Quantas o de los burócratas alegres. Germán Ulises Bula Caraballo
rel="nofollow" href="#litres_trial_promo">Medición
* Este libro nació en el contexto del proyecto de investigación Quantas. Sobre los procesos de cuantificación y medición en educación superior, convocatoria interna de la Vicerrectoría de Investigación y Transferencia de la Universidad de La Salle en el 2018. El proyecto, que estuvo a cargo de los profesores Sebastián Alejandro González Montero, investigador principal, y Germán Ulises Bula Caraballo, coinvestigador, contó con el apoyo de la Facultad de Filosofía y Humanidades.
Escribir es una forma de mantenerse cuerdo en tiempos desquiciados. Hoy navegamos en aguas turbulentas, entre la búsqueda del sentido y la marea de noticias falsas, de imágenes que no reflejan realidades, sino proyecciones de expectativas y deseos —verbi gratia, selfies, regresiones econométricas, etcétera—, de redivivos discursos autoritarios que hacen dudar del éxito del proyecto ilustrado. Tenemos expertos para cada cosa que haga falta. Nunca sobra dónde leer algo sobre automejoramiento y siempre habrá algún emprendedor quejándose de la actitud poco propositiva de quienes se toman molestias y tiempo para hacer preguntas incisivas.
Los imperativos de mejoramiento personal y los amantes de listas de cosas por hacer para alcanzar la felicidad, el éxito profesional, el dinero, la fama, etcétera, inundan los medios de comunicación. El discurso público bascula entre la banalidad de lo políticamente correcto y la tediosa derecha de siempre, quizás vestida de jeans o chaqueta de cuero, pero con el mismo discurso oligárquico, violento y nudo de toda compasión.
Las cosas no andan bien. Y no andan bien porque hasta las viejas y dignas instituciones encargadas de la reflexión han caído en la vorágine. Es mejor inventar delirios y viajes en eternos tormentos del pensamiento que aceptar que el mundo se ha convertido en un escenario de títeres y titiriteros desalmados, de masas embebidas de pasión, en un reino de cruda utilidad y miope pragmatismo. Las cosas no andan bien. Y no andan bien porque hasta las dignas instituciones del pasado recaen en actitudes así. La vida en la academia representa algo de lo mismo en lo cotidiano. Allí vemos adultos con los que no vale la pena conversar e instituciones enfocadas en ganar puntuaciones en rankings mientras adelgazan nóminas en función de criterios de eficiencia y funcionalidad. Este libro busca la lucidez en tiempos de locura.
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La universidad está en movimiento: investigamos, realizamos procesos de acreditación y de seguimiento de egresados, creamos programas. Ahora bien, se puede estar en movimiento en dos sentidos diferentes, como quien se mueve por decisión propia y como quien es arrastrado por la corriente. Y, sin duda, en los últimos años, las corrientes que nos arrastran se han hecho fuertes: las exigencias, venidas de fuera, de internacionalización, de estandarización de procesos, de ISO 9001, de producción en investigación, de publicación en Scopus, de grupos en A1, son cosas que nos mueven. Pensar el movimiento propio, sin desconocer la fuerza de las corrientes, es un ejercicio de soberanía, de reflexividad ante la autoridad abstracta de los estándares y jerarquías, para pensar el asunto de la educación.
¿Por qué hablar de paranoia? ¿Qué tienen que ver las emociones con la universidad? ¿No son estas meros epifenómenos que apenas acompañan los procesos históricos e institucionales? Tal abstracción positivista era posible antes de que finalizara el 2016, cuando ciertas pasiones tristes fueron guías para que se dieran resultados electorales desastrosos en el Reino Unido, los Estados Unidos, Filipinas, Colombia… Muchas veces, el odio, la desconfianza y la ira guían la historia.
