Á(r)mame. Luz Larenn
Desde que había venido a vivir a Manhattan me había tenido que conformar con el barrio de estudiantes y con hostels de mala muerte, el Upper West Side. En otra época, cuando visitaba a mi madre, al menos me daba el lujo de caminar presumiendo por el Chelsea, pero parecía ser que durante esos últimos años alguien había decidido ponerlo de moda y por ese motivo los precios de renta se habían elevado a niveles exorbitantes, tanto era así que ahora debía conformarme con esto. Pero algo perturbador alimentaba la ironía de sentir que era justo lo que merecía, desdicha por desdichada.
Intenté destapar mi torso, pero una oleada de aire fresco lo impidió, pertenecía a ese extraño grupo de gente que hasta no sentir la fatiga del verano debía dormir arropada.
Finalmente lo hice. Poseída por cierta energía que hacía semanas parecía haber perdido, me incorporé en la cama.
Esta fuerza interior no daba tregua. Iría a esa dirección. Me sentí efervescer, después de todo, después de tanto, Audrey Jordan era una parte fundamental.
2
Audrey
Un mes antes
¡Enhorabuena, Lesley, has ganado!
Las ventanas, no podía dejar de pensar en las ventanas. Mientras estudiaba en Gibraltar Lake había tomado una cátedra en la que la profesora ya de por sí se trataba de un personaje en sí mismo. De gran estatura, cabello rojizo, con rulos de esos que abarcan algo más que el espacio personal, maquillaba sus ojos con un tono verde loro y sus labios de rojo, siempre.
Acababa de introducir el concepto de las ventanas, hablaba de manera vehemente, nos cautivaba con su sabiduría, aunque por momentos me perdiera en sus largos aretes.
Defendía la teoría de que todo ser humano debía conocer sus ventanas. Mientras mis compañeros, desde luego, tomaban de manera literal lo de la ventana, se reían del concepto y yo alucinaba. Bueno, Lesley Day y yo, que desde el primer año nos supimos las mejores alumnas y por momentos se nos hacía imposible evitar la rivalidad. Nos llevábamos bien, de hecho, nos caíamos bien, pero más fuera del aula.
Lesley era bonita. Bastante más que yo. Sus rulos de color castaño claro le llegaban a la cintura. Y dos grandes ojos verdes eran a menudo la incisiva arma que utilizaba para intimidar a todos, profesores incluidos. Conmigo nunca lo lograba.
La primera ventana era la personal, esa que se componía de todo aquello que creíamos sobre nosotros mismos. Lo bueno y lo malo. Luego estaba la del otro, la ventana de lo que el otro parecía percibir o prejuzgar de nosotros. Y finalmente la tercera y más temida: la ventana fantasma. No era que los fantasmas me incomodaran, hacía rato que la vida me había curtido lo suficiente como para tenerles más miedo a los vivos que a los muertos. Pero esa era la del punto ciego, como al conducir un vehículo y que otro te rebase por el costado, existe un momento, por un breve instante, en el que al echar un vistazo al espejo retrovisor crees que no hay nadie más que tú en la carretera.
Ese punto ciego, el que nosotros no podemos ver, pero tampoco el otro, eran las características que estaban en nosotros pero nos pasaban por el costado. Un real peligro al que sí era apropiado temer.
Quise desafiar su teoría. Podría haber recurrido a Leanne o a Ezra, pero solo me habrían dicho lo que deseaba oír, así que fui directo a Lesley.
Lo último que había sabido de ella era que acababa de abrir su clínica privada en Los Ángeles, y yo, bueno, a mí a esa altura me dolía el cuerpo de estar en la cama, pero también sabía que me dolería el cuerpo al levantarme, así que no importaba qué hiciera.
Ego a un lado, las decisiones tomadas a lo largo de estos últimos años definitivamente habían terminado por dejarme de cama, aunque incómoda en ella.
