Á(r)mame. Luz Larenn

Á(r)mame - Luz Larenn


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      6

      Audrey

      Un año antes

      Tenía media hora libre entre pacientes, así que me propuse una escapada atípica. Salí del edificio de salud mental, ubicado en Lexington Avenue y la 47, y caminé hasta la antigua tienda de café de siempre, Bobby’s Grill, que estaba pegada a un Starbucks que, lógicamente, había aterrizado un tiempo después buscando captar o mejor dicho robar sus clientes. Pero conmigo no lo lograría, sentía una gran estima por el viejo Alfred y sus maravillosos lattes. Luego de beber la mitad en tiempo récord, me metí en la pequeña librería de la Tercera, justo a la vuelta de allí.

      Hacía tiempo que no leía algo que no fuera una actualización de algún tema de mi carrera y sabía que, de estar viva mi abuela, lo habría desaprobado. Decía que cada tanto era condición sine qua non leer un buen clásico como para no olvidar de dónde veníamos.

      Por ser la hora del almuerzo había más gente de lo habitual merodeando por los angostísimos pasillos del lugar. Llevé la vista hacia el estante más alto y una edición bastante antigua de Orgullo y prejuicio captó mi atención por completo. La primera vez que lo había leído era una niña y recuerdo haberme quedado dormida del aburrimiento. Fue entonces cuando mi abuela me enseñó a analizarlo a fondo. Sabrán cómo termina la historia.

      Estaba por tomarlo cuando una mano me ganó la delantera. Le eché una mirada cargada de ira.

      –¿Ah, sí? ¿Te aprovecharás de alguien más pequeño que tú? –el muchacho me miró sorprendido. Luego echó a reír.

      –¿Cuánto lo quieres? –preguntó.

      –Digamos que estoy dispuesta a derribarte por él, bueno, eso si no tuviera todavía mi café a medio tomar y si Roland no me cayera tan bien –el dueño de la librería levantó la vista al escuchar su nombre y al verme elevó su mano en el aire.

      Roland era bastante mayor y vivía en Manhattan desde que la ciudad recién comenzaba a erguirse para transformarse en el imperio de hoy. Había tenido el gusto de ver desde los cimientos al Empire State, aunque su corazón estaba con el Chrysler. “El resto es puro marketing para capturar el dinero de los turistas”, decía cada vez que le sacaba el tema. Cosa que me encantaba hacer.

      Volví la mirada hacia el muchacho. Ambos todavía teníamos la mano apoyada en el libro, que seguía cómodamente en el estante y, sin querer, nuestros dedos se comenzaron a rozar.

      –Bien, hagamos un trato, si me dejas llevarle este libro a mi abuela, prometo comprarte dos que tú elijas, dos a falta de uno; no sé, piénsalo, te doy… –miró su muñeca desnuda– diez segundos –que acabara de mencionar a su abuela fue un golpe bajo inesperado, después de todo, era el fresco recuerdo de la mía lo que me impulsaba a apretar tanto aquella solapa antigua color azul.

      –Bien –revoleé los ojos–, ganaste –solté mi objeto de deseo.

      Caminé delante de él en dirección a la caja, dado que el pasillo no permitía que dos personas pudieran pasar al mismo tiempo, y escuché que a mis espaldas preguntó mi nombre.

      –Audrey –respondí con un grito hacia el techo.

      –Mucho gusto, Audrey, yo soy Alex.

      Alex era bien parecido, alto, mucho más que yo e incluso que cualquier chico con el que hubiera salido antes; definitivamente, más que Ezra.

      Al final elegí un solo libro, no quería hacerle gastar de más, pero tampoco negarme a su favor, para no desmerecer el gesto. Antes de salir de la librería, le pidió un bolígrafo a Roland y tomó un señalador de esos que solían dar gratis. Escribió un número junto a su nombre y luego lo puso en mi bolsa.

