Sobre el razonamiento judicial. Manuel Atienza
tiene que servir como guía para la práctica, y eso sólo puede lograrse si se parte de alguna concepción del Derecho que incorpore elementos de filosofía moral y política. Básicamente, se necesita partir de un modelo constructivo de interpretación, más o menos con las características del de Dworkin, en el que se articulen dos componentes básicos: el objetivo de mejorar la práctica del Derecho (que es la respuesta a la pregunta de para qué interpretar), y la necesidad de respetar los límites autoritativos que son definitorios de esa práctica (que puede verse como una contestación a la pregunta de por qué hay que interpretar en el Derecho).
- VIII -
A pesar de toda la polémica que rodea a la ponderación, hay ya disponible todo un arsenal conceptual que constituye una especie de sentido común jurídico que los jueces deberían suscribir. Básicamente, se trata de entender que la ponderación es un procedimiento argumentativo estructurado en dos fases, al que es inevitable recurrir en ciertos casos y en relación con el cual es posible fijar ciertas pautas de racionalidad que lo alejan de la arbitrariedad28.
En efecto, en la ponderación que lleva a cabo un órgano judicial (dejo, pues, de lado la ponderación legislativa) se pueden distinguir dos pasos. En el primero —la ponderación en sentido estricto— se pasa del nivel de los principios al de las reglas: se crea, por tanto, una nueva regla no existente anteriormente en el sistema de que se trate. Luego, en un segundo paso, se parte de la regla creada y se subsume en ella el caso a resolver. Lo que podría llamarse la “justificación interna” de ese primer paso es un razonamiento con dos premisas. En la primera se constata simplemente que, en relación con un determinado caso, existen dos principios (o conjuntos de principios) aplicables, cada uno de los cuales llevaría a resolver el caso en sentidos entre sí incompatibles. En la segunda premisa se establece que, dadas tales y cuales circunstancias que concurren en el caso, uno de los dos principios derrota al otro, tiene un mayor peso. Y la conclusión vendría a ser una regla general que enlaza las anteriores circunstancias con la consecuencia jurídica del principio prevaleciente: por ejemplo, si se dan las circunstancias X, Y y Z, entonces la conducta C está permitida.
Naturalmente, la dificultad de ese razonamiento radica en la segunda premisa, y aquí es precisamente donde se sitúa la famosa “fórmula del peso” ideada por Robert Alexy, que vendría a ser, por lo tanto, la “justificación externa” de esa segunda premisa. Todo el mundo sabe ya, a estas alturas, en qué consiste esa doctrina, de manera que no hace falta volver a repetirla aquí. Lo que sí me interesa aclarar es que ese planteamiento, al menos tal y como ha sido entendido por muchos juristas (no tanto por el propio Alexy), constituye un ejemplo bastante claro de lo que Vaz Ferreira llamaba la falacia de la falsa precisión29. Como se sabe, Alexy propone atribuir un valor matemático a cada una de las variables de su fórmula y construye así una regla aritmética que crea la falsa impresión de que los problemas ponderativos pueden resolverse mediante un algoritmo, ocultando en consecuencia que la clave de la fórmula radica, como es muy obvio, en la atribución de esos valores: o sea, en determinar si la afectación a un principio es intensa, moderada o leve, etc. Sin embargo, si la construcción alexiana se entendiera de una manera sensata, lo que tendríamos sería algo así como un esquema argumentativo que incluye diversos tópicos y que nos puede resultar muy útil a la hora de construir la justificación externa de esa segunda premisa: lo que vendría a decir es que, cuando se trata de resolver conflictos entre bienes o derechos (o entre los principios que los expresan: X e Y) y tenemos que decidir si la medida M está o no justificada, necesitamos construir un tipo de argumento que contenga premisas tales como (se podría presentar también como un conjunto de “preguntas críticas” a hacerse): “la medida M es idónea para alcanzar X”; “no hay otra medida M’ que permita satisfacer X sin lesionar Y”; “en las circunstancias del caso (o en abstracto) X pesa más —es más importante— que Y”; etcétera.
