Á(r)mame. Luz Larenn
a la cama y no saliera más de allí, cosa que se me daba mejor.
A pocos metros del lugar pude advertir un gran operativo de fuerzas de seguridad y algunas personas amontonadas husmeando; típico, el morbo era una de las claves para que un simple hecho se tornase popular. Un joven oficial se encontraba cercando el perímetro contra reloj, a fin de que la muchedumbre no pudiera arruinar la posible evidencia. Cinta amarilla, inscripción en negro, malas noticias.
Estiré mi cuello hasta el límite, todo lo que mi corta estatura me permitía, buscando ver algo como una vecina morbosa más, hasta que finalmente di con un espacio libre “en primera fila”. De entre el murmullo rescaté que había una víctima fatal. Los árboles y que todavía estuviese oscuro el cielo me imposibilitaron la visual y me imagino que fue mejor así: la naturaleza, siempre sabia, aunque nosotros, siempre indiferentes.
Si el operativo era tan grande, sin duda debía tratarse de un asesinato. Recordé que cuando mi abuela murió repentinamente en su casa tan solo se habían hecho presentes el oficial de costumbre, para constatar que no hubiera factores dudosos en la causa de su fallecimiento, y luego una ambulancia que la trasladó a la morgue del hospital por unas horas. Nunca se invertía tanto dinero y recursos cuando no se trataba de algo serio. Por eso, esto sí debía serlo.
El fervor corría una carrera contra sí mismo por mis venas, las mismas venas que siempre había criticado porque se veían demasiado azules, aunque quizás el problema de raíz se tratara de que tuviese la piel demasiado blanca, casi transparente.
No experimentaba una excitación tal desde el día en que había ingresado a la Universidad de Gibraltar Lake para cumplir mi sueño de convertirme en psicoanalista.
Por supuesto que luego las cosas no habían resultado como las había imaginado y de fantasear con transformarme en una renombrada terapeuta con una docena de libros escritos y publicados –como Lesley Day–, pasé a ser una psicoanalista del montón, que atendía pacientes de salud pública con problemas ordinarios, daños superficiales por peleas conyugales o padres sobreprotectores que habían arruinado a sus hijos sin retorno. Después de todo, Lesley Day había nacido para eso, tenía incorporada la obra y gracia del marketing, sumada a su gran capacidad intelectual –y daba fe de ella–; parecía haber venido de fábrica con un nombre listo para triunfar. No como Audrey Jordan, que bien podría haber sido una granjera olvidable del centro del país. Todo indicaba que el éxito no estaba predestinado a cruzarse en mi camino y, ciertamente, ya comenzaba a cansarme de remar contra la corriente.
Me asomé desde una esquina para ver mejor, cuando alguien me tomó del brazo. Di un salto.
–¿Doctora Morgan?
Intenté balbucear que no sabía ni remotamente de quién me estaba hablando, pero, antes de que lo lograra, el oficial ya me había hecho pasar por debajo de la cinta perimetral. Morgan, Jordan, tomatos, tomatoes. Podía haberse confundido, pero había algo que seguro yo no era: una doctora.
–La estábamos aguardando.
Por lo pronto, este muchacho tampoco conocía de primera mano a la doctora Morgan, ya que se había dirigido a mí con absoluta seguridad.
Mientras me guiaba hacia un destino incierto, algunos metros parque adentro, vinieron a mi mente una docena de escenarios distintos y todos ellos concluían en lo mismo: finalmente alguien se daría cuenta de que yo no era la persona que esperaban y me sacarían de allí en lo que cacareara un gallo, cosa que por la hora estaría a minutos de suceder, claro que de haber habido gallos en el Central Park.
–Es un gran alivio haber podido localizarla. Verá, nuestra compañera, la doctora Richardson, se encuentra de licencia por maternidad y pensamos que no haría falta reemplazarla por algunos meses –me explicó el muchacho. Bastante optimistas, los policías de Nueva York. Si bien Manhattan era mucho más seguro en estos días comparado con la década de los noventa, tampoco podían darse el lujo de creer que no habría crímenes durante meses.
No pude evitar notar su corta edad para estar en la fuerza, pensé en su madre, esa pobre mujer que debía de vivir con el corazón en la boca porque su “niño” se ponía en peligro cada día por cuidar de otros: por eso yo no tenía hijos, ni pensaba tenerlos jamás.
