Á(r)mame. Luz Larenn
¿Y si después de todo había logrado escapar de las manos de aquel animal?
Eran demasiadas las preguntas que probablemente no tendrían respuestas concretas más que en las hipótesis construidas por los forenses. De no encontrar a un responsable que confesara haberla atacado, su muerte quedaría archivada como un caso inconcluso.
Me desesperaba pensar en el hecho de que esa chica tuviera familia, una madre, un padre –esperaba que mejor que el mío–, incluso hermanos, que quedarían todos sin la posibilidad de un cierre.
No tenía opción. A esa altura me encontraba demasiado involucrada como para salirme. Para la estación del Central Park yo era la doctora Morgan y si eso los hacía felices o ayudaba en algo que contribuyera a resolver el crimen de la joven Atwood, bienvenido. A mí definitivamente me servía.
Me levanté resignada. Encendí el televisor y aunque mi cuerpo se encontraba cansado, la sobrecarga de energía me movía por inercia. Hacía largos meses que no me sucedía, así que no iba a desperdiciarla. A la mañana siguiente me esperaría Hardy con su equipo en la estación para trabajar en el caso y aun así no me importaba ir sin dormir.
Lo había llamado aquella misma tarde para confirmarle mi participación, luego de comerme las pocas uñas semicrecidas, intentando mantenerme ocupada hasta las cinco para sembrar algo de inquietud. Así que durante esas horas aproveché a ponerme al día con los chismes de la farándula que seguían llegando por la suscripción de mamá, y unos cuantos tés más tarde para cuando el reloj marcó las cinco y dos minutos, busqué a Hardy en la lista de contactos de mi teléfono y le notifiqué las buenas nuevas; al menos buenas para mí, no para Juliet Atwood, desde luego.
Dejé la vista fija en aquel programa de preguntas y respuestas y me perdí pensando en la forma en que mi vida acababa de cambiar por completo. De la noche a la mañana me había convertido en parte de una investigación de homicidio. Un caso que ponía en jaque a la seguridad de la que gozábamos últimamente los residentes de la isla, al menos hasta la 112 y el parque. Quise llamar a Leanne para contarle, pero era demasiado tarde para una familia con niños. Además, Leanne habría creído que me había terminado de volver loca. Mejor así, mejor mantenerlo en secreto, si de todas maneras ya casi no quedaban personas que conocieran a Audrey Jordan.
A las tres de la mañana los programas eran tediosos. Estaba a punto de darme por vencida cuando apareció Don Hardy, filmado aquella mañana en la escena del crimen dando una nota. Me vi de pie, detrás de él, inservible como pocas.
Hardy, por otro lado, lucía como un actor de Hollywood, aunque las cámaras no lo beneficiaran por completo, al hacer una vez más que sus ojos parecieran grises. Una real pena para el televidente.
Mientras relataba lo ocurrido y los pasos a seguir para encontrar al responsable, apelaba sin cesar a su equipo –y yo era parte de él–. Me sentí dichosa y eso era algo que pocas veces en mi vida había experimentado. Claro que segundos después bajé a tierra y me di cuenta de que estaba actuando de manera absolutamente neurótica. Morgan era parte de su equipo, no Jordan. Apagué la televisión y en algún momento me habré dormido.
El despertador sonó junto con la sensación de que esa noche acababa de transcurrir en un abrir y cerrar de ojos; aplacada la adrenalina, el cansancio tomaba protagonismo. De todas formas, mi entusiasmo seguía intacto. Últimamente la sensación matutina por excelencia había sido querer caer en un agujero negro. Sonreí al recordar una discusión una noche de copas entre colegas y otros profesionales, en la que una psiquiatra defendía a rajatabla el uso de fármacos para salir de estados polares de emocionalidad, deberían prescribir un Don Hardy por la mañana y uno por la noche. Salté de la cama y corrí al baño para prepararme, tenía un gran día por delante.
Para cuando llegué a la estación el reloj marcaba las nueve menos cuarto. Vestía una pollera negra con una camisola azul. Solía ser una persona puntual, pero aquella mañana en particular me sentía la alumna modelo en su primer día de clases.