En relación con la pregunta de cuándo un órgano judicial tiene que ponderar, la respuesta es que tiene que hacerlo cuando las reglas del sistema no provean una respuesta adecuada a un caso (hay una laguna en el nivel de las reglas); o sea, cuando se enfrenta a un caso difícil y el juez necesita recurrir (de manera explícita) a los principios. Aquí, a su vez, es importante distinguir entre dos tipos de lagunas (insisto: de lagunas en el nivel de las reglas): las normativas, cuando no hay una regla, una pauta específica de conducta que regule el caso; y las axiológicas, cuando la regla existe pero establece una solución axiológicamente inadecuada, de manera que en este segundo supuesto, por así decirlo, es el aplicador o el intérprete (no el legislador) el que genera la laguna.
Pues bien, si se entiende que el Derecho, el sistema jurídico, no es necesariamente completo en el nivel de las reglas, esto es, puede tener lagunas normativas, entonces no queda otra opción que aceptar que el juez (que no puede negarse a resolver un caso) tiene que hacerlo acudiendo en esos supuestos a principios, es decir, ponderando. Mientras que, en relación con las lagunas axiológicas, el juez podría resolver sin ponderar, pero correría entonces el riesgo de incurrir en formalismo, o sea, no podría cumplir, en esos casos de desajustes valorativos, con la pretensión de hacer justicia a través del Derecho. Dicho de otra manera, hay ciertos casos en los que el recurso a la ponderación por parte de los jueces es simplemente inevitable (aunque no para todos los jueces: puede establecerse la regla de que, cuando un juez se encuentra frente a una situación de ese tipo, debe diferir el caso a un órgano superior). Mientras que en relación con los otros (con los supuestos de lagunas axiológicas) habría, en mi opinión, que hacer una distinción entre tres tipos de desajustes: a) entre lo establecido en la regla y las razones subyacentes a la propia regla: los propósitos para los que se dictó; b) entre las razones subyacentes a la regla y las razones (valores y principios) del ordenamiento jurídico en su conjunto; c) entre las razones subyacentes a la regla (y eventualmente al ordenamiento jurídico) y otras provenientes de un sistema moral o de algún principio moral no incorporado en el sistema jurídico. Sin entrar en detalles, yo creo que podría decirse (que el sentido común jurídico nos dice) que en el primer caso no es difícil justificar que se debe ponderar (sin entrar aquí en si debe hacerlo cualquier juez o si la operación debe quedar reservada a los jueces de los tribunales supremos o constitucionales); que en el tercero no lo está nunca, pues supondría dejar de jugar al juego del Derecho; y que en el segundo es donde se plantean los supuestos más complejos: en ocasiones puede estar justificado ponderar (en otras no), pero tendrá que hacerse con especial cuidado y asumiendo que la carga de la argumentación la tiene quien pretende establecer una excepción a la regla (quien crea la laguna).
En fin, cuando se defiende que la ponderación es un procedimiento racional, no se está afirmando que, de hecho, lo sea siempre, esto es, es obvio que se puede ponderar mal o ponderar cuando (o por quien) no debe hacerlo. La racionalidad que puede observarse cuando se examina la argumentación ponderativa que lleva a cabo, por ejemplo, un tribunal en una serie de casos en los que se plantea, supongamos, una serie de conflictos entre dos determinados principios, consiste en lo siguiente30. Por un lado, en la construcción de una taxonomía (a partir de las propiedades consideradas relevantes) que permite ir fijando categorías de casos cada vez más específicos (por ejemplo, no únicamente entre el principio P1 y P2, sino entre el principio P1 acompañado de la circunstancia X y el principio P2 con la circunstancia Y, etc.). Por otro lado, en la elaboración de reglas de prioridad: por ejemplo, cuando se enfrentan esos dos principios acompañados de esas circunstancias, el primer principio prevalece sobre el segundo. Y finalmente en el respeto, en relación con la configuración de la taxonomía y de las reglas, de los criterios de racionalidad práctica (consistencia, universalidad, coherencia…) a los que me referiré en el punto siguiente. Bien entendida, bien llevada a la práctica, la ponderación no es un mecanismo casuístico, arbitrario. Quien pondera ha de tener la pretensión de que las soluciones que va configurando servirán como pauta para el futuro, como mecanismo de previsión, por más que sea un mecanismo imperfecto, en el sentido de que siempre podrán presentarse nuevas circunstancias no tenidas en cuenta hasta entonces y que pueden obligar a introducir cambios en la taxonomía y en las reglas. Pero ese carácter abierto es un rasgo característico de la racionalidad práctica.
Si se acepta lo anterior, entonces no se puede sostener que un juez que recurre a la ponderación sea por ello un juez activista. El activismo es, en mi opinión, uno de