Quantas o de los burócratas alegres. Germán Ulises Bula Caraballo
el momento, hemos descrito la razón por la cual los indicadores pueden estar desfasados respecto a aquello que miden —en especial cuando se trata de un sistema complejo, creatura— y las causas del atractivo del cuantitativismo, que hace que, a pesar de los problemas, se siga aplicando este tipo de mediciones. Ahora podemos discutir la causa de la metrocosmética, la razón por la cual los individuos e instituciones eligen responder de forma cosmética a los indicadores que se les aplican. El motivo es que estos son creaturas, por tanto, al tener noticia de cómo los afecta un indicador, se ajustan de modo homeostático.
Cuando se introduce un indicador para estimular un comportamiento —por ejemplo, métricas de producción intelectual para promover la investigación—, parece que se asume que el sistema al que se le aplica va a responder de manera mecánica a este, como una piedra responde a la fuerza de una patada; sin embargo, mientras el pléroma opera por fuerzas, las creaturas operan por relaciones (Bateson, 1993)4.
¿Qué quiere decir para un investigador la exigencia, de un semestre a otro, de aumentar su producción intelectual para responder a un indicador? El investigador es un sistema complejo, tiene familia y ciclos de sueño y descanso, así como cierto estilo intelectual u objetos de estudio que determinan su ritmo de producción: es lógico que intentará conservar todas estas cosas, alrededor de las cuales está organizado su operar como sistema, y que buscará la homeostasis. ¿Cuál será su respuesta? Probablemente, repetir sus ideas en múltiples artículos para aumentar su producción intelectual de manera cosmética.
En el mejor de los casos, habrá un esfuerzo sincero por cumplir, pero, tratándose de un sistema complejo que maneja múltiples variables, este será a expensas de la salud del sistema total; en este sentido, habrá una medida cosmética, dado que el indicador, se supone, elige una variable para valorar la salud global del sistema. Por ejemplo, en la lucha contra el crimen, el público y los políticos piden “resultados”, los cuales se reflejan en el número de arrestos y condenas: esto es un estímulo para la persecución y la condena excesivas por faltas triviales, cuya trivialidad no se ve en los “resultados” que presenta un departamento de policía.
Así, podemos dividir la metrocosmética en dos: 1) metropseftía, el obrar fraudulento para cumplir indicadores, y 2) metrohipertrofía, el obrar desproporcionado para cumplir indicadores. Al primer grupo pertenece la decisión del Gobierno colombiano de medir el éxito de su combate contra las drogas contando hectáreas fumigadas con glifosato solo porque ese indicador presenta un cuadro favorable, otro indicador más exacto mostraría que los esfuerzos contra el cultivo de drogas han fracasado; al segundo, la persecución policial excesiva y el énfasis de los colegios en dar buenos resultados en pruebas estandarizadas en detrimento de la educación integral de los alumnos.
También es metropseftía el escándalo de los “falsos positivos” en Colombia (Cárdenas y Villa, 2013): el gobierno de Álvaro Uribe Vélez premiaba por guerrilleros dados de baja; los entes de orden público, de modo homeostático, disfrazaban de guerrilleros a jóvenes de sectores pobres y los mataban. Haciendo abstracción de lo horroroso de este crimen de Estado, desde el punto de vista sistémico, lo que se hizo es análogo a lo que hacen los científicos cuando también producen “falsos positivos”: ante la exigencia de generar correlaciones positivas, nuevo conocimiento, los investigadores manipulan estadísticamente los datos para forzar correlaciones o se basan en muestras demasiado pequeñas (Ioannidis, 2005). En general, parece claro que la metrocosmética, en sus dos vertientes, es una enfermedad sistemática de nuestro presente cuantitativista, que da resultados que van desde lo inútil hasta lo horroroso.