      –Listo, Audrey, acabo de arrojar la pelota en tu cancha –me rodeó con un pequeño bailoteo tosco y se fue por la misma puerta por la que había entrado, la única, de hecho, dejándome boquiabierta. Podía llamarlo. O bien podía olvidarme de la situación y volver a mi perfecta y rutinaria calma.

      7

      Juliet

      Un mes antes

      Desperté algo confundida. Empapé mis labios partidos con saliva, pero enseguida me di cuenta de que no bastaría. La sed se apoderaría de mí de un momento a otro y no había nada que pudiera hacer para evitarlo.

      Un dolor punzante cerca de la nuca me despabiló cuando recordé que ahí mismo había sido pinchada antes de perder la conciencia. Intenté levantar mi mano a fin de aliviarme con un pequeño masaje, pero algo frío me tomaba por la muñeca, frenándome antes de llegar. Me encontraba encadenada. Por las muñecas y los tobillos.

      La desesperación se cargó la poca templanza que me quedaba, tanto que comencé a tironear de las cadenas sin siquiera detenerme a pensar qué estrategia me podía convenir, si es que existía alguna. Comencé a lastimarme, pero no me importó, solo me detuve cuando dolió, incluso más que el pinchazo en el cuello, incluso más en todo mi cuerpo que en los tobillos y muñecas, porque ese dolor era nuevo, desconocido, imagino que sería el dolor que sentía el alma cuando parecía acercarse al final.

      El lugar en el me encontraba era oscuro, lúgubre, tenía una única y pequeña ventana rectangular en lo alto, aunque tapada con papel de diario. Deduje que se trataría de un sótano, tanto en Brooklyn como en Manhattan abundaban los apartamentos de subsuelo, yo misma vivía en uno así, eran de los más económicos, un nivel más elevado que las ratas: venían ellas, luego el subsuelo y recién después podíamos empezar a hablar de condiciones apropiadas de vivienda.

      Nueva York tenía todo lo que Casper no. Que eran mundos opuestos no cabían dudas. En Wyoming todo parecía moverse en cámara lenta. A lo largo de mis años más lozanos había experimentado la real sensación del letargo y el aburrimiento, sobre todo en las tardes de invierno. Luego, con suerte, comía, dependiendo de en qué casa estuviera, y a dormir. En verano las cosas eran bastante distintas, pasaba más tiempo al aire libre, jugábamos en la calle o, en ocasiones, hasta nos escapábamos al lago. Claro que Debbie nunca venía, ella era demasiado correcta como para mentirles a sus padres, decía que si perdían la confianza en ella no podría recuperarla fácilmente. Como fuera, yo ni siquiera tenía padres a los que decepcionar.

      Afuera todavía estaba oscuro. Había llegado de mi cita fallida a altas horas de la noche, con lo cual, si todavía no amanecía, no estaría muy lejos de casa. De haberme llevado a otra ciudad nos habría sorprendido la claridad del alba, bueno, todo esto a excepción de que hubiera pasado días inconsciente, después de todo, sentía la boca seca y pastosa, pero eso también podía deberse al efecto rebote de haberme tomado tres copas de vino blanco. Volví a intentar zafarme de aquellas cadenas una vez más, aunque sin éxito. No lloraría; de comenzar a hacerlo, nunca podría acabar. De golpe escuché pasos acercarse cada vez más hasta que se abrió la puerta. Una silueta apareció debajo del marco, pero estaba lo suficientemente oscuro como para no alcanzar a ver de quién se trataba. Me contempló en silencio por unos segundos y luego se fue. A partir de eso, todo fue cuesta abajo. Como si hubiese sido posible.

      Me despertó el recuerdo de Ethan tirándose al lago sin ropa. Tendríamos quince o dieciséis años y, para lo poco que entendíamos de amor en aquel entonces, nos creíamos Romeo y Julieta, en versión pobres. Ethan era un completo desastre, faltaba a la escuela para quedarse bebiendo cerveza con su hermano mayor y sus amigos marihuaneros.

      Tenía muchos defectos, pero estaba segura de que jamás me engañaría, me amaba sin


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