Sobre el razonamiento judicial. Manuel Atienza
que no puede justificarse en términos jurídicos31. Pero eso no tiene por qué ocurrir cuando se pondera, aunque sea cierto que este es un procedimiento argumentativo más abierto que la subsunción y que, por tanto, plantea, como se ha dicho, unas mayores exigencias argumentativas. En cualquier caso, conviene también ser consciente de que el peligro opuesto al activismo es el formalismo y que este último supone una amenaza no menos temible para el buen funcionamiento de la jurisdicción. Si la actitud del juez activista puede entenderse como un abandono del Derecho para satisfacer una cierta idea de la justicia (por cierto, no siempre de carácter progresista: ha habido y hay muchos jueces activistas de derechas), la del juez formalista consiste en olvidarse de que el sentido de la jurisdicción no puede ser otro que el de procurar hacer justicia por medio del Derecho.
- IX -
La noción de buena motivación (o de motivación sin más) implica que existen criterios objetivos para evaluar los argumentos judiciales de tipo justificativo. ¿Pero se trata de criterios puramente formales o tienen también un alcance sustantivo? ¿Suponen alguna referencia a la moral y, en particular, la asunción de un objetivismo moral mínimo? ¿Son esos criterios suficientes para sustentar la tesis de la única respuesta correcta en alguna de sus versiones? Una respuesta positiva a esas cuestiones es condición necesaria para tomarse la motivación judicial en serio y presupone una concepción no positivista del Derecho32.
El argumento más importante para sostener que existen criterios objetivos para evaluar las motivaciones judiciales es que, si no existieran, no podríamos dar sentido a la práctica judicial o, si se quiere, tendríamos que adoptar una visión estrictamente conservadora de la misma: pues si no existieran esos criterios, entonces los jueces (los de última instancia, los que ponen fin a las controversias) no podrían cometer errores: sus decisiones no serían únicamente últimas, sino también infalibles.
Pero con esta afirmación lo que se abre es la cuestión de cuáles son esos criterios. Hay muy pocos juristas que sean escépticos en relación con la objetividad de la lógica formal (de los criterios incorporados en sus reglas de transformación), pero ya hemos visto antes que esas pautas tienen un alcance muy limitado. De manera que la pregunta concierne más bien a si los criterios de carácter material y pragmático pueden considerarse objetivos. También aquí cabría hablar de la existencia de un consenso más o menos amplio, en el sentido de que la inmensa mayoría de los juristas acepta que a la hora de evaluar la calidad de una argumentación (ahora estamos situados en la justificación externa) deben tomarse en consideración elementos referidos a las fuentes del sistema, a los criterios de validez, a los métodos de interpretación autorizados, etcétera. Pero, de nuevo, cuando se trata de casos difíciles (o de casos de una especial dificultad), todo lo anterior no es suficiente como para poder justificar la adopción de una determinada decisión (frente a otra u otras). Se necesita recurrir a un nuevo tipo de criterios, que serían los criterios de la racionalidad práctica: universalidad, coherencia, adecuación de las consecuencias, moral social, moral crítica y razonabilidad. No puedo referirme aquí con ningún detalle a lo que significa exactamente cada una de esas nociones (a cómo deben entenderse), pero sí quiero hacer unas pocas precisiones al respecto. La primera es que esos criterios no son un invento de teóricos del Derecho (o de filósofos de la moral), sino que están ya dados en la práctica (y no sólo en la práctica jurídica), aunque eso no quiera decir —obviamente— que siempre se cumplan. La segunda precisión, que deriva de lo anterior, es que considerar que esos criterios son o no propiamente jurídicos depende de la concepción que se tenga del Derecho. No lo serían si el Derecho lo concebimos exclusivamente como un sistema de normas, pues es posible que las mismas no se refieran (o se refieran de una manera muy limitada) a esos criterios; otro tanto puede decirse, por otro lado, en relación con el uso de las fuentes, de los requisitos de la validez o de los métodos interpretativos. Pero sí pertenecerían al Derecho si a este lo concebimos no sólo como un sistema de normas sino también (y fundamentalmente) como una práctica en la que, como he señalado ya varias veces, las normas (las normas dictadas por la autoridad) juegan un papel de particular importancia. Así, la universalidad (que no es lo mismo que generalidad) es un componente de la racionalidad práctica sin el cual no podríamos entender ni el funcionamiento del precedente (la doctrina del stare decisis), ni el juego de las excepciones a las reglas generales (la equidad aristotélica que viene a ser lo mismo a lo que hoy se suele llamar derrotabilidad o revisabilidad); y la noción de coherencia (que no es mera consistencia lógica) es lo que está en el fondo del argumento por analogía y del de reducción al absurdo: con la analogía se trata de introducir nuevos elementos en el sistema, y con la reducción al absurdo de eliminar los que pudiera haber como consecuencia, por ejemplo, de llevar a cabo una determinada interpretación, de manera que en ambos casos se trata de preservar la coherencia, las señas de identidad del sistema33. Y, en fin, la razonabilidad supone algo así como un criterio de cierre, que marca el límite a todos los otros, y que consta de dos componentes fundamentales: una idea de equilibrio, de balance adecuado en el manejo de todos esos criterios; unida a la de aceptabilidad en un sentido tanto fáctico como normativo (quien argumenta de manera razonable se esfuerza por encontrar puntos de acuerdo reales que puedan servir para llegar a un nuevo acuerdo, o sea, para pasar de lo aceptado a lo aceptable).
