Á(r)mame. Luz Larenn

Á(r)mame - Luz Larenn


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el correr de los años se me presentó la oportunidad de elegir un futuro mejor.

      En verdad, no fue solo cuestión de suerte, sino también del hecho de tener una amiga como Debbie, que se había ocupado de completar los formularios de impuestos en mi nombre, solicitar ayuda al gobierno y obtenerla para estudiar en la universidad completamente becada.

      Ella no concebía irse a Nueva York sin mí, de hecho, por momentos parecía rivalizar por mi cariño con Ethan, o tal vez fuera que sabía mejor que nadie que, de seguir enroscada en aquella relación, terminaría viviendo en una casa rodante, con objetivos de vida nulos y un gran potencial desperdiciado. Yo también lo sabía, podía ser joven, pero tanto ingenuidad como inocencia eran rasgos que no me había podido permitir jamás. La vida me había curtido lo suficiente y, en lo más profundo de mi corazón, siempre había sabido que Ethan tendría fecha de caducidad, solo que, por el tiempo que durase la cosa, yo me dedicaría a disfrutarlo, mientras todavía fuéramos dos jóvenes jugando a la pareja estable. Locos el uno por el otro. Apasionados hasta el punto de escabullirnos a la parte trasera de un auto ajeno para hacer el amor cada vez que podíamos o aventurarnos al interior del bosque.

      Una vez nos había corrido un animal, chillaba como una señora mayor enojada. Ethan solía decir que se había tratado de un espécimen feroz que él mismo había espantado. Claro que yo bien recordaba que no sería mucho más grande que una ardilla, pero preferí seguirle el juego y dejarle creer que se había convertido en un ex combatiente de guerra por dicha hazaña. Lo necesitaba.

      Apreté mis ojos forzando el recuerdo una vez más, el lago, el sol, el calor que me quemaba el trasero sentada sobre las rocas de la orilla. Juliet feliz.

      Comenzaba a hacer frío. Aquel lugar era todo menos Casper, y yo hoy era todo menos aquella jovencita que alguna vez había sido, sobre todo la de apenas un año atrás, la que todavía albergaba un puñado de sueños que hasta hacía poco tiempo había creído que podría cumplir.

      8

      Audrey

      Presente

      Al cabo de algunas horas quemándome las pestañas leyendo y tomando notas, logré unas cuantas conclusiones sobre el posible perfil del criminal.

      Después de todo, no había perdido mi toque y, básicamente, ya todo había sido estudiado y analizado por expertos que a posteriori lo habían expuesto en decenas de libros. Edad, género, etnia y algunas cosas más eran las que se podían descubrir dependiendo de los daños infligidos a la víctima.

      Tomé la hoja en blanco del informe que debía completar, y que me habían dado en la escena del crimen.

      Sacudí mi cabeza una vez más. Desde que había leído el apellido de la víctima no había podido parar de girar en círculos. Parecía parte de una broma macabra del destino: Juliet Atwood. Karma. Sabía que Atwood en Estados Unidos era lo mismo que Hernández en México, pero de todas formas hubiera preferido que tuviera un apellido distinto del mío, bah, del de mi padre.

      Luego de armar lo que podía considerarse un informe profesional, de una persona que sí hubiese estudiado por años la psiquis desde los sesos, me puse de pie y sentí que las rodillas se me habían entumecido. Sin importarme demasiado, prevaleció el entusiasmo de ir corriendo de allí rumbo a la estación, así que lancé algunas pequeñas patadas al aire y me encaminé nuevamente al metro, esta vez en dirección al Uptown.

      –Buenas tardes, busco al jefe Hardy –antes de que la recepcionista pudiera indicarme, sentí una voz masculina familiar a mis espaldas.

      –Justo a tiempo, doctora –era Cole Craighton. El mismo agente que me había sacado las papas del fuego en la escena del crimen ahora se ofrecía a acompañarme hasta el despacho del jefe. Tenía cierto aire de donjuán, sabría que era atractivo y eso era lo peor que podía hacer, al menos conmigo. Cancelaba cualquier posibilidad de futuro flechazo.