Las palabras del oficial permitieron que me diera cuenta de que, probablemente, nadie reconocería a la doctora Morgan, ya que para el equipo completo de policías se trataba de una total desconocida. Respiré más tranquila y decidida, sin disminuir la marcha. Después de todo, a lo sumo quedaría como una anécdota divertida para contarles a Leanne y a los niños en mi próximo viaje a Gibraltar Lake en vacaciones. Vacaciones…, técnicamente en la actualidad vivía inmersa en ellas, solo que no por los motivos ideales.
Para que en verdad se sintiera como un “tiempo fuera” debían reunirse ciertos requisitos. Veintisiete grados de temperatura, cosa que pudiera vestirme liviana, idealmente una playa como escenario, infaltable un buen libro entre las manos y algún trago suave apoyado en una mesa al costado, todo eso mientras un apuesto muchacho me daba un masaje en los pies. Pero no, no había libro ni playa, la temperatura aún no alcanzaba los veinte grados y mucho menos había un muchacho en mi vida, ni siquiera para pelear, ridículo esperar que dándome un masaje en los pies. De todas maneras, nunca me había gustado demasiado el toqueteo innecesario; me retracto, quitemos al muchacho y déjenme con el libro y el trago suave, siempre suave.
El lugar se encontraba rodeado de frondosa vegetación ya brillante y nutricia por la primavera, que si bien todavía se hacía desear en términos de temperatura, había al menos propagado su mensaje de temporada alta para la fotosíntesis. En absoluto contraste, el despliegue montado parecía sacado de un filme en el que Angelina Jolie habría obtenido el protagónico con sus escasos veintitantos, pero una belleza digna de hacernos creer que ya se había recibido de perito forense y, no conforme, además, se trataba de una erudita en la materia. Indiscutible para cualquiera, con ese rostro nadie se hubiese atrevido a objetar su participación estelar.
Policías yendo de aquí para allá, un grupo de hombres de saco y corbata que decantaban en detectives y una mujer de unos cuarenta años que, a juzgar por su uniforme y por lo que estaba haciendo, parecía ser la médica forense. Eso me llevó a descartar en ese mismo instante que Morgan fuera la forense y respiré aliviada, pero, entonces, ¿qué tipo de doctora sería Morgan? Necesitaba estar preparada para sostener mi mentira hasta que al menos me pudiese escabullir de allí para siempre.
Di unos pasos cortos a sabiendas de que, en breve, vería con mis propios ojos al cadáver en cuestión, algo que no me causaba ninguna gracia. Trabajar con vivos era mi especialidad, algo trastornados, sí, pero vivos al fin.
La única vez que había visto a un muerto había sido el cuerpo de mi madre y en condiciones apropiadas. Después de todo, aunque lucía demasiado delgada, no había llegado a impresionarme, estaba dentro de lo esperado como consecuencia de aquella enfermedad del demonio. Se me estrujó el estómago al recordarla, había pasado tanto tiempo que se me solía desdibujar el recuerdo de su rostro. Casi un año. Con mi madre habíamos tenido nuestras buenas épocas y otras no tanto. No era fácil convivir con el recuerdo de mi padre tatuado en tinta china. Él, por otro lado, había sido el motivo por el que yo terminara siendo psicoanalista. Se encontraba en prisión desde hacía al menos veinticinco años y yo había decidido no volver a verlo jamás.
De un día para el otro la vida tal como la conocía había cambiado por su culpa: lo que para mí había sido un dulce y protector progenitor acabó cuando derribaron nuestra puerta de una patada y lo atraparon. Le dieron cadena perpetua, era lo mínimo que se podía esperar después de aquellos actos aberrantes. Mi padre, Ben Atwood, en lo que a mí respecta, se encontraba tanto o más muerto que mi madre; ella sí que descansara en paz.
Para cuando estaba asomándome a la escena del crimen sentí una mano sobre mi hombro.
El poder hipnótico de dos grandes ojos verdes logró suspenderme en el tiempo.
–Don Hardy, mucho gusto –sentí cómo reguló su apretón de fuertes manos con cautela. “Qué atento”, pensé, y “qué machista”,