No es difícil probar que el argumento justificativo de un juez incluye siempre alguna premisa de carácter moral. En principio, esto resulta, por así decirlo, incontestable cuando la motivación hace explícita referencia bien a la moral positiva o bien a la moral crítica. Ahora bien, es cierto que ese es un dato por así decirlo cultural, pues no en todos los sistemas judiciales nos encontramos con un uso manifiesto de argumentos morales; y en todo caso, cuando se da, es únicamente en relación con casos particularmente controvertidos. Por lo que la prueba a la que antes me refería descansa básicamente en lo que Nino consideraba como la cuestión (la tesis) más importante de la filosofía jurídica: que las normas jurídicas no suponen por sí mismas razones de carácter justificativo, o sea, la existencia en cualquier razonamiento judicial de carácter justificativo de una premisa (implícita) que establece la obligación para los jueces de aplicar el Derecho (el Derecho de su sistema), obligación que tiene necesariamente carácter moral. Ahora bien, si esto es así, entonces un juez no podría motivar propiamente sus decisiones si pensara que la moral carece de objetividad. No puedo de nuevo entrar aquí en detalles34, pero me parece importante aclarar estas dos cosas. Una es que objetivismo moral no significa absolutismo: el objetivista es falibilista, esto es, está abierto a los argumentos y, en su caso, a modificar su postura. Y la otra es que el objetivismo no es tampoco (necesariamente) un tipo de realismo moral: lo que se quiere decir con ello no es que existan “objetos” morales distintos a los pertenecientes al mundo natural o social, sino que existe la posibilidad de discutir racionalmente sobre cuestiones morales (sobre valores o fines últimos, no sólo sobre medios); se trata, en definitiva, de un objetivismo de las razones.
Y llegamos con eso a la cuestión de si los anteriores criterios permiten a un juez llegar siempre a la determinación de la respuesta correcta para cada caso (difícil) que se le presente. Muchos juristas y filósofos del Derecho piensan que no y aducen como razón para ello la falta de consenso, esto es, la existencia frecuente de discrepancias, y de discrepancias que no afectan únicamente a quienes defienden algún interés de parte, a los abogados, sino también a los propios órganos judiciales y a los cultivadores de la dogmática. Sin embargo, el argumento parece claramente defectuoso, puesto que de esa falta de acuerdo sobre cuál es la respuesta correcta en un caso se infiere que entonces no hay tal respuesta correcta, cuando lo único que podría concluirse es, si acaso, que no conocemos cuál es esa respuesta o que existe incertidumbre sobre la misma35. En realidad, sostener la tesis de que existe una única respuesta correcta para cada caso que se le presenta a un juez implica asumir una postura que es mucho menos radical de lo que a primera vista pudiera parecer. Esto es así porque la afirmación concierne únicamente a la respuesta de un juez (no, por ejemplo, a la del legislador: sería realmente extraño pensar que una determinada ley sobre tal materia era la única ley correcta) y ya hemos visto que el problema que tiene que resolver admite, por lo general, únicamente dos respuestas: culpable-inocente, válido-inválido, etc., de manera que lo que se estaría diciendo es que de dos únicas alternativas, hay una de ellas que es superior a la otra o, dicho de otra manera, el significado de la tesis es que