      –Don, te buscan –canturreó al abrir una puerta de vidrio esmerilado que dejó ver una amplia oficina de muebles antiguos, aunque de categoría.

      –Doctora, pensamos que ya nos había abandonado –y una vez más, yo detenida en el tiempo ante la sonrisa de Don Hardy. Me senté del otro lado de su escritorio conservando la formalidad, aunque él me sorprendió cuando, con total desparpajo, de un brinco se sentó sobre su escritorio a pocos centímetros de rozar mi rodilla con su pierna.

      Hardy era alto y de gran porte. Llevaba su melena oscura impecablemente peinada de costado y sus ambiguos ojos verdes, ya que, dependiendo de la luz, por momentos quedaban de un tono parecido al gris. Intuí que años atrás habría gozado de un gran atractivo, ya que ahora mismo podía dedicarme a contemplar las trazas.

      Comencé a balbucear algo sobre el informe, cuando estalló en una risotada nerviosa. Lo miré asombrada y acercó su rostro hacia mí.

      –¿Me va a decir quién es? –susurró. “Mierda. Me atrapó. Sabe que no soy Morgan, sabe que soy la patética Audrey Jordan, tan patética que tuve que inventarme una nueva identidad para pasar al menos un día en el que mi ínfima existencia valiera la pena”, pensé.

      –Disculpe, debo irme –cuando atiné a levantarme, me detuvo con suavidad.

      El calor fue atómico. Imaginé que, a esa altura, mis mejillas estarían centelleando como un semáforo en stop.

      –Disculpe mi ansiedad, doctora. Es que desde la Jefatura Central ya comenzaron a presionarme. Imagino que todavía no puede decirme quién fue, qué perfil criminal cree que hizo esto, aunque no pierdo la esperanza –“Pasé”, me dije. Sentí que mis piernas se aflojaban y no tuve más remedio que volver a sentarme.

      Recorrimos juntos el informe que había armado en la biblioteca; él asentía con la mirada, se acariciaba la quijada con una barba de pocos días y hasta por momentos abría los ojos con cierto asombro.

      –Eso es todo –cerré la carpeta y me puse de pie, decidida a irme de allí antes de que fuese demasiado tarde y que alguien reconociera que era una embustera.

      –Doctora Morgan, sé que hasta ahora no habíamos tenido el gusto de trabajar juntos, pero, dadas las circunstancias, estaremos necesitando más de usted.

      –Déjeme revisar mi agenda, no la tengo aquí conmigo, le notificaré cuándo podría volver a pasar –simulé que estaba demasiado ocupada como para estar disponible a su antojo. A estos Hardy había que tratarlos así.

      Aquella noche no pude pegar un ojo. Daba vueltas en la cama producto de la euforia que acababa de experimentar en un día tan atípico.

      No obstante, cada vez que me encontraba al borde de caer en un sueño profundo aparecía la imagen de Juliet Atwood pegada a mis párpados, incluso con los ojos cerrados, más aún estando cerrados.

      Esos zapatos. No podía evitar sentirme identificada. Nuestro parecido físico era innegable y si bien yo era algunos años mayor que ella, tranquilamente podría haber sido una víctima de aquel enfermo. El perfil arrojaba que había sido asesinada por un hombre.

      La autopsia preliminar reveló que la joven había muerto por asfixia. No había signos de marcas en la zona de su cuello, así que fueron detrás de la hipótesis de que quizá la habían arrojado allí, moribunda y se había terminado por ahogar. La zona del parque donde la habían hallado se encontraba en remodelación, aprovechando la primavera y la temporada de lluvias, así que se habían plantado nuevos panes de pasto y, por dicho motivo, el suelo se encontraba alterado.

      De caer boca abajo, sin fuerzas o incluso desmayada, podría haber aspirado pequeñas partículas de polvo que bloquearan sus vías respiratorias. Pude sentir en mi cuerpo la parálisis, la desesperación de no poder respirar y la imposibilidad de hacer algo para


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