Sobre el razonamiento judicial. Manuel Atienza
discurso práctico no implica que el derecho sea un caso especial del discurso moral (lo que tornaría la tesis equivocada). Los discursos morales, de acuerdo con Habermas, versan respecto a la universalidad y tan sólo a la universalidad. Una cuestión moral está en juego si hay una norma que pueda ser justificada “si y solo si hubiera una igual consideración de los intereses de todos que puedan eventualmente estar envueltos”13. No hay, pues, una sinonimia entre la tesis del caso especial y la tesis de que el discurso jurídico sería un subconjunto de argumentos morales. Para Alexy,
(…) un discurso práctico no significa lo mismo que un discurso moral en el sentido de Habermas. Es un discurso en el cual cuestiones morales, éticas y pragmáticas están conectadas. Discursos prácticos generales difieren de los discursos jurídicos por que no son dependientes de razones institucionales. Para la argumentación jurídica, razones institucionales como textos legales o precedentes son constitutivas, pero para el discurso práctico general ellas no lo son14.
Como se ve, Alexy presenta las tesis del caso especial y de la pretensión de corrección en un nivel demasiado abstracto, sin necesariamente todas las restricciones de la concepción de Habermas sobre el discurso moral, y por eso es difícil imaginar que los discursos del legislador y de los abogados no puedan ser incluidos en la clase de los discursos práctico generales, pues la clase de razones que predomina en sus discursos no los hacen un tipo apartado o distinto del razonamiento práctico general.
Pero Atienza podría aún indagar: ¿Sería eso suficiente para contestar la objeción que se ha aducido contra el carácter del discurso legislativo? ¿El carácter abstracto de la definición de “discurso práctico” y de las razones que pueden ser utilizadas en este tipo de discurso no sería un síntoma de que Alexy está equivocado al exigir una obligación de sinceridad por parte de los participantes del discurso? O aún: ¿Sigue siendo plausible afirmar que los discursos prácticos son discursos donde se busca el entendimiento (y no simplemente el éxito) si se admite una gama tan amplia de razones estratégicas o pragmáticas en estos tipos de discurso?
Estas preguntas establecen una carga de argumentación para Alexy, pues el componente pragmático o estratégico del discurso legislativo parece incompatible con las reglas y criterios de racionalidad establecidos por Alexy en su teoría del discurso práctico en general.
La exigencia de sinceridad, por ejemplo, tendría que estar justificada para todos los tipos de discurso jurídico, incluso para el discurso legislativo y para la práctica de la abogacía.
Una mirada en la historia da las instituciones parece rechazar esta suposición, pues la historia política del occidente y del derecho y sus instituciones está llena de ejemplos de autoridades y legisladores que no sólo no sostienen ninguna pretensión de corrección, sino también no basan sus decisiones en ningún principio moral y no reclaman sinceridad para sus interpretaciones del derecho o de los principios morales. Recordemos, aquí, la objeción de Eugenio Bulygin contra la pretensión de corrección, según la cual es difícil imaginar cualquier grado de sinceridad y corrección moral en los actos administrativos de autoridades como Nerón o Calígula.
Sin embargo, Alexy presenta una respuesta interesante a esta objeción. Para él, el hecho de que una autoridad (por ejemplo, Nerón o Calígula) practique actos jurídicos sin ninguna preocupación con la justicia o corrección (por ejemplo, ordenar una ejecución únicamente para atender a un antojo o demostrar su poder) no significa que el Derecho vigente en cuanto tal no sostiene una pretensión de corrección. En este aspecto, Alexy distingue entre una pretensión de corrección subjetiva o personal y el acto objetivo u oficial de sostener la pretensión de corrección: sería exactamente la disonancia entre la dimensión objetiva y la subjetiva que ocasionaría el carácter escandaloso a la sentencia de Nerón15.
