Á(r)mame. Luz Larenn

Á(r)mame - Luz Larenn


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me permitieron, lo supe al trastabillar con un adoquín que sobresalía en la vereda anterior a mi casa. Otra relación más que terminaba en tragedia. Últimamente parecía que el destino me ponía todo el tiempo ante el fracaso, como buscando decirme algo más, o tal vez era que solo quería castigarme.

      Sabía que, de todas formas, siempre tendría a Nicholas. Pero yo sentía que necesitaba algo más, o por lo pronto salir al mundo para ver por mis propios medios si encontraba otra cosa. Y no es que Nicholas no fuese realmente perfecto, pero algo a lo que no había podido ponerle un nombre me hacía alejar cada vez que nuestra relación parecía estar a punto de dar el próximo paso. Era mejor así, vernos una vez cada tanto para sacarnos las ganas, compartir el momento y luego ya iríamos viendo qué nos deparaba la vida. Quizás en el futuro terminaría por enamorarme de él.

      Antes había estado Jeff. Lo opuesto. Imperfecto. Bastante más entrado en años y poco atractivo. Pero no hacía más que aparecer o escribirme que provocaba un derrumbe masivo en cualquier estructura de amor propio que hubiese podido construir desde la última vez que nos habíamos visto.

      Un detalle no menor atormentaba mis días. Jeffrey era un hombre casado y no parecía tener intenciones de dejar de serlo. Su esposa era conocida en Connecticut, suburbio en el que vivían, parecía ser que estaba involucrada en la gobernación y eso la tenía mucho tiempo ocupada, tanto que a Jeff le solía quedar una gran parte de su semana libre para parrandear por Manhattan conmigo. Tenían dos hijos a los que yo doblaba en edad, es decir que, si en algún momento se hubiese decidido por mí, yo habría sido la malvada madrastra joven, y atractiva por demás. Probablemente su hijo varón me habría negado el saludo, pero en la intimidad de su dormitorio se las arreglaría para fantasear conmigo, y su hija mujer buscaría la forma de envenenarme con ingredientes caseros que no levantaran sospechas. Sabía que, llegado el caso, no debería beber ni comer nada que ella hubiese preparado con sus propias manos. Una vez había leído que una persona que consumiera decenas de semillas de manzana podría morir, porque las semillas contenían cianuro. Por unidad eran inofensivas, pero en cantidades industriales eran capaces de voltear a cualquier ser humano.

      Como fuera el caso, parecía ser mejor así. Jeff, con su familia. Nicholas, disponible in aeternum y, mientras tanto, yo en búsqueda de algo que ni siquiera sabía qué podía ser, como, por ejemplo, esta última conquista que por un momento creí que podía resultar en algo bueno, distinto.

      Giré al oír un ruido de escape preparado para correr; el auto desapareció en la noche, solo quedó una estela de humo que parecía saludarme en un irónico gesto haciendo alusión al fracaso, a uno más. Y yo que creí que en verdad él podía haber sido el indicado.

      El flechazo había sido instantáneo, las cosas se daban sencillas entre nosotros, parecían encontrarse pautadas de antemano por un libreto. Pero, desde luego, a lo largo de este último año me había metido en demasiados problemas como para involucrarlo a él, que se encontraba ajeno, inocente y, sobre todo, que podría salir dañado. De haber sabido antes que lo conocería, mis decisiones del pasado habrían sido otras, definitivamente. Pero lo hecho, hecho estaba, y yo debía dedicarme a contener los daños el mayor tiempo posible, hasta que todo esto terminara. Quizás incluso ya había ocurrido, que hubiese terminado la pesadilla, después de todo, no había sabido nada más de él, mi nuevo dueño o como quieran llamarlo. En lo que a mí respecta, se trataba de la persona que había robado mi vida entera, mi último año y probablemente mi futuro, incluyendo a aquel hombre que se acababa de ir en su auto tan rápido que parecía echar chispas.

