Las muertes de Jung. Luis Fernando Macías

Las muertes de Jung - Luis Fernando Macías


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A LA NIEVE acumulada en el piso, caminaba más despacio de lo acostumbrado. Los campos, habitualmente cubiertos por hojas y flores en descomposición, ahora se veían como si sobre ellos hubieran extendido un tapete.

      El bosque parecía sumergido, tal como si alguien hubiera proyectado un jardín de árboles desnudos desde su interior. La nieve se había detenido también en las ramas de los arbustos, de modo que de todas ellas colgaban carámbanos, formados por las goteras que se habían congelado en el aire sin alcanzar a caer.

      Se vio de pronto frente al roble. Esto hizo que en su rostro apareciera un gesto de involuntario extrañamiento:

      “¿Por qué habré dejado atrás el olmo, sin advertir su presencia esta vez?”.

      Como era el campo de su caminata habitual, conocía muy bien el orden en que estaban dispuestos los árboles en su sendero. Hallarse ahora frente al roble significaba que había pasado sin advertir el olmo.

      Este hecho, que a simple vista parecería anodino, para él tenía un significado que no debía pasar por alto: el olmo –como símbolo– representaba “el Juicio”; luego, el hecho de ignorarlo en su recorrido podría expresar que en su clima espiritual algo se había pasado por alto, y ese algo correspondería a la atmósfera de una rendición de cuentas.

      “Lo que se aproxima hoy se revela cada vez como algo más trascendental, mucho más de lo que creía en un principio. Por fortuna, este olvido del olmo en mi camino me advierte que no habrá un juicio, es decir, que el curso de mi vida continuará más allá de lo que ya está en marcha y de todos modos habrá de suceder”.

      Este pensamiento lo había llevado a caminar aún más despacio, y hasta se hubiera detenido en el análisis, pero algo lo distrajo: al aproximarse al roble observó que, junto a la base del tronco, medio enterrado en la nieve, había un objeto.

      Se apartó del camino para averiguar de qué se trataba. Era un brillo oscuro de plumas azules salpicadas de escarcha. Se acercó, lo removió con el pie:

      “¡Un martín pescador!”.

      AUNQUE EL MARTÍN PESCADOR, el alción, era un pájaro familiar para los suizos, no era común encontrar uno en esa zona del lago de Zúrich. Algo extraordinario tenía que haber sucedido para que este pájaro se apartara tanto de su propio territorio y viniera a morir allí, bajo el gran roble, el árbol sagrado de los celtas, el Quercus premonitorio de los druidas y de los primeros pobladores de las orillas del Rin, acaso el que sirvió de inspiración para la concepción del mítico Yggdrasill, árbol del mundo, morada de Odín.

      Lo inquietaba la presencia del despojo de un pájaro bajo el roble, pero el regazo de este árbol en particular atraía la calma en su ánimo. Tal vez solo en ese instante sintió paz, quizá su intuición no pudo asociar la relación futura de la muerte y el roble en su propio destino.

      Si hubiera contado con los elementos de juicio necesarios, probablemente hubiera reunido el sentido íntegro de aquella escena: el martín pescador significaba una pequeña muerte, en tanto que el roble habría de estar asociado, años más tarde, a la muerte plena. Ocurre que el azar pone los signos ante nuestros ojos, pero estos, ay, no logran ver.

      Esta visión del cuerpo yerto del martín pescador, medio cubierto por la nieve, y la asociación del roble con el árbol primigenio de los cel tas le trajeron una serie de pensamientos concatenados que, aunque no le ocasionaron temor alguno, le produjeron la sensación de que estaba en presencia de un poderoso arcano: recordó su pálpito de que este sería uno de esos días elegidos por el destino para que ocurriera un gran acontecimiento.

      Vino entonces a su conciencia lo que había descubierto hacía solo unos minutos cuando estaba bajo el ciprés: el valle de su vida era como la concha de una almeja. Esta idea la asoció con la imagen del arcano número trece, la parca, por el hecho de haberla concebido bajo dicho árbol:

      “A lo mejor es a mí a quien va a sucederle algo definitivo”.

