Cuéntamelo todo. Cambria Brockman
las cosas deprimentes, ¿no lo crees? —preguntó Hale.
Amanda sonrió, complacida consigo misma por haber hecho un comentario significativo.
Unas cuantas risas y el aula volvió a sumirse en silencio. Hale me observó e hizo una pausa, nuestras miradas se encontraron. Sentí que una pizca de adrenalina aceleraba mi sangre. Apreté los dientes y sostuve su mirada, esperando que él rompiera el contacto visual primero.
—Malin —dijo, sonriéndome, animándome—. ¿Qué piensas? Tú elegiste el poema, escuchemos ahora tu opinión de los versos.
Mi opinión era que no me gustaba hablar en clase.
Después de un largo momento, con todos los ojos fijos en mí, comencé:
—Pushkin parece asegurar que la mayoría de las amistades son superficiales. Cree en la amistad genuina, sin embargo, aunque en escasas ocasiones se presente. Es en ésas en las que te mantienes, en las que resistes, y haces frente a la carga del otro. Si encuentras a esa persona, debes ser leal a ella, entonces, en respuesta, ella será leal a ti. Ésa es la verdadera amistad.
Shannon se levantó de su asiento y su palma golpeó con fuerza sobre su escritorio.
—Claro —dijo, como si algo hubiera encajado en su cerebro—. Un verdadero amigo estará ahí para ti en los peores momentos, y así es como sabes que es auténtico. Y el resto, como esas personas que están al margen de tu vida, al final no importan.
Hale asintió en acuerdo, emocionado de haber motivado nuestro análisis.
—Mantened esa idea en mente mientras naveguéis por la vida aquí en Hawthorne. Un verdadero amigo es un regalo. Esperemos que lo reconozcáis cuando lo encontréis.
Pensé en Ruby y en cómo había empezado a llamarme su mejor amiga. Nadie me había llamado así antes.
Eché un vistazo a mi reloj. Odiaba quedarme en clase más allá del tiempo asignado. Algunos estudiantes empezaron a recoger sus papeles y a cerrar sus ordenadores portátiles cuando, por el rabillo del ojo, vi una mano dispararse hacia arriba. Era Edison. Siempre era Edison. Tenía el estresante hábito de hacer una elaborada pregunta justo antes de que terminara la clase, lo que nos obligaba a mantenernos sentados, agobiados por la ansiedad, durante cinco minutos más, a veces diez. Luché contra el impulso de caminar hacia él y bajar su mano. Odiaba cuando las cosas se retrasaban. Me gustaba seguir un itinerario, que las cosas tuvieran un principio y un final definidos.
—¿Edison? —preguntó Hale.
Se escuchó un suspiro colectivo mientras toda la clase, y todas las chicas en específico, le lanzaban a Edison una mirada enfurecida. Vi algo, tal vez diversión, cruzar el rostro de Hale.
—Entonces —comenzó Edison—, ¿éste es un tema común en la poesía rusa? ¿Hay otros poetas que debaten sobre la amistad y, si es así, no va esto en contra de los anticuados motivos tradicionales de la poesía rusa?
Cuando la clase terminó realmente, diez minutos más tarde, nos habíamos dividido en equipos de tres con la instrucción de que nos reuniéramos durante el fin de semana para responder algunos puntos adicionales de discusión. Me horrorizaba el trabajo en equipo.
Hale fue conformando en voz alta los equipos de estudio: Malin, Shannon, Amanda. Amanda. Uf. La había evitado tan efectivamente hasta ahora. Ambas dejamos que Shannon parloteara sobre una reunión en los sillones de la biblioteca, y acepté, impaciente por salir del aula.
Guardé mis libros y mi portátil en el reducido espacio de mi mochila. Sentí a alguien de pie frente a mí, y levanté la mirada para encontrarme con Hale. De cerca, noté sus suaves rasgos faciales, el ligero bulto de su cuerpo. No era obeso, pero sí robusto. Tenía estatura media y un espeso cabello ondulado, con raya en el centro. Vestía una camisa verde a cuadros, con los puños remangados descuidadamente alrededor de sus antebrazos.
