Las muertes de Jung. Luis Fernando Macías

Las muertes de Jung - Luis Fernando Macías


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la penumbra del campo, el viento sacudió los árboles cercanos y llegó hasta él como una ráfaga helada; dio vueltas, silbando alrededor de la torre, y tocó su rostro, en el que comenzó a juguetear con el humo de la pipa.

      “Esto es lo que me describieron los Elgongi de Kenia”, pensó, y se estremeció ante el recuerdo.

      La escena correspondía a su segundo viaje a África, que había realizado hacía casi veinte años.

      SINTIÓ CÓMO EL VIENTO levantaba ondas en el agua serena, como si la mano de un ángel hubiera bajado a sacudir la superficie del estanque, el camino de las aguas, el que siempre desciende porque es el camino que conduce a las profundidades del alma.

      “Mi destino es la compañía de las aguas”.

      El instante que ahora vivía le había traído el recuerdo de su nacimiento en Kesswil a la orilla del lago Constanza, sus años de infancia en el caserón de Laufen, donde el Rin se ensancha y la cascada produce la música de las aguas que son el ritmo de fondo de la vida…

      Y recordó el instante en que su madre lo llevó a Thurgau a visitar a unos amigos: ellos tenían un castillo junto al lago Constanza y, una vez allí, no podía apartarse de la orilla. El sol centelleaba en el agua. El oleaje causado por el vapor llegaba hasta sus pies y dibujaba pequeñas estrías en la arena del fondo. El lago se extendía en lejanías imposibles de divisar y esa inmensidad le producía una enorme felicidad. Entonces se apoderó de él la idea de que debía vivir junto a un lago.

      “Sin agua no hay quien pueda vivir”.

      Y ESTE RECUERDO le trajo también a la memoria el momento en que, al navegar por primera vez en el lago Constanza, decidió que siempre viviría junto al agua, y recordó asimismo la compra del terreno de Böllingen en 1922 y la construcción –un año más tarde– del torreón de dos pisos en el que ahora estaba.

      “Esto es tierra de muertos”, le había dicho su hija Ágatha cuando la trajo emocionado a conocer el predio.

      Y, efectivamente, desenterró un esqueleto al cavar las bases y supo la historia de la voladura de un puente cercano en el que había muerto un comando de soldados franceses. Recordó su pesadilla de la algarabía de los espíritus alrededor de la casa de Küsnacht y, además, su conclusión categórica de que el agua es el símbolo más corriente de lo inconsciente.

      “El lago en el valle es lo inconsciente y el agua es el espíritu del valle”.

      “Tal vez hoy sea un día propio para el descenso a las profundidades”.

      Era el presentimiento de que a su humanidad de sesenta y ocho años le había llegado la hora de buscar en el lejano umbral el intersticio donde acaba la sombra y se inicia la luz, donde acaba la materia y se inicia el espíritu, donde la vida y la muerte se reúnen, dando ocasión a un nuevo nacimiento.

      Y fue como si se hubiera dormido por un instante, como si en el breve lapso de un parpadeo le hubiera llegado esa mezcla de recuerdos y premoniciones que, de algún modo, le era ya familiar desde 1886 cuando, en un inesperado incidente, perdió el conocimiento al golpear con la cabeza el borde de la acera, tras el empujón de uno de sus compañeros de colegio…

      “TAL PARECE QUE la nieve ya ha empezado a ceder”.

      Se incorporó para disponerse a salir. Primero caminó hasta la ventana para cerrarla y después se dirigió al portón.

      Era un hombre alto y corpulento; si alguien lo hubiera mirado desde afuera, en el momento en que apareció y se detuvo bajo el arco de la puerta, tal vez hubiera pensado que ese hombrón de bigote y cabellos blancos prorrumpía del castillo sumergido, porque su semblante, enmarcado por las enredaderas que trepaban por el muro de piedra, y su mirada serena y reflexiva detrás de los anteojos redondos no parecían venir de aquí y ahora, sino que daban la impresión de haberse encumbrado a los remotos parajes del illo tempore en busca de una pequeña luz que iluminara el sentido. El pelo escaso en su cabeza, que casi daba hasta la piedra donde el arco de la puerta se convertía en el arco del muro, era casi tan blanco como la nieve que ahora había dejado de caer, pero que se había acumulado en las ramas de los árboles e irradiaba un brillo azul en la oscuridad de ese amanecer; el bigote recortado en el límite de los labios; la inmensa nariz que le hacía nicho al marco de los lentes en la parte superior del tabique quebrado; la pipa, sostenida entre los dientes, allá atrás de los delgados labios, por donde salía la columna casi imperceptible del humo del tabaco africano aromatizado; la frente amplia detrás del humo de la pipa, y los ojos, que venían desde la región de la gran pregunta, constituían su estampa esa mañana definitiva de febrero de 1944.