¿Qué hacer? El indicador, que debe ser un medio —de diagnóstico, de comprensión, de rendición de cuentas—, se ha hecho un fin en sí mismo. Esta inversión de medios y fines es síntoma de otra enfermedad diagnosticada por la cibernética de las organizaciones: la burocracia. Un sistema viable, es decir, capaz de permanecer en el tiempo por sí mismo, se compone de cierto número de sistemas primarios que también son viables —por ejemplo, los negocios individuales que integran un sector de la economía— y de un número de sistemas auxiliares, los cuales organizan la interacción y el uso de recursos comunes entre los primeros —en una empresa: el Departamento de Contabilidad; en un país: las entidades que salvaguardan el orden público; en una universidad: la biblioteca—. Los primeros pueden existir sin los segundos: hay tiendas de empanadas sin un Departamento de Contabilidad, pero no un Departamento de Contabilidad “suelto”, como la sonrisa del gato de Cheshire.
Ahora bien, en parte porque, a menudo, se les otorga autoridad y en parte porque todo sistema tiende a volverse autopoiético —a reproducirse, a bregar por prosperar—, los sistemas auxiliares propenden a un estado patológico, llamado burocracia, en que se conciben a sí mismos como servidos por los sistemas primarios, no al servicio de estos (Beer, 1994). Por ejemplo, como escribe los cheques, la División de Nómina de una universidad se inclina a pensar que los profesores están a su servicio y que, cuando se paga a fin de mes, se está repartiendo “su” dinero. En términos biológicos, de una relación mutualista entre sistemas auxiliares y primarios se pasa a una parasitaria.
Otro ejemplo: una porción de la partida presupuestal de los departamentos de policía de los Estados Unidos viene de la venta de bienes decomisados vinculados con arrestos por tráfico y posesión de drogas —aun si el arrestado resulta inocente—, lo que estimula a los policías a perseguir en exceso a los ciudadanos y a crear motivos ficticios para un arresto (Hari, 2015): en este punto, la policía ha pasado de servir a la sociedad a comer de ella, se ha vuelto un parásito. En general, se puede reflexionar sobre cuál es el propósito de la Administración para el Control de Drogas (DEA, por sus siglas en inglés), ¿crecer y prosperar como institución o acabar con las drogas?, nótese que lo segundo contradice lo primero.
Esta autopoiesis perversa también ocurre con las agencias de rankings de universidades y revistas académicas: pasan de ser evaluadoras a, por ejemplo, vender asesorías para obtener un buen ranking. Como la metrocosmética resulta de la autopoiesis perversa de los sistemas auxiliares —en concreto, de los de medición y control—, se alivia si se concibe e implementa una cibernética de las organizaciones, un modo de administración específico para estos sistemas. La idea consiste en pensar en instituciones suicidas o permanentemente anoréxicas; por ejemplo: con fecha de caducidad, con presupuestos que disminuyan cada año y con funcionarios prestados de otras instituciones, quienes, por lo tanto, no tendrán un interés laboral en la persistencia de la institución de control.
Ante esto, se necesita un cambio epistemológico: si comprendemos que medir creaturas no es lo mismo que medir pléromas, entenderemos que las primeras requieren otro tipo de sistema de diagnóstico y rendición de cuentas, que aborde la singularidad e historicidad de los sistemas que se manejan. Esto implica el diseño, caso por caso, de sistemas de medición: ¿quiénes deben diseñarlos?, en principio, las personas que viven el día a día de una institución y, en consecuencia, la conocen mejor: los académicos de un campo deben diseñar sus indicadores de desempeño; los ciudadanos de un país deben diseñar los indicadores de de-sempeño de su gobierno, dado que ¿quién conoce mejor su propio bienestar?
Para modelar creaturas se necesitan matemáticas más complejas que para modelar pléromas; pero esto, hoy en día, no es un obstáculo: contamos con la sofisticación matemática y con el poder de procesamiento suficientes para producir modelos tan sofisticados como lo requieran aquellas instituciones e individuos cuyo desempeño queramos medir. Sin embargo, también hay que cambiar los valores: debemos cultivar un gusto por la autenticidad.
En una etapa embrionaria de la presente investigación (Bula, 2012), al fenómeno de la metrocosmética lo llamamos por otro nombre: la enfermedad de Gorgias —queda abierta la pregunta sobre si, con los años, hemos aprendido a bautizar mejor las cosas—. En un importante diálogo de Platón (1932), Sócrates le pregunta a Gorgias y sus seguidores por la naturaleza de la retórica: ¿qué clase de saber es?, ¿cuál es su objeto? Exasperado,