Á(r)mame. Luz Larenn
Intenté salir del local, pero no tuve éxito. De alguna manera esa persona se las había ingeniado para cerrar con llave la misma puerta por la que acababa de entrar dos o tres minutos antes. Me encontraba atrapada con un asesino.
–¿Qué quiere de mí? –grité, pero mis palabras se ahogaron a medio camino. Una vez más nadie respondió. Imaginé que de querer atacarme, ya lo habría hecho, aunque en esos días había tantos locos sueltos que quizás este fuera de los que disfrutaban del momento previo a la caza más aún que del instante de la captura.
Miré a mi alrededor buscando otra salida, algún hueco que me conectara con el mundo exterior, pero fue en vano, la única puerta que había estaba cerrada. “Un momento”, me dije; si los cálculos no me fallaban, en Manhattan la mayoría de los negocios solía tener una puerta trasera para poder desechar los residuos sin ser vistos por el público. Decidida, pues mi vida dependía de ello, comencé a caminar en dirección a donde deseaba que hubiera otra salida, pero antes de atravesar la cocina escuché sonar un móvil. El sonido venía directo de mi bolso, era el mío. “Eres idiota, Juliet, a veces realmente lo eres”, me reprendí.
Con la mano temblorosa, revisé quién llamaba y la pantalla rezó: <Número desconocido>. Atendí por primera vez en mi vida con el deseo de que se tratara de un telemarketer intentando vender un nuevo servicio, pero por lo visto la suerte no estaba de mi lado en absoluto.
Dije “Hola” y del otro lado una voz distorsionada, lo supe por su tono metalizado, comenzó a hablar:
–Hola, Juliet, moría por hablar contigo. Verás, si te acercas al refrigerador industrial que está en la cocina, verás que dejé una sorpresa para ti; no cortes, estaré esperándote.
Aquel “estaré esperándote” del final me erizó la piel, recordándome el último mensaje que había recibido de mi cita: <... estaré adentro, esperándote>.
Pero ¿quién era esa persona que me llamaba? ¿A quién pertenecía la sangre del piso? ¿Qué quería de mí? Sorteé el charco camino de la cocina, mi cuerpo no respondía de la forma en que hubiese querido en un momento así, ilusa, y yo que creía que en una situación de emergencia podría convertirme en un ninja como por arte de magia. Demasiadas películas y esto era la vida real.
Lancé un grito agudo cuando vi un camino de sangre en dirección a la cocina, como si alguien hubiese sido arrastrado hasta allí. Y claro que eso era lo que había ocurrido. Si esa noche claramente debí haberme quedado con Debbie a mirar a otras personas metiéndose en problemas desde la comodidad de mi cama.
Pensé en mi amiga, en qué haría ella de estar en mi lugar y de manera automática me sentí empoderada; definitivamente yo era más fuerte que Debbie y, si me había tocado estar allí, debía estar a la altura de las circunstancias. Llegué a la cocina intentando contener el vómito que amagaba con brotar de mi garganta, me paré frente a aquel frigorífico plateado y, antes de que mi interlocutor volviera a hablarme, lo supe.
No podía decir que era la primera vez que veía un muerto. En Nueva York si alguien no se suicidaba, quedaba envuelto en medio de un tiroteo y chau, fin de su vida. Me había tocado ver varios cuerpos a lo largo de estos años, pero nunca algo tal como lo que vi al abrir esa fría puerta. En un acto reflejo cerré mis ojos buscando que así la imagen desapareciera, pero el frío helado del frigorífico me abofeteó directo en el rostro. Casi sin notarlo dejé caer el móvil, mientras me alejaba de espaldas, con la vista clavada en él. Sería un hombre de unos cincuenta años, llevaba bigotes y un tupido cabello marmolado. Todavía tenía puesto un delantal blanco, ahora teñido de su propia sangre; imaginé que se trataría de un empleado del lugar, y lo comprobé al ver el logo bordado en el bolsillo de su camisa, “Bobby’s Grill”. Choqué contra la estantería, detrás de mí y me deslicé hacia el piso temblando, llorando, con un puñado de dudas que me invadía.
A los pocos segundos noté que había dejado el teléfono tirado delante de mí y me apresuré a tomarlo, si quería salir de allí con vida no podía hacer enojar a quien estuviera jugando conmigo.
–¿Te encuentras más tranquila? –preguntó con serenidad inapropiada.
–¿Qué quieres de mí? ¡Estás loco!
–¡Loco por ti, Juliet! Por ti y por tu complemento. Llevo mucho tiempo planeando esto, estás a salvo, no busco hacerte daño, eso si pones atención.
Me sentí mareada, podría haber elegido desmayarme allí mismo y echarlo a la suerte, pero la pulsión de vida fue más poderosa que la de dejarme vencer, estaba dispuesta a salvarme. Tragué saliva y respiré profundo para recomponerme.
–¿Quién eres?
–No sería divertido si lo supieras, al menos no ahora mismo.
–Bueno, entonces dime qué buscas, qué esperas de mí, ¿por algo montaste todo esto, verdad? –el llanto ya era historia pasada, ahora, de a poco, podía ir recuperando las riendas. Mi esencia. La que me había acompañado a lo largo de toda mi vida y me había ayudado a sobrevivir en cada casa de acogida o de adopción transitoria en la que me había tocado vivir.
–Por eso mismo te elegí. Eres inteligente, despierta y, sobre todo, te das valor.
“Menudo reconocimiento por gozar de tales características”, pensé al mismo tiempo que analizaba qué responder.
–Te escucho –le dije cortante.
–Como te dije, te elegí hace mucho tiempo, no es casual que seas tú, no podría haber sido otra; ahora, si haces todo lo que te pido, las cosas marcharán bien, si no…
–¿Si no, qué?
–¿Ves a ese hombre? El que tienes delante. Alfred es... era –se corrigió– dueño de Bobby’s Grill. Muy querido por su clientela, es un ícono en la zona, se dice que aquí desayunaban los Kennedy.
–Ve al grano.
–Bueno, bueno, ¡qué tanto apuro si soy yo de quien dependes ahora!
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