Mujeres de fuego. Stella Calloni
dos días de angustiosa y frustrada espera de su regreso al hogar, la familia recibe la infausta noticia. «El bolso negro vacío: todo lo que quedaba de ella —escribe Goytisolo—. Su papel en la vida, en nuestra vida, había concluido de forma abrupta antes del desenlace del primer acto.»
ENTREVISTA A GLADYS MARÍN
Recuerdos de la vida
Nos habíamos conocido en algunos acontecimientos políticos. Y nos cruzamos cercanamente, sin encontrarnos, en aquellos días de la alegría, cuando el triunfo de la Unidad Popular y de Salvador Allende le había puesto luminosidad de fiesta a Chile, que parecía emerger de las catacumbas de un conservadurismo que lo preñaba todo de grisedades.
Yo estaba en Chile en esos días de los años 70 y festejamos aquel triunfo junto a los hermanos Isabel y Ángel Parra, en la peña que tenían en un barrio de Santiago, donde entre cajones —como asientos— y velones, se producía una magia, una lasitud de la hermandad y de los sueños que estaban entonces al alcance de las manos. Eso creíamos con la pasión de la juventud y la alegría de pertenecer a los que sin nada decidíamos luchar cada uno en lo suyo, pero todos en la misma idea: un mundo mejor y más justo. Maravilloso encuentro cuando en el aire olía a esperanza, a revolución.
Junto a Víctor Jara fue aquella noche de fiesta, cuando en la Alameda una marea de manifestantes, “los pobres de toda pobreza”, los entonces orgullosos de reconocerse “rotos”, bailaban e incitaban a saltar con aquella consigna espontánea: “El que no salta es momio”.
Inolvidable la Alameda aquella noche, inolvidable la pasión de Víctor Jara encendiendo multitudes.
De todo aquello hablamos con Gladys Marín mucho después, tantos años después, en Nicaragua. Conociéndola, uno siempre la imaginó eterna.
Gladys Marín tenía una extraña frescura en la forma de mirar la vida, de entender diversidades, de escapar al dogma, a partir de su inclaudicable posición política. Fuerza en la expresión del rostro, en la mirada directa, en la sonrisa fácil. Era una dirigente extraordinariamente vital y capaz de hacer arder los fuegos, como de apagar suavemente las llamas.
Nos vimos también en La Habana, y uno podía reír con ella, imaginar creativamente todo lo que se le ocurriera o también entrar en los temas más duros como las acechanzas del imperio. “No hay alegría pequeña”, decía Gladys.
Recuerdo nítidamente una caminata por Santiago de Chile, yendo a la tradicional Fiesta de los Abrazos del Partido Comunista. Me impactó el respeto con que la trataban muchos jóvenes. Recuerdo que algunos estudiantes la pararon para decirle cuánto la admiraban a pesar de que estaban muy distantes políticamente.
Por eso hubo medio millón de personas en su entierro, en marzo de 2005, algo nunca visto en Chile, lo que provocó asombro y hasta “horror” en las clases altas. Y era evidente que no todos los que acompañaron sus restos aquel día eran de izquierda. Tal era la fuerza que ella pudo imponer, con su estilo directo, firme, pero también abierto.
La entrevista en Chile
En Chile, en el local del Partido Comunista, nos encerramos en su oficina para una entrevista que iba a ser parte de un libro, donde ambas escribiríamos sobre la Operación Cóndor, la tristemente célebre coordinación represiva entre los servicios de inteligencia de las dictaduras que gobernaban países del Cono Sur (Argentina, Chile, Uruguay, Brasil, Paraguay, Bolivia), en coordinación con Estados Unidos y la CIA, orquestada en las décadas de 1970 y 1980 en el marco de la Guerra Fría, y que tuvo como principal actor a Augusto Pinochet, en concordancia con otros dictadores de la época.
Allí hablamos largamente y continuamos luego en un típico restaurante chileno. Escucharla era extraordinario. Una mujer dirigente del Partido Comunista de Chile, con una historia heroica pero que podía hablar con humildad como en un encuentro de amigas y de alguna manera cómplices de algunas ideas atrevidas y audaces.