—¿En qué estás pensando especializarte? —preguntó sonriente. ¿En algún momento dejaba de sonreír?
No respondí de inmediato, y me tomé el tiempo para cerrar mi mochila. Cuanto más tiempo permanecía callada, más incómoda hacía sentir a la gente, lo que me condenaba al ostracismo.
—Inglés —respondí—, para luego centrarme en Derecho.
—¿Quieres ser abogada?
—Sí —mi voz sonó confiada, tal vez un poco molesta.
Enarcó las cejas. En la batalla entre los pensadores liberales y las codiciosas corporaciones estadounidenses, estaba eligiendo estas últimas. No quería darle una oportunidad de salvar mi alma y de llevarme en la otra dirección. Miré al pasillo, dándole a entender que debía marcharme.
—Bueno —suspiró. Evité el contacto visual y me aseguré de mantener la atención en mi mochila—. Leí tu primer ensayo sobre Tolstoi. Es bueno, de verdad. Y has hecho un buen trabajo hoy. ¿Habías leído a Pushkin antes?
Negué con la cabeza.
—Vaya, realmente diste en el clavo con ese análisis.
—Gracias —dije, moviéndome incómoda, mirando hacia la puerta. Me di cuenta de que él quería seguir hablando, pero tenía cosas que hacer, como reunirme con mis amigos para conseguir alcohol de forma ilegal.
—Debo irme —añadí.
—Bien —dijo—, sal de aquí. Ve a disfrutar de la tarde. Finalmente, lo miré. Sus ojos eran de un azul puro y profundo, empapados de una empatía que no quería y no necesitaba.
Dejé a Hale en el aula. Me observó mientras me marchaba, tratando de descifrarme, tal vez preguntándose si yo sería una desgraciada o sólo una persona tímida. Eso es lo que la gente suele pensar, o al menos así era en el instituto. Pero no le daría más, y su curiosidad terminaría por desaparecer. Pronto se olvidaría de mí. Me gustaba vivir en las sombras, lejos de los elogios de los profesores y docentes. El centro de atención no era un lugar donde quería estar.
Cuando empujé las puertas dobles hacia el intenso aire otoñal, saqué mi teléfono de la mochila. Cinco mensajes nuevos. Siempre sabía cuándo era Ruby la que me estaba enviando mensajes porque mi teléfono vibraría cinco veces consecutivas, recordatorios rápidos y concisos de su presencia:
Sabes que es una mala señal cuando no te quedan bien los vaqueros. No más comida. No más cerveza. Sólo alcohol destilado, y sin diluir. Esa puta barra de pizza.
Michelines, en todas partes.
Luego, después de un intervalo de diez minutos:
Dios mío. ¿¡¡¡¡¡¡Mal!!!!!!?
¿Por qué no me respondes?
Tengo que decirte algo, ¡RESPÓNDEME!
John le había pedido a Ruby una cita. Una verdadera cita, y no una caminata al final de la noche en un restaurante en Portland. Y esto era un asunto crucial en Hawthorne. Por lo general, los estudiantes salían un fin de semana y decidían, o no, mantener la exclusividad. Tener citas significaba ser pareja. La primera en proclamar tal título en nuestra promoción.
Ruby y yo nos separamos de los chicos al entrar en Walmart y nos dirigimos al interminable pasillo de comida instantánea.
—Creo que vamos a ir al restaurante de comida tailandesa —dijo Ruby, sacando una caja de ramen de un estante—. Llevo mucho tiempo con antojo de unos fideos borrachos. Y es el mejor restaurante de Portland en este momento.
Le quité la caja de ramen de sus brazos y la añadí a la pila que ya estaba en los míos. Había empezado a darme cuenta de las burdas inclinaciones de Ruby hacia el dinero. El dinero de John, en concreto. La forma en que él hablaba de su casa en el viñedo, y cómo el rostro de Ruby se iluminaba a pesar de que nunca había estado allí. O cómo ella comprobaba las etiquetas de la ropa de John, como si estuviera aprobando el gusto