No era por Alex, era por todo. Porque había sido el último, pero no el más importante. Ezra era quien se llevaba ese título honorífico, al menos por ahora. Desde luego que, en aquel entonces, al ser tan jóvenes, la razón terminó por meter la cola haciéndonos creer que por ello no éramos dignos de vivir un amor inolvidable, que ya vendría ese por el cual dejar todo, que nosotros éramos la prueba piloto.
Pero hoy, años después, Ezra seguía clavado en mí como una inquietud incandescente. Ya no teníamos contacto, lo habíamos mantenido por un tiempo, hasta que su novia Beatrice se habrá sentido insegura de que hablase más conmigo, su ex, y ahora amiga de dudosas intenciones, que con ella. Y no estaba tan errada, yo habría actuado de la misma forma, más aún conociendo nuestra historia. Bueno, ciertamente, de haber sido ella no habría sido necesario.
Sacudí la cabeza, debía recordar a menudo que yo había decidido venir a Manhattan y que él había optado por quedarse en Gibraltar Lake.
Probablemente, a esta altura, Beatrice tendría una sortija en su delgado y alargado dedo. Si vamos al punto, toda ella era delgada y alargada, incluido su rostro, y sumado a esto sus ojos parecían estar siempre sospechando de uno, aunque me había enterado de que solía ser bastante simpática, solo que nunca había querido serlo conmigo.
La última vez que lo crucé fue cuando viajé a visitar a Leanne y a su familia, hacía dos o tres veranos, no lo recordaba exactamente, el dolor de cabeza no me permitía pensar con claridad.
Oh, Leanne, cuánta falta me hacía. No me gustaban las declaraciones de cariño públicas, pero cuando ella no escuchaba la describía como una de mis más queridas amigas, si no la única. Leanne era desenvuelta, liviana, todo lo que yo no. Nos unía la acidez. Eso de tomarnos la vida con un humor que lograba escandalizar a algunos.
Desde el inicio había sido así, incluso siendo dos desconocidas el primer día de clases, me acerqué para preguntarle si aquella era el aula 301 y, con total desparpajo, dijo que no, que ese bloque se encontraba cruzando el campus.
No hace falta decir que el cuento terminó conmigo llegando veinte minutos retrasada a la clase, agitada y con algunas gotas cayendo por mi sien luego de ir y volver al casillero inicial. Leanne reía a carcajadas desde la última fila.
Extrañaba su risa, sobre todo este último tiempo que en cada llamada venía escuchándola rara. Me rehusaba a afrontar la realidad de que Leanne ya no fuera la misma. Desde la pérdida de su primer bebé, no bien nos graduamos y ella se encontraba afuera con Todd, su novio en aquel entonces, su –lamentablemente– actual marido.
De todas formas, no me rendiría, no con ella. Estaba segura de que rasgando con ímpetu esa nueva coraza que vestía el último tiempo llegaría nuevamente a su esencia, esa que me había sido tan fácil de aceptar aquel caluroso septiembre del año 2004.
Era curiosa la forma en que en estos días mi mente tejía espirales hacia aquella época. Tiempos mejores. Más felices ciertamente, en los que la responsabilidad no era la base sobre la cual edificar una vida, sino más bien todo lo contrario. De la Audrey actual no había señales, esta que, de moverse, lo hacía con pesar. Mi peor versión por lejos.
Salí de casa envuelta en una chaqueta que cubriese el pijama inaceptable para el resto de la sociedad. Aproveché que el frío todavía no parecía querer marcharse para consentir mis escasos deseos de vestirme. Debía satisfacer mi estómago. Al menos, que todavía conservara el apetito transformaba mi estado en no tan crítico.
Y de las ventanas mejor ya ni hablar, se encontraban tan abandonadas que había que limpiarlas con la manga del suéter para echar un vistazo a través de ellas. Lesley, finalmente tú has ganado, ¡enhorabuena!
3
Juliet