Á(r)mame. Luz Larenn

Á(r)mame - Luz Larenn


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      –¡Gibraltar Lake!

      Desde luego, cómo olvidarlo, se trataba de un pequeño cuadro de color verde que consistía en dos vidrios que pegados oficiaban de contenedor de agua y arena, haciendo que el cuadro fuera siempre distinto y que uno mismo pudiera armar su propia versión de arte con la arena cayendo en cualquier dirección.

      Pensé en aquel lugar y en las personas que habíamos conocido. No íbamos allí desde hacía dos veranos, así que más aún se me dificultaba recordar mis andanzas.

      Quizá fuera Ted o tal vez Frederick. No me sentía orgullosa del desfile de hombres que habían pasado por mi vida y menos en aquel entonces. Debbie, por su parte, era todo lo opuesto a mí, creo que por eso nos llevábamos tan bien.

      Le escribí un mensaje: <Me tienes más desorientada que antes>.

      Respondió enseguida: <Bueno, entonces tendrás que verme para recordarme, te espero mañana a las ocho de la noche, luego te enviaré la dirección>.

      Nos miramos sin decir nada. Debbie siguió jugando un momento más con el cuadro y yo permanecí sentada en la cama, con los ojos posados en un punto fijo, como excusa para descansar el cuerpo mientras mi mente seguía trotando en una loma cuesta abajo.

      10

      Audrey

      Un mes antes

      Hoy les tocaba cargar con la culpa a mis párpados en cada abrir y cerrar de ojos. El sol se filtraba por la ventana y no existía cortinado lo bastante pesado como para evitarlo. A la ecuación se le sumaba que era sábado y en Manhattan la gente solía encontrarse particularmente más feliz los fines de semana. Demasiado. Al menos en ese momento. Hacía ya algunas semanas había entrado de licencia psiquiátrica. No fue hasta que le grité a un paciente que me di cuenta de que debía hacer algo conmigo, pobre Tommas, después de todo él solo quería contarme por undécima vez que había vuelto con su novia, una jovencita que no hacía más que jugar con él. Y yo, hastiada de anotar lo mismo sesión tras sesión, rompí el silencio con un “¿Acaso eres idiota?”. Tommas, que siempre había sido cordial y educado, se levantó y se fue.

      Tuve suerte de que no montara un numerito en el seguro social; después de todo, hoy podría estar desempleada y no gozando de un sueldo por hacer nada. Bueno, aunque hacer hacía. Bastante tenía con soportarme cada día. Por eso prefería dormir cuando lo lograba, aunque fuera con ayuda de esa pequeña pastilla coralina y a pesar de haber juzgado toda mi vida a quienes la consumían, creyendo que de eso a la locura había un solo paso. Pero, lejos de estar loca, yo era una persona cuerda que estaba pasando por una mala racha. ¡Era eso, una mala racha! Lo que no sabía bien era cuándo había comenzado. Algo me decía que hacía años, imaginaba que al irme de Gibraltar Lake, cuando comenzaron los desencantos con mi carrera. No quedar en aquella clínica fue devastador; yo era la persona más calificada, pero, como suele suceder, apareció la sobrina de un accionista mayoritario, que se había graduado arañando las calificaciones –lo supe después investigando un poco– y se quedó con el puesto. Conveniente.

      Creo que, mal que me pesara, el grosero ataque de Hakkin había sido en mi vida una especie de despertar, una señal para que dejara de vagar como un alma en pena.

      Lo malo de todo aquello era que se encontrara desaparecido luego de que las autoridades hubieran querido internarlo en un psiquiátrico, y debía reconocer que eran más las noches en que me despertaba la pesadilla de su ataque que las que dormía de corrido.

      Necesitaba ayuda, lo sabía, pero era algo más fácil la vida sin escarbar en mi pasado. El miedo a terminar como mi padre se apoderaba de mí a diario, el temor a que un día me volviera loca y comenzara a matar gente por algún motivo ni siquiera lo suficientemente poderoso. Y en algún punto encontrarme en aquel estado, tan disminuida por los golpes de la vida, me colocaba en un lugar de mayor incertidumbre, más próximo a terminar perdiendo la razón, la poca que todavía me mantenía a flote, gracias a aquella pastilla coralina.