Ni siquiera me había detenido a pensar en la mentira, en el hecho de que acababa de tomar “prestada” una identidad. De una forma u otra, lo que realmente importaba eran los aportes que pudiese realizar y respecto de eso me sentía segura, además Hardy me había dejado claro que se hallaba satisfecho con mi presencia.
La burbuja explotó bajándome con una honda cuando solicitaron mi identificación para ingresar al establecimiento policial.
–Disculpe, la he olvidado, pero el jefe Hardy le dirá quién soy, verá, ayer comencé a trabajar con ellos. Estuve aquí.
–Lo siento mucho, señorita, pero a este lugar no se ingresa sin identificación, más aún desde septiembre de 2001. Si es norteamericana lo entenderá –tenía razón, aunque me resultara odioso, tenía toda la razón. Si por mucho menos nos registraban de pies a cabeza.
La última vez que Leanne había venido a visitarme, la había llevado de paseo a la Estatua de la Libertad y para embarcarnos tuvimos que pasar por un procedimiento del mismo tipo que en un aeropuerto, sin zapatos ni objetos de metal que pudieran sonar, y luego vuelta y vuelta por aquella máquina que parecía que en cualquier momento abduciría a alguien y lo trasladaría al año 1985.
Giré al mismo tiempo que mordía mi mejilla interna, “¿y ahora qué?”, pensé, pero de pronto, vi venir a Don Hardy hacia mí.
–¿Se ha puesto cómoda, doctora? –bromeó.
–Olvidé mi identificación –chasqueé mi lengua. Últimamente me había convertido en una maestra de la mentira. Esto no me enorgullecía en particular, pero me daba la pauta de que era potencialmente buena en más cosas de las que creía.
–Robbins, déjela pasar, está con nosotros, mañana la traerá, ¿no es así, doc?
Asentí con la cabeza. Mañana. Para mañana debía conseguir una identificación falsa si quería seguir formando parte de esta obra de teatro personalizada que acababa de montar, que venía dirigiendo y hasta protagonizando.
Colgada de ese pensamiento trastabillé sobre la escalinata del hall, delante de un puñado de oficiales y algunas mujeres de mediana edad, cuyos semblantes apagados las hacían lucir como las típicas secretarias del Estado. Me miraron con menosprecio. Hardy no se percató de mi pequeño contratiempo, ya que siguió caminando delante de mí con la mirada en alto.
Todos se detuvieron a observarme y, acto seguido, se volvieron en pequeños grupos a hablar en voz baja, menudo déjà vu del bachillerato.
Ingresando al gran salón que pertenecía a la Unidad de Crímenes Especiales se podían observar, a mano derecha, grandes ventanales con bordes de hierro y vidrio repartido que proporcionaban claridad al espacio. El día anterior había sido tal la barahúnda que no había reparado en nada más que en la puerta del despacho del jefe Hardy.
El interior se encontraba venido a menos, necesitaba varias manos de pintura y hasta nuevos muebles y escritorios, ya que parecían ser los mismos que se utilizaban desde los años setenta. Archiveros de metal, teléfonos fijos, el lugar tenía su encanto.
Mi cabeza saltó inmediatamente al edificio de salud mental de Lexington Avenue y la 47, mi despacho como terapeuta pública, y al comparar ambos escenarios, no tuve ninguna duda de que este nuevo que estaba empezando a conocer sería mejor que cualquier otra cosa. Al menos allí no había nada semejante a aquella pequeña lámina de Rembrandt que colgaba de una de las paredes amarillentas de mi consultorio. Ese maldito Rembrandt que miré a los ojos durante todo el tiempo en el que Hakkin tuvo sus manos alrededor de mi cuello en aquel ataque, tiempo en el que si no hubiera atinado a gritar en un instante de desconexión de mi atacante, no habrían llegado a socorrerme mi colega Tiffany y su paciente, que se encontraban justo al lado.
Recordar aquel episodio lograba cegarme en pocos segundos, había decidido enojarme con el Rembrandt, porque era mucho más fácil que hacerlo con la persona adecuada, es decir, conmigo misma. Me llevaría algún tiempo perdonarme por haber dudado sobre si pedir ayuda o no. Y es que en ese momento pensé que lo mejor era dejarlo ser, que todo terminase de una vez