Soberanía también quiere decir bregar para que lo que nos pase venga de la alegría, del amor, de la biofilia, de la simpatía con aquello que sorprende, que crea, que crece. Lo cierto es que las instituciones están hechas de personas. Y de personas que participan, cuerpo y alma, en un colectivo. El trabajo universitario es imposible sin el compromiso personal: no se dedican dos horas a explicarle personalmente a un alumno de primero cómo funcionan las comas si no se ha incorporado a la propia subjetividad la misión de la universidad; no se lee un artículo entero para que quede más preciso un pie de página si no se piensa que lo que uno hace tiene sentido. Y ese sentido deriva de la participación en un nosotros.
Solo se es miembro de una comunidad si en ella se tiene una voz; quienes hacen parte de un colectivo participan en su soberanía. Pero hay que cumplir con las normativas ISO 9001, hay que publicar o perecer, hay que aumentar los programas de extensión si queremos conservar la acreditación, hay que competir… Ante la deriva, la corriente, es muy poco lo que se puede decidir con soberanía. Y aquí es donde lo emocional se interseca con lo institucional. La falta de soberanía afecta el sentido de pertenencia al nosotros y esto produce una erosión de las relaciones de cooperación, que se reemplazan por vínculos de competencia, con toda la carga emocional que esto implica. Lo institucional afecta lo emocional y viceversa. De hecho, entre las funciones de las emociones positivas están la exploración libre y curiosa de nuevos horizontes y la creatividad y el humor que ocurren en situaciones de seguridad contextual.
Estas ideas no tienen que ver con el carácter personal de los involucrados: más bien, la situación hace el carácter. Una cosa es lo que es por ser un nodo en una red, por ocupar un lugar determinado debido a los nodos con los que está conectada y los nodos con los que estos se conectan a su vez. Un error persistente en la percepción del funcionamiento de las sociedades e instituciones es atribuirles a las personas —o al carácter individual de las personas— las fallas de las estructuras de estas. De nuevo, cabe referirse a los desastrosos resultados electorales de los últimos tiempos: la gente no atribuye los fracasos de las instituciones a su estructura, sino a la debilidad de quien lleva el timón, y concluye que se necesita de un strong man, al que se le perdona todo con tal de que sea fuerte.
¿Cómo se encuentra la estructura de una institución? Hay una respuesta sencilla, pero errada, a dos clics de distancia: consultar el organigrama. Los organigramas son constructos más bien imaginarios, que no capturan los verdaderos procesos de información y decisión en una organización. Siguiendo a Latour, proponemos que hace falta un trabajo cartográfico más arduo, que consiste en seguir las redes de afectos y efectos en una organización: ¿qué hace que algo haga otra cosa? Se puede comenzar desde cualquier lugar, no hay que discriminar entre cosas y personas: una orden de un superior puede desencadenar actividades o no; una mala cara de una secretaria también; o el cambio de la ubicación espacial de una oficina; o una ligera modificación en el funcionamiento de un formato. Una de las intuiciones poderosas de la teoría del actor en red de Latour es darse cuenta de que las cosas no son solo cosas inertes: todo profesor universitario sabe que un formato, por ejemplo, de evaluación de investigación, no es solo un formato.
El organigrama es un mapa, no es el territorio. Y, sin embargo, los mapas pueden incidir sobre el territorio: los mecanismos de medición no son neutras herramientas de valoración, cargan consigo valoraciones y prescripciones. ¿Qué hacen nuestros mapas? Entre otras cosas, producen tensiones: la tensión, por ejemplo, entre las horas laborales asignadas en un plan de trabajo y el tiempo real que toman las tareas; o la tensión entre las aspiraciones grabadas en el syllabus y la realidad del salón de clase.
A menudo, se invierte la relación de medios y fines: las mediciones dejan de ser una ayuda para el trabajo académico —una forma de diagnosticar problemas y rendir cuentas— y empiezan a convertirse en el fin del trabajo universitario. Es necesario comprender cómo funciona la dinámica entre las metas y los planes trascendentes de una institución y el trabajo inmanente que allí se realiza.
No es que los sistemas de medición, los organigramas, etcétera, sean mentirosos: son modelos. Y un modelo implica, siempre, una simplificación