue­ra a acep­tar la muer­te. Como si la desea­ra.

      Dia­blo ig­no­ró aquel pen­sa­mien­to.

      —Por­que ju­gar con­ti­go es más en­tre­te­ni­do.

      Era men­ti­ra. Dia­blo ha­bría des­trui­do fe­liz­men­te a este hom­bre, a quien una vez con­si­de­ró su her­mano. Pero to­dos esos años atrás, cuan­do él y Whit es­ca­pa­ron de la re­si­den­cia de Mar­wick y se di­ri­gie­ron a Lon­dres y a su te­rri­ble fu­tu­ro, pro­me­tien­do man­te­ner a Gra­ce sana y sal­va, ha­bían he­cho otra pro­me­sa, y esta era a la pro­pia Gra­ce.

      No ma­ta­rían a Ewan.

      —Sí, creo que ju­ga­ré a tu es­tú­pi­do jue­go —pro­si­guió Dia­blo, tras le­van­tar­se y dar dos gol­pes con su bas­tón en el sue­lo—. Sub­es­ti­mas el po­der del hijo bas­tar­do, her­mano. Las da­mas ado­ran a los


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