      Leanne me llamaba a menudo, pero en Gibraltar Lake su propia vida la mantenía cautiva. Recordé que la última vez que hablamos me había quedado algo preocupada. Se la escuchaba apenada, hablaba bajo, como si no quisiera que alguien más notara que se encontraba al teléfono. Todd nunca había sido santo de mi devoción y algo me decía que era el mayor responsable de su estado. No se solía dar bien eso de estar juntos desde tan jóvenes, además, muchas cosas habían pasado en el medio y, de hecho, él siempre había sido bastante déspota.

      A Leanne le había llevado más tiempo del esperado recuperarse de la pérdida de su primer hijo; ella acababa de volver con él luego de una de sus tantas peleas. Lo asombroso fue que mientras estuvieron separados la noté alegre y vivaz, hasta se había aventurado a probar algo con Liam, otro de nuestros amigos. Liam sí que era para ella, ¡amaba verlos juntos, aunque hubiesen durado poco! Se llevaban bien, su relación se solía desenvolver de forma armónica, sin dramas innecesarios, todo lo contrario que con Todd, cuyo leitmotiv parecía ser: “Si no lo gano, al menos lo empato”, como si la vida se tratara de un juego en el que había que destacarse para ser el mejor, el elegido. Bueno, tan mal no le había ido, puesto que ella finalmente había vuelto a sus brazos dejando devastado a Liam, que hasta el día de hoy aún no había podido sentar cabeza con otra mujer. Lo último que habíamos conversado hacía ya varios meses y por correo electrónico era que le había salido una oferta de trabajo en Los Ángeles y se inclinaba a aceptarla. Lo que fuera que lo llevase lejos de Gibraltar Lake, donde se cruzaba con el constante recordatorio de una vida feliz que le había sido arrebatada, una vida con Leanne.

      11

      Audrey

      Presente

      Debía encontrar la forma de hacerme de una identificación que pudiera corroborar que yo era Esther Morgan, aun cuando no era el tipo de persona que tenía esa clase de contactos, ni en un millón de años. Pensé en llamar a Frederick, uno de mis compañeros de la universidad que sabía que ahora vivía en los Hamptons. No me sorprendía, puesto que siempre le había gustado la buena vida, aunque no así trabajar por ella, pero las cosas siempre terminaban por salirle redondas. Definitivamente, de todos mis conocidos era el único que podría ayudarme.

      Le mandé un mensaje a Leanne pidiéndole su número, pero me respondió con una negativa, hacía tiempo que nadie parecía saber de él y solía cambiar de número de móvil más a menudo que de camisa.

      Recurrí al viejo nuevo truco, las redes sociales. Tipié el nombre “Frederick Launge” en el buscador y apareció uno solo, después de todo no había tantos Launge en el mundo; claro que esto nunca se lo diría, ya que solo conseguiría alimentar su ego. Como era de esperarse, se lo veía posando en algún destino exótico, que bien podía ser Saint-Tropez o Ibiza, y se encontraba tan bronceado que el brillo del sol le hacía aparecer la piel color naranja. “Definitivamente para él no han pasado los años”, pensé y le envié solicitud de amistad.

      Al rato vi que me aceptó y enseguida escribió por privado: <¡Pippa! No puedo creerlo, eres tú, ¿la verdadera?>, maldición, lo había olvidado. Audrey “Pippa” Jordan, para los amigos. Hacía tantos años que nadie me llamaba Pippa, que, en lugar de enojarme porque había utilizado aquel espantoso apodo, me sentí reconfortada, como si, de alguna manera, hubiese regresado a casa. Casa. Si hubiera sabido qué considerar como casa me habría ahorrado muchos dolores de cabeza. Me coloqué un mechón de cabello detrás de la oreja.

      <Hola, Fred, sí, soy yo, la misma... Pippa>, y le sumé una


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