En este caso, una autoridad que individualmente no sostenga cualquier pretensión de corrección en sus actos actuaría de forma parasitaria en relación a un sistema jurídico que, como un todo, sostiene la pretensión de corrección y le atribuye competencia para practicar un determinado acto jurídico. Por consiguiente, Calígula o Nerón actuarían (en el ejemplo) como meros parásitos de un sistema jurídico; el hecho de que una autoridad actúe de forma injusta y sin motivación (sin individualmente erigir una pretensión de corrección) prueba solamente la posibilidad de abusar de las prerrogativas jurídicas de una autoridad. Y nada más.
Con esta explicación, se puede establecer una respuesta adecuada a la crítica que Atienza hace a Alexy con respecto a la obligación de sinceridad en la argumentación jurídica. En las argumentaciones de los abogados y de los grupos políticos opuestos en una argumentación legislativa, lo más importante no es lo que ellos sostienen como individuos aislados. Cuando estos actores presentan sus argumentos, lo que importa no es lo que ellos “piensan” o “creen” cuando aducen una determinada interpretación o tesis sobre la corrección de una proposición jurídica. Del punto de vista objetivo u oficial, ellos sostienen que sus interpretaciones son correctas, y con este acto preformativo surge una obligación de sinceridad que debe ser conectada con este acto preformativo. Es una obligación ilocucionariamente conectada con las pretensiones de corrección que las autoridades jurídicas erigen para sus acciones.
Tener una obligación de sinceridad, aquí, no es lo mismo que subjetivamente creer en la corrección moral de las decisiones que se sostiene como abogado o legislador. Imagínese el ejemplo de un abogado practicante de la religión católica delante de un caso judicial en que defiende un enfermo terminal que desea poner fin a su vida por medio de un suicidio asistido. ¿Acaso se podría exigir que el abogado crea en su íntima convicción que la permisión del suicidio asistido es la mejor interpretación del principio de la libertad o que este principio tenga un peso superior a lo que él considera un aspecto fundamental del derecho a la vida?
En una situación argumentativa real, creo que sería demasiado exigir este grado de comprometimiento moral del abogado. La exigencia de sinceridad se satisface con un requisito más débil, como la exigencia de “consistencia de principio”16 o de “responsabilidad moral” en la interpretación que el abogado ofrece en defensa de la tesis con que se comprometió17. La exigencia de sinceridad es una exigencia que se sostiene en el contexto de las circunstancias del discurso, y se satisface con la defensa moralmente responsable de la mejor justificación disponible para una determinada interpretación, basada en un punto de vista coherente desde el punto de vista de los principios y responsable desde el punto de vista jurídico y moral. El abogado asume, así, una obligación de emplear de manera sincera y bien intencionada los argumentos que lleven a la mejor reconstrucción posible de la solución para el problema práctico del caso.
Algo parecido se puede decir sobre los legisladores. En un ejemplo semejante, un diputado católico no necesita íntimamente creer que la eutanasia es moralmente permisible para interpretar correctamente los derechos a la vida y la libertad individual. Puede decidir incluso a favor de una ley que permita la práctica del suicidio asistido. Puede muy bien sostener que la eutanasia debe ser permitida por razones bien diversas, como el respecto por las opiniones y creencias de otras personas o incluso por razones pragmáticas sobre los costos de manutención de la vida de quién no tiene ningún interés en ello y no ve ningún valor en su manutención. Lo único que se puede exigir del diputado es que sus decisiones sean moralmente responsables y no el producto del arbitrio un capricho individual. Si se toma la exigencia de sinceridad en este sentido débil, se puede decir sin problema que es una exigencia que vincula a todos los participantes de buena fe en cualquier deliberación práctica racional.
Cuando se exige que los participantes de un discurso jurídico aduzcan razones orientadas para el entendimiento, y no el éxito, esta exigencia no sería entendida subjetivamente, sino de manera objetiva o institucional. Aunque los abogados, jueces y legisladores no tengan necesariamente que creer subjetivamente que sus razones pueden llevar a un entendimiento con los demás participantes, esas razones tienen que ser empleadas de manera leal y moralmente responsable, sin buscar el engaño y la manipulación.
Si es así, entonces hay buenas razones para seguir entendiendo al discurso jurídico como un caso especial de discurso práctico general, aunque eso no signifique necesariamente que no existan importantes diferencias entre el razonamiento legislativo