Á(r)mame. Luz Larenn

Á(r)mame - Luz Larenn


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mí había sido un escape para la última media hora de mi vida. Sabía que de hacerlo me ahorraría una gran vergüenza en el futuro, pero aquella fuerza interior que parecía seguir en efervescencia desde la madrugada no me lo permitió.

      Decidida, puse manos a la obra.

      Sin notarlo se hicieron las ocho de la mañana, lo supe porque la claridad me quemó los ojos. La estación de Policía quedaba justo enfrente de donde estábamos. La burla del asesino se hacía evidente. Me horroricé. Aun a pesar de que, técnicamente, yo también me estuviera burlando de ellos.

      Mis anotaciones eran vagas, de hecho, ni siquiera sabía por qué había seguido adelante con aquella mentira. “Tendría que decirle a este tal Hardy quién soy y terminar con esto”, una voz interior me repetía una y otra vez como si se tratara de un grillo, aunque aquella voz, a esa altura, definitivamente pertenecía a la Audrey de un día atrás.

      Mi vida hasta esa mañana había carecido de razón de ser, pero ahora sentía literalmente la sangre calentando mis venas, enérgica y motivada, básicamente como todo ser vivo que goza de un propósito. Sumida en mis pensamientos, me mordí tanto el labio inferior que cierto sabor metálico revolvió mi lengua.

      Regresé a mi apartamento. Debía cambiarme de ropa. Nadie respetaría a una psiquiatra forense que vistiera jeans y chaqueta. En verdad, quería deslumbrar al jefe Hardy y, de tener suerte, la pena por mentirle no sería tan severa.

      ¿Qué tipo de ropa vestiría Morgan? Barrí el interior del clóset con la vista, parada sobre un solo pie, provocando que mi esmirriado cuerpo perdiera el equilibrio varias veces.

      Se me ocurrió una idea mejor. Corrí hacia el ordenador y busqué a la real doctora Morgan. Mierda, lo primero que me devolvió el buscador fue la imagen de una mujer mucho más entrada en años que yo y de rasgos completamente opuestos a los míos: cabello rubio, ojos claros y algunas arrugas finas alrededor de los ojos. Su estilo era sofisticado. Algo que se sumaba como imposible de falsificar, teniendo en cuenta mi andar desgarbado, mi melena castaña oscura por debajo de los hombros, mis redondos ojos color miel y mi tez un tanto más blanca que el bronceado que parecía ostentar aquella mujer. Recordé la palidez de la chica muerta y el efecto del shock –todavía presente– me hizo cerrar los ojos por unos pocos segundos.

      Sacudí la cabeza buscando recuperar algo de cordura.

      Luego del vaivén decisorio, resolví acudir a la estación para contar toda la verdad. A esa altura la mentira todavía no tenía peso, a lo sumo me harían realizar alguna tarea comunitaria y hasta dicho castigo resultaba atractivo. Después de tantos meses sin trabajar comenzaba a sentir estrés por aburrimiento, lo que producía que, en mi estado actual, cualquier actividad resultase llamativa, incluso levantar basura de las calles con un palo.

      De utilizar el correcto vestuario, y si con suerte Don Hardy era un casanova encubierto, aunque tenía mis serias dudas, me saldría con la mía mediante un discreto coqueteo, algo que jamás se me había dado bien, aunque ahora no tenía mucho que perder.

      Elegí una blusa blanca y un pantalón sastre que rara vez había usado, demasiado arreglado para el día a día”, solía pensar cada mañana antes de ir a trabajar cuando abría el vestidor y lo veía en primer plano ahí colgado, burlándose de mis pocas ganas de arreglarme.

      Salí caminando con ligereza hacia el metro. La línea 1, 2 y 3 planteaba una disyuntiva. En dirección al Uptown, donde se encontraba la estación de Policía, y justo enfrente, la que, por el contrario, me llevaría al Downtown. Crucé.

      A los quince minutos llegué a la Biblioteca Pública de la Quinta Avenida.

      –Buenos días, señorita, ¿en qué puedo ayudarla? –me preguntó una señora canosa con un cutis de porcelana envidiable, que se encontraba del otro lado del mostrador de informes.

      –Libros de psiquiatría, por favor.

      Minutos antes había decidido continuar con la mentira, de pie frente a esa escalera tan definitiva que me ofrecía la posibilidad de elegir.

      Algo dentro de mí ya había cambiado y no podía detener su curso.

      5

      Juliet

      Un año antes

      Debbie entró a nuestra habitación y me encontró recostada en la cama mientras movía nerviosa la pierna derecha.

      –¿Qué te traes, Julie? –sabía bien que me molestaba aquel apócope, así solían llamarme en nuestra escuela en Casper. Vida pasada. Cuando éramos dos nadies de Wyoming.

      –No sé, ven que te muestro –aquella mañana acababa de recibir un mensaje de un número desconocido.

      En otro momento lo habría mandado a volar, pero entre Jeffrey, que se encontraba de vacaciones en Portugal con su familia, y Nicholas, que esos días se las daba de ofendido, le seguí el juego. Comenzamos a coquetear, a sabiendas de que del otro lado podía haber un viejo libidinoso en musculosa, slip y medias, pero ¿qué riesgo había a través de una pantalla?

      <¿Así que sin pareja eh?>.

      Debbie se alejó horrorizada. Demasiado para la dulce y buena católica, la oveja blanca de aquel campus de la NYU, o al menos de aquel piso de dormitorios.

      Así y todo no concebía la vida sin ella. Habíamos sido amigas desde que tenía recuerdos. Más tarde el destino benevolente nos permitió ingresar a la misma universidad en nada más y nada menos que Manhattan. Bueno, el destino y la mano de Debra.

      Releí el mensaje y respondí: <Supongo>.

      <¿Cómo es eso? O tienes o no tienes>.

      <Digamos que estoy libre>.

      <Perfecto>.

      Comenzó a sonar la alarma de evacuación, algo habitual una vez por mes cuando, sin previo aviso, el bloque de dormitorios realizaba un simulacro para asegurarse de que, sin importar cuándo, alcoholizados o sobrios, pudiéramos salir sanos y salvos en caso de que ocurriera un siniestro.

      Esa noche había una fiesta de disfraces bajo la temática “Francis Ford Coppola” y yo, que nunca había sido fanática de ellas, aprovecharía para quedarme adentro leyendo o poniéndome al día con alguna materia. No entendía el objetivo de querer ser alguien distinto por un rato, escondido detrás de un disfraz.

      Si a mí me gustaba ser Juliet, ¿por qué demonios querría convertirme en Kay Adams o en Lucy Westenra? No es que ellas la hubieran pasado mejor. Me parecía una vulgar excusa que usaban las mojigatas para vestirse provocativas sin sentir culpa y yo en esta materia jamás la sentiría. Si eso le molestaba a alguien, bien podía mirar hacia el lado opuesto.

      <¿Vives en el campus?>, pregunté.

      <Eso depende para qué>.

      <Hay una fiesta de disfraces>, respondí.

      <Truco o trato>, sonreí.

      <Prefiero los trucos el resto del año>.

      <Yo los tratos>.

      <Bueno, parece ser que nos complementamos>, me sentí poderosa y sobre todo y lo que más me gustaba, con el toro tomado por las astas.

      Debbie se asomó tímidamente por detrás de la puerta del clóset que compartíamos. Su disfraz no variaba demasiado de una versión de ella misma, pero en los años sesenta.

      No importaba, dejaría que se sintiera feliz con la idea de ser una persona completamente distinta por ese rato; era obvio que pertenecía al grupo que lo necesitaba.

      A


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