      Lo pensó al devolverse sobre sus últimos pasos, ya que el ciprés también simbolizaba la vida que permanece después de la muerte. Y, por el hecho de no haber advertido el olmo en el momento en que cruzó junto a él, supo que no se trataba de un Juicio, sino de un cambio radical. Era el arcano de la muerte, pero no con el significado de la muerte misma, sino del cambio. Así, lo que sucedería en su vida, después de lo que tal vez sería una pequeña muerte, habría de ser fundamental. Por supuesto, no sabía él que lo sería también para la humanidad entera.

      SE DETUVO PARA MIRAR el despojo y volvió al momento en que, al despertar, observó que todavía estaba nevando. Recordó de nuevo el sueño del libro de su vida. Esta vez más nítido aún. Descubrió que en el escenario de la biblioteca subterránea de su sueño sí había logrado abrir el infolio. Vino a su mente el fragmento de una frase leída en una de las páginas:

      Habentibus symbolum facilis est transitus […] non sic intelligas quod reducantur metalia […] aquam elementalem simplicem…

      (Teniendo el símbolo, el tránsito es fácil […] no se entienda así lo que retorna al metal […] tan simple como el agua…).

      Y, aunque en ese momento no sabía que esas palabras estarían grabadas en la piedra negra ni que él mismo habría de esculpirlas en una de las caras adyacentes a la figura del Telésforo, el señalador del camino, dos asociaciones más le llegaron: su sueño de Sigfrido, el héroe rubio, nadando en un río de sangre, y su descubrimiento –la noche anterior– de la gran semejanza de la flor de oro con el Grial y con el crisol de los alquimistas.

      Comprendió que el crisol que ahora estaba vislumbrando no era un instrumento para la trasmutación de los metales en oro, sino para el encuentro del oro de la vida.

      “El cuerpo es el crisol en el que se cuece la transmutación del espíritu”.

      La idea era muy sencilla:

      “Todo no es más que una simple metáfora, el crisol es el cuerpo mismo y la trasmutación que se opera es el tránsito necesario entre los tres planos de la existencia. De lo material a lo espiritual y de lo espiritual a lo material. Mente, cuerpo y espíritu en una unidad indisoluble, dispuestos a encontrar la felicidad. Una espiral que conduce de la materia transitoria a la ilimitada gracia del espíritu”.

      PERO ESTA NO ERA UNA IDEA NUEVA PARA ÉL. Hacía dieciséis años había empezado a estudiar alquimia, justo después de un sueño con escenas muy semejantes al sueño del libro de su vida y del prólogo a El secreto de la flor de oro que escribió por solicitud de su amigo Richard Wilhelm en 1928.

      Había estudiado con fervor desde la incapacidad de comprender los símbolos y la rica iconografía hasta el lento descifrar de unos y de otra, y había visto que la alquimia consistía en una proyección del espíritu colectivo en doctrinas, procedimientos y simbologías que, en el fondo, se ofrecían como la representación de ciertos arquetipos.

      Pero solo ahora, ante la presencia del martín pescador congelado bajo el gran roble, lograba reunir todos los cabos de un proceso que había ocupado a la humanidad entera durante siglos y generaciones, en la búsqueda, por medio del tanteo ciego, del principio de identidad.

      Solo ahora había logrado consumar un descubrimiento devastador por su capacidad sencilla de explicarlo todo. Había encontrado el hilo que reúne la antigüedad remota con el remoto futuro, la materia ínfima con el indeterminado espíritu, lo perecedero con lo imperecedero...

      Y era por esto por lo que la sombra de un presentimiento aciago anegaba recintos en su interior:

      “La muerte, el espíritu del cambio radical, el arcano de la gran transformación, obra ahora en mi existencia”.

      Y continuó su caminata como quien se entrega dulcemente al devenir marcado por el destino.

      GRACIAS A ESE DESCUBRIMIENTO entendió que en adelante su vida ya no sería la misma.

      “Debo prepararme para la nueva vida”.

      Pero


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