      ANTES DE EMPRENDER la caminata, decidió devolverse para dejar la pipa y recoger el sombrero que ahora lo protegería del frío y de la nieve, así como en otras ocasiones lo había protegido del sol y el viento.

      “Es en Böllingen donde me encuentro en medio de mi auténtica vida, donde soy más profundamente yo mismo”.

      Y el instante de abandonar la torre para emprender el recorrido por las orillas del lago fue el pretexto para sentir como si su ser se expandiera en todo el paisaje y surgiera del interior de las cosas. Asumió que era él mismo quien vivía en cada árbol, en el salpicar de las olas del lago que orlaban desde la espesa niebla, como si el agua helada fuera una aparición silenciosa hacia la orilla, en el callado habitar de los peces bajo el agua, en el pasto que brotaba aun entre las piedras…; era por esa comunión con la naturaleza que había elegido ese lugar del mundo para, desde allí, penetrar en los secretos de la psique. Sabía que su viaje interior no era la simple aventura de un individuo, sino el viaje del hombre como especie hacia la realidad del alma.

      SOLO HABÍA CAMINADO unos metros cuando decidió hacer la primera pausa. Se detuvo bajo el ciprés, todavía en el terreno perteneciente a la casa, y buscó la piedra grande que estaba al lado del peral y quedaba protegida por su sombra, en la que, a menudo, sin pensarlo, se sentaba a meditar, como cuando de muchacho tenía su propia piedra para interrogarse en las tardes solitarias de las riberas del Rin.

      Levantó la cabeza para mirar hacia el fondo, mientras se llevaba las manos hasta la boca para calentarlas un poco con el aliento (las manos que eran grandes y de dedos gruesos, con el inmenso anillo negro en el anular). Y fue entonces cuando percibió cierto entumecimiento en el hombro y en el brazo izquierdo, como si un dolor se irradiara desde la parte superior de su omoplato hacia el codo.

      EL HORIZONTE BORROSO ya se había despejado y le permitía advertir la silueta de los Alpes detrás de la niebla como un tinte de gris espeso en el largo silencio blanco.

      “Alemania, el Franco Condado, el Vorarlberg y la llanura lombarda”, pensó y, como tenía la capacidad de ponerse en el lugar de los objetos, ya que era ese su ejercicio acostumbrado como científico, se dijo:

      “Desde las alturas de la Selva Negra se ve, más allá del Rin, el valle que se extiende entre el Jura y los Alpes”.

      Esta imagen le dio una perspectiva inusitada, y le fue revelado el hecho de que todo el paisaje constituía el caparazón de una inmensa almeja.

      Siguió:

      “Desde Francia se marcha por senderos que ascienden en suaves ondulaciones hasta llegar a escarpados precipicios donde se avista el valle. Desde Italia, se asciende a la elevada cresta de los Alpes que parecen la bisagra de la concha de la almeja, y al oeste cierran el óvalo el lago Constanza, los profundos valles renanos y el Landquart”.

      La revelación le trajo también la inquietud por su gente y esto fue lo que pensó:

      “La gente que habita esta almeja y sus bordes son los suizos. Entre ellos estoy yo. Según las comarcas se hablan lenguas distintas, pero ello poco significa frente al hecho decisivo que es la existencia de esta casa almeja”.

      Y era tan bella la imagen revelada, que volvió a caminar sin darse cuenta, sin advertir que era en su humanidad donde la gran almeja iba formando la perla que muchos años después habría de arrojar al siglo XXI. Y esa perla irradiaría su influencia


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