Le dije entonces que ella era una dirigente tan importante para América Latina, que era bueno hablar desde la más profunda humanidad, y así lo hicimos.
“En Argentina, me decían que era petisa”, comentaba sonriendo en referencia a su estatura relativamente baja. Pero ella usaba entonces unos tacones muy altos y se la veía con una gran energía juvenil, cuando ni siquiera pensábamos en la enfermedad que la llevaría a la muerte, tan rápido, tan sin tiempo para abrazarla, como ella quería abrazar a todos. No era una mujer triste y jamás hubiera aceptado ser una mujer de sal. Lo decía riendo.
—Gladys, ¿qué quieres ver en tu tierra?
—Quiero ver un socialismo vivo, un socialismo de miles y miles de colores luminosos, como los juegos de luces. Socialismo arco iris, sorprendente y cálido. Un socialismo capaz de abarcar mucho, hasta lo inimaginable en otros tiempos, porque necesitamos eso para los momentos que vienen, un socialismo muy abarcador y abrazador y diverso. Sobre todo, muy abrazador. Debemos dar vuelta la página de aquellos que creyeron que el comunismo es sólo dureza casi conservadora. Es dureza revolucionaria, que es algo muy distinto. Necesitamos para este siglo ese tipo de socialismo de hombres nuevos.
—Muchos dicen que eras una militante muy radical y otros afirman todo lo contrario, que eras firme y dura en los momentos necesarios y muy cálida y tierna con los compañeros.
—Soy absolutamente radical cuando exijo, sin medidas, que quiero ver a todos felices en Chile. Quiero la felicidad en el mundo, y eso sólo existe con justicia, con dignidad, en paz para crecer. Se necesita devolver la dignidad y la vida a quienes apenas sobreviven. En eso soy radical, también en lo de la disciplina consciente. Es decir, no porque la impongan, sino porque hayamos podido crear la conciencia sobre las responsabilidades del hombre, las humanas. Pero yo trato de escuchar a los compañeros y a todos los que quieren hacer algo, cambiar las cosas, resistir, no aceptar las humillaciones del poder, de los patrones. Es muy importante para la unidad saber escuchar a los compañeros, vengan de donde vengan.
—Todos hablan de tu optimismo a pesar de los largos años de lucha y clandestinidad, de haber perdido a un compañero que amabas, ¿de dónde sacas esa fuerza que te hace joven incluso físicamente?
—Yo creo que esa fuerza te la da la lucha y algo que hemos estado hablando hace un momento, y lo puedes entender porque las dos nacimos en el campo, y eso, lo sabes bien, nos da un mundo muy distinto, una manera de ver que pocos entienden, un instinto muy fuerte. Eso me ayudó mucho en la clandestinidad: el instinto, y también en mi relación con los compañeros o para advertir los peligros o para identificar a un enemigo. Siempre me ha servido esa infancia en el campo, esa infancia en otro mundo y con tantas leyendas, que en realidad eran parte de las vidas cotidianas.
—Me imagino que debes recordar siempre el lugar donde naciste, esos paisajes imborrables en la mejor memoria, y me gustaría que hablaras de esa infancia que te marcó tan profundamente. También lo que recuerdes sobre lo que te llevó a luchar desde tan joven y tu decisión de ingresar al Partido Comunista, en tiempos muy difíciles.
—Bueno, la edad en todo esto no se puede ocultar —lo dice sonriendo ampliamente— y nací en un la ciudad de Curepto, la VII Región. Tuve una madre muy luchadora. Se llamaba Adriana Millie y era maestra, profesora de primaria. Mi padre, Heraclio Marín, era campesino. Él se fue un día y mi madre se hizo cargo de nosotros. Creo que eso también nos forma desde niñas. Después fuimos a parar a otros lugares. Siempre es muy triste desprenderse de un lugar y otro, pero también pienso que eso me sirvió para la vida que vendría. Cuando contaba a muchos compañeros que había participado en mi juventud de movimientos juveniles cristianos, me miraban muy asombrados. Pero esa formación fue muy importante también para mí.
Hay momentos en que se advierte cierto dejo de tristeza o nostalgia, pero ella se recupera rápidamente con esa fortaleza que surge como un agua