Cuéntamelo todo. Cambria Brockman

Cuéntamelo todo - Cambria Brockman


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ojos de Ruby se entrecerraron.

      —No me había dado cuenta. Vamos a comer. Me alegro de verte —dijo, exagerando los gestos formales.

      Ruby se alejó de nosotros y desapareció entre la multitud. Se había ido tan rápido que no tuve tiempo de desenredarme de las zombis.

      —Hum —murmuré—, ha sido un placer conoceros —no quería hablar con esta chica más tiempo del necesario.

      Comencé a seguir a Ruby, pero Amanda me agarró del brazo.

      —Debes tener cuidado con ésa —dijo, mirándome a los ojos, asegurándose de que la hubiera escuchado. Me apresuré a liberar mi brazo de sus garras.

      Becca sonrió débilmente, como si se sintiera mal, como si estuviera lamentando haberse quedado atascada en esta pandilla. Era la más pequeña de las tres; casi podía ver sus venas a través de su delgada piel. Acunó el yogur entre sus manos, y me pregunté si sería capaz de terminárselo. Las tres me miraron, esperando una respuesta.

      Los ojos de Amanda refulgieron, listos para diseccionar a Ruby, despedazarla delante de mí, exhortándome a ponerme de su parte. Sabía esto de las chicas. Sabía cómo se alimentaban de la debilidad de las otras, cómo se hundían entre sí y podían ser muy crueles y tener una doble cara. Querían que me uniera al banquete. Pero yo no era como las otras chicas.

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      —¿Qué ha sido eso? —pregunté cuando Ruby y yo nos sentamos a la mesa. John todavía no había regresado de su cacería de comida.

      —¿Oh, Amanda? —dijo Ruby en voz baja—. Dios. Me odia. Somos del mismo pueblo, pero ella siempre asistió a una escuela privada, así que sólo convivimos una vez, en un campamento de verano —Ruby dejó escapar un fuerte suspiro y apartó la bandeja de comida.

      —¿Fuisteis amigas o algo así?

      Ruby permaneció en silencio, decidiendo si debía compartir ese tema conmigo.

      Dime, quería decirle. Puedes confiar en mí.

      —Más o menos. Es una larga historia.

      Ahora no iba a conseguirlo. Si la presionaba demasiado, terminaría por alejarla por completo.

      Ruby me miró, tratando de averiguar si le creía.

      —Ella me odia, simplemente, y no estoy segura de por qué.

      Ésta era mi oportunidad de demostrar que yo tenía madera para ser su mejor amiga.

      —Sabes que está celosa de ti, ¿verdad?

      Sabía que ésta era la clásica muletilla que las chicas se decían entre sí para hacerse sentir mejor. Pero en este escenario podría ser cierto. Era obvio que Amanda estaba loca por John.

      —A Amanda le gusta John y está celosa porque tú le gustas a John. Se siente amenazada por ti —continué.

      Los ojos de Ruby brillaron. Le gustó lo que había dicho.

      —No lo sé. Ella es rica, inteligente y guapa. ¿Por qué se sentiría amenazada por mí?

      —Porque tú les gustas a todos —respondí—, todo el mundo quiere ser tu amigo. Y apenas estamos en la tercera semana de clases. ¿Has visto a alguien tratando de ser su amiga? No. Quiero decir, además de esas zombis que lleva a su lado como mascotas.

      Ruby rio un poco.

      —¿Podemos seguir llamándolas así?

      —Son sólo chicas odiosas desempeñando su papel de chicas odiosas, lo cual es un poco raro, porque ya estamos en la universidad, así que ¿a quién le importa? Ya somos demasiado mayorcitas para esa mierda. No puedes dejar que eso te deprima o que ellas te ganen —recordé haberla visto con John y añadí—: Y creo que le gustas a John.

      Ruby sonrió un poco ante la mención de John.

      —Me siento mal. Ahora somos nosotras las que estamos siendo odiosas. Esto no nos hace mejores.

      —Da igual —recordé entonces un cartel que había visto en la oficina de admisiones—: “Todo el mundo está librando su propia batalla” —cité—. Ahí tienes, podemos otorgarle un poco de perdón.

      —Excepto que su única batalla es ser una perra —dijo. Reí.

      —¿Te sientes mejor?

      —Sí —sonrió. Consideré preguntarle sobre su padre, pero decidí no hacerlo. No quería alejarla, no ahora que la tenía tan cerca.

      La mirada de Ruby se movió hacia mis manos. Me preguntaba cuándo sucedería, cuándo notaría las cicatrices. Capté su mirada.

      —¿Qué te pasó? —preguntó.

      Miré mis palmas, atravesadas por unas suaves líneas.

      —Caí sobre una mesa de vidrio cuando era pequeña.

      Era una mentira necesaria. Miré mis manos. Recordé a los policías mirándome fijamente, con ojos compasivos.

      Nos quedamos en silencio un momento, masticando la pizza mientras el comedor zumbaba a nuestro alrededor.

      —No le digas a nadie —dijo Ruby—, lo de John. Que me gusta, más que como amigo.

      —No lo haré —dije—. Puedo guardar un secreto —eso era cierto.

      —¿Crees que es una especie de prostituto? ¿Como dijo Amanda? —preguntó.

      —Creo que muchas chicas están enamoradas de él —respondí—, y él es agradable, así que coquetea bastante. Eso no significa nada.

      Ruby suspiró, masticando lentamente.

      —Todavía no hemos llegado a nada físico. Tal vez no esté interesado en mí.

      —No —fui firme, había decidido que ella necesitaba un impulso de confianza—. Tú le gustas. Sé paciente.

      Guardó silencio un momento.

      —Siempre estás tan segura de todo —dijo, apretando mi mano sobre la mesa—. Estoy tan contenta de haberte conocido.

      —Yo también —respondí, deseando que no me hubiera tocado. Ignoré la inmediata repulsión que sentí—. Y en serio, si necesitas que le pegue a alguien en la cara, sólo dímelo.

      Ruby rio y su risa llenó nuestro espacio en el comedor de calidez y alegría. Sus rosadas mejillas arrugaron sus ojos, y el sonido que produjo, sacudió mi memoria. Era un sonido que no había escuchado desde hacía mucho tiempo, y entonces supe a quién evocaba: a mi madre.

      CAPÍTULO SIETE

      TEXAS, 1995

      Tenía seis años cuando descubrí que Levi era un problema. Mis padres siempre le habían prestado mucha atención, pero yo había pensado que era porque se trataba del mayor, y porque él era niño. El primogénito, el hijo de sus ojos.

      Mis padres parecían cansados ese día en particular. El cabello rubio y alguna vez espeso de mi madre estaba recogido en una coleta desaliñada. Papá tenía nuevas líneas en su rostro. Hablaban en voz baja en la sala. Mi madre me dijo que fuera a jugar, pero no quería hacerlo, así que me senté en el suelo de mi habitación a leer un libro.

      Levi se había encerrado en su habitación. Presioné mi oreja contra la pared que compartíamos y no escuché ruidos. Bo lamió los dedos de mis pies, y reí.

      —Chis —dije—, tenemos que estar callados.

      Bo agitó su cola y presionó su hocico húmedo contra mi pecho. Metí mis pequeñas uñas en la alfombra azul cuando me empujó e intentó lamer mis orejas. Bo siempre hacía que todo fuera mejor.

      Escuché las voces de mis padres, graves y bajas, pero de todas formas las escuché.

      Primero


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