      Caminé algunos pasos con los tacones puestos, pero muy pronto me resigné, una vez más y contando, a la idea de no servir para usar ese tipo de zapatos por más estilizada y sexy que me hicieran lucir. Me quité el izquierdo y luego el derecho, ya para el segundo tuve que sostenerme del pasamanos de la escalera de entrada a mi edificio. Había bebido tres copas de pinot grigio, pero para alguien que últimamente comía poco y nada era lo mismo que si me hubiese bajado hasta el fondo una botella de tequila de mala calidad. Dirigí la mirada al suelo. Solo me faltaba pisar algo indeseable. Subí rápidamente los tres peldaños hasta dar con la puerta de entrada. Cerrada. Una vez más la señora van Zheemen había puesto llave. Maldición. Si Brooklyn ya no era tan peligroso como antes, hasta podíamos darnos el lujo de dejar la puerta de calle abierta; además, no hacía más que abrir esa que a los pocos pasos del hall había otra más y esa sí tenía llave obligatoria. Busqué mi juego en el bolso, que lógicamente se había perdido en alguna dimensión desconocida, ley de Murphy o algo así, de hecho, este año que había pasado para mí bien podrían haberle cambiado el nombre a “ley de Juliet”.

      El sonido al crujir las hojas secas de la calle me sobresaltó tanto que me dejó al galope. Miré hacia atrás, pero no había nadie, ni en la cuadra, ni enfrente, ni siquiera a través de alguna ventana con la luz de adentro encendida, lo que me habría resultado levemente tranquilizador. Volví a introducir la mano en el bolso con mayor ímpetu, ¡bingo! Hice repicar las llaves victoriosa y luego comencé a querer introducir la más grande, la de la puerta de calle, en la que ahora parecía haberse convertido en una diminuta cerradura. El llavero dorado con el grabado “Hope” (esperanza), que me había regalado Debbie, tintineó contra la puerta de madera reflejando una cortina de pequeñas luces.

      Giré la primera de dos y volví a escuchar el crujir de las hojas. Acabé por dar la segunda vuelta, pero antes de poder bajar el picaporte sentí una mano que me tapaba la boca y un brazo, uno bastante fuerte, que redujo mi movimiento a la altura del pecho. Intenté gritar, intenté zafarme, pero luego de aquel pinchazo en mi cuello todo se volvió completamente oscuro.

      4

      Audrey

      Presente

      Giré mi cuello y lo hice sonar con placer culposo. Salí tan apresurada que casi lo olvido. Luego de dar llave a la puerta, volví a abrirla para comprobar que estuviera cerrada la llave de gas y que los grifos de la casa no se encontraran goteando. Esta obsesión me acompañaba desde que había vuelto a vivir aquí, las viejas y gastadas construcciones me generaban inseguridad, al menos las del West.

      Como casi todos los días de aquel tradicional mayo lluvioso tuve especial cuidado al descender los seis peldaños gastados que me llevarían hasta la vereda. “Una vez, culpa del piso resbaladizo, dos veces o más, culpa de mi atropello”, repetía cuando solía quedar al borde de caer sobre mi retaguardia a raíz de mi genuina torpeza, esa que parecía haber venido de fábrica.

      Decidí subir por Columbus Avenue, todavía no terminaba de amanecer por completo y algunas cuadras internas eran demasiado oscuras, producto de las copas de árboles frondosos que inocentemente tapaban la luz de los faroles; pero Columbus era fiel y siempre se encontraba iluminada por los locales cerrados, aunque centelleantes a toda hora. Después de todo, por algo la llamaban “la ciudad que nunca duerme” y últimamente yo parecía plegarme a ese concepto aportando un granito de arena desde mis cotidianas noches insomnes.

      Me detuve de golpe, todavía me restaba una cuadra y media para arribar a la dirección que me había sido indicada en el mensaje; bueno, no necesariamente a mí. A decir verdad, sabía bien que no.

      ¿Y si se trataba de alguna emergencia familiar? “¿Qué estoy haciendo aquí? Audrey, ya estás border…”, me dije.

      Di media vuelta, mareada, confundida, dispuesta aunque no decidida a emprender la vuelta a casa, cuando primero escuché y luego vi un patrullero pasar a gran velocidad, justo delante de mis narices. El ruido ensordecedor de la sirena se apagó a pocos metros, en la 97 y el lado oeste del parque. Rápidamente volví a mi plan original, aunque esta vez a paso más acelerado.

      Mi emocionalmente gastado corazón no daba acuse de recibo, las palpitaciones se acentuaban y sabía de modo fehaciente que aquello no se debía al hecho de que me faltara un buen estado físico, sino